Cuento “No, gracias”,
de Hernán Domínguez Nimo, integrante del plantel de Haikus Bilardo (Muerde
Muertos, 2014) (*)
—Estas cosas son para los giles.
Hacía menos de un mes que, recién recuperado de la
hepatitis, Andoni Goicoechea lo había quebrado. Diego mataba el tiempo
asistiendo a fiestas, mientras su pierna curaba bajo el yeso. Pero una cosa era
una partuza con minas y otra muy distinta con merca. Aquello no le iba. Conocía
de memoria cómo le había ido a los amigos de Fiorito que habían caído.
Empezaban diciendo que ellos controlaban el vicio y al final era al revés. El
Turco había cagado a su hermano con la yuta para conseguir un par de gramos. Y
si la merca podía doblar tan fácil a alguien de fierro como el Turco, no quería
tener nada que ver...
Por las dudas, para alejar la tentación, dejó de ir a las
fiestas. Y de ver a su amigo. Antes de lo esperado, su fractura sanó y Diego
volvió a los entrenamientos del Barsa con más ganas que nunca. Quería que el
sacrificio de la diversión perdida valiera la pena.
Unas semanas después, entró en el segundo tiempo del clásico
contra el Real —manotazo de ahogado del técnico— y lo dio vuelta con un gol de
tiro libre y otro de penal.
Ese año, Barsa fue el campeón.
Lo mismo los dos años siguientes, con Diego como pichichi
goleador. Pero nada de esto fue comparable con su inspirada actuación en España
82, donde guió a la selección argentina hacia el campeonato mundial, el segundo
consecutivo del técnico Menotti. El punto culminante de su actuación fue el gol
que le hizo a los alemanes en la final, eludiendo a medio equipo —incluyendo al
arquero— desde la mitad de cancha, en lo que se ha llamado desde entonces el
mejor gol en la historia de los Mundiales de Fútbol y que ni siquiera el otro
gol, convertido con la mano —”Gottes Hand”—, pudo opacar.
Después de cuatro temporadas en el Barsa, con tres Ligas,
dos Copas del Rey y una Copa UEFA en su haber, Diego pasó al Juventus. En uno
de sus primeros partidos, se dio el gusto de convertir por primera vez cinco
goles en un mismo partido oficial, condenando al descenso a un oscuro equipo
del sur italiano.
Juventus fue campeón del Calcio dos años seguidos y Diego
elegido mejor jugador del año por quinta vez consecutiva. Cuando condujo a la
selección argentina al tricampeonato en el mundial de México 86 —con Pachamé
como continuador del ciclo Menotti—, las pocas voces que osaban compararlo con
Pelé —un jugador de la era cuasi amateur del fútbol— se callaron para siempre.
Al término del Mundial, Diego se casó con Claudia, el amor
de toda su vida. La fiesta del Luna Park de Buenos Aires convocó no sólo a
futbolistas sino a príncipes y reyes de toda Europa. La farándula argentina se
enojó porque no invitó a algunos personajes de la noche —él nunca había sentido
afecto por ellos—, pero fueron tenues voces discordantes en medio de la fiesta
popular. El matrimonio tuvo dos nenes —César y Luis— y una nena —Sofía.
Dos años más jugó Diego en la Juve.
Dos Escudetos, una Supercopa Italia y una Champions League.
Todo parecía fácil para el equipo que tuviera entre sus jugadores al más grande
deportista de la historia. Los pronósticos ya le adjudicaban el tetracampeonato
a la Argentina
en el mundial a disputarse en Italia.
Pero el 10 sorprendió a todos. Esa misma facilidad que
fascinaba al mundo lo aburría a Diego. Ya no tenía retos en el mundo del fútbol
profesional. Antes de cumplir 30 años, su retiro estaba decidido.
Grondona, presidente de la FIFA , lo llamó a recapacitar. Todos sus
compañeros de la Juve ,
del Barsa, de Boca, futbolistas del mundo entero. Toneladas de cartas se
acumulaban en su casa. Carteles y banderas empapelaban las paredes. Y todas
pedían lo mismo: “No te vayas, Diego”.
Pero él estaba decidido.
Sin la estrella máxima, el Mundial 90 pasó casi
desapercibido, como a desgano. Argentina fue eliminada en octavos de final.
Italia se coronó campeona al vencer a Alemania por 3 a 1 en la final. Los festejos
fueron breves, aplacados por la tristeza que enlutaba el país del Calcio —y el
planeta— por la partida del ídolo.
La capacidad de sorpresa del mundo sería puesta a prueba una
vez más por Diego, quien se había retirado del fútbol pero no del deporte:
cinco meses después de haber jugado su último partido en la Juventus , anunciaba su
fichaje en el Tau Cerámica de España.
Muchos lo tildaron de chiflado, se burlaron de él por
primera vez.
Y Diego les cerró la boca a todos, porque hasta el más
acérrimo crítico tuvo que reconocer que era un base aceptable. Aunque una cosa
era cierta: nunca llegaría a la
NBA. No había magia. No era el jugador que hacía la
diferencia. Y los que habían entendido —pero no querido— su aburrimiento del
fútbol entendieron también cuando la aventura del básquet terminó, apenas
cuatro meses después.
Entonces llegó el turno del golf.
Nuevamente surgieron voces de crítica, preguntando cuánto
iba a durar la locura esta vez. Diego las silenció, con constancia primero
—casi dos años estuvo en el circuito, como invitado de casi todos los torneos
principales—, con resultados después, llegando a disputar las rondas finales
del Master de Augusta.
Tampoco el golf era su destino final. Diego abandonó los
torneos y se retiró al silencio de su casaquinta del Parque Leloir. Los medios
—sobre todo los argentinos— lo atacaban: “¿Llegó el turno del vóley?”, “¿Se
dedicará Diego al tenis?”. Hubo quienes hasta hablaron de su fichaje como
jugador de los Medias Rojas, un equipo de béisbol de USA. Pero Diego respondió
con algo grande, como él.
Valdano, que se había hecho cargo de la selección argentina,
lo había convocado en secreto para el Mundial de USA 94. Y Diego se había
entrenado noche y día para llegar en el mejor estado.
Con su físico privilegiado no fue difícil. Diego volvió. Y
no sólo jugando su mejor fútbol sino haciendo jugar a los demás, en la que se
consideró desde entonces la mejor selección en la Historia de los
Mundiales. Argentina se coronó campeona del mundo en una final histórica en la
que venció 4 a
1 a los
brasileros.
A pesar de la lluvia de ofertas y de la esperanza del mundo
entero, Diego se retiró. Esta vez para siempre.
Pero aún sin jugar, no podía estar lejos de las canchas.
Ingresó, claro, en la escuela de Dirección Técnica. Antes de terminar el curso
se especulaba con cuál de los equipos que lo pedían iba a quedarse; qué club
iba a dirigir. Cuando se decidió, la elección pareció obvia para todo el mundo:
Boca, el club de sus amores.
Diego se hizo cargo de un plantel poco numeroso y
desmoralizado, que venía de una campaña mediocre. La inyección anímica de tener
al mejor de todos en el banco pareció suficiente para que Boca empezara con una
racha ganadora de 4 partidos que lo catapultaron a la punta, con el
superclásico en puerta. Ganarlo le abriría las puertas del campeonato y del
cielo.
River ganó 3
a 1 y Boca entró en una debacle interminable, sumando
apenas 2 puntos en los 8 partidos siguientes. Las críticas arreciaron contra el
equipo pero sobre todo contra el 10. Una cosa era ser jugador y otra técnico.
No era lo suyo. Tenía que renunciar.
Diego se vio envuelto en una depresión desconocida y sin
embargo familiar, sepultada en la memoria del tiempo por sus logros. Tardó en
reconocerla: era el abatimiento de su primera época en el Barsa.
Y entonces, como si retomara un camino perdido, cayó en la
droga. La cocaína rompió una muralla que meses atrás parecía impenetrable, e
inundó toda su vida. Cada instante.
Los escándalos se volvieron cosa de todos los días. Diego
sorprendido en una fiesta con gatos. Diego peleando con paparazzi. Diego en una
comisaría. Diego separado de Claudia.
Vivía más de noche que de día. Los diarios amarillistas, que
por fin tenían una faceta negativa del ídolo para explotar, se ensañaron de una
manera malsana, enfermiza.
Cada vez se lo veía más encogido en el banco de suplentes,
soportando apenas los insultos de los hinchas que antes lo idolatraban. Era
obvio que su trabajo como técnico —y no sólo como técnico de Boca sino todo su
futuro— pendía de un hilo.
Psicólogos y astrólogos desfilaban por la tele enumerando
las soluciones mágicas que harían que el ex-jugador volviera a transitar la
senda del éxito. Alguien —nadie recuerda hoy quién— enunció la verdad
irrefutable: “Sólo Maradona puede salvar a Maradona”.
Y así fue. El 5 de abril de 2003, con apenas 16 años de
edad, César Maradona debutó en la
Primera de Boca con un gol de cabeza, e inició el camino que
llevaría al equipo de su padre a conquistar el Clausura.