Por Enrique Medina | Página/12
Se enreda en las sábanas, Nietzsche. Suda y sufre padecimientos horrendos. No sabe si está despierto o soñando. O soñando dentro de otro sueño. Todo es culpa de aquella vez que me llevaron al prostíbulo y me agarré la sífilis eterna, piensa; no soy un hombre sino un campo de batalla, cuánta razón tuve al escribir eso. Y encima, como sanitarista en la guerra, sumé difteria y disentería. Falta que me hagan el hisopado y me dé positivo. Tengo herido el cuerpo y la mente. Como diría mi buen alumno Discépolo, ¡me duelen hasta los bigotes!... ¿Estaré recibiendo algún castigo por haber renunciado a la ciudadanía alemana?... ¿Cósima aún guardará el manuscrito de El Origen de la Tragedia, que le regalé? Me sorprendió que Wagner se pusiera tan celoso… Anoche soñé un sueño interminable, en el que creo seguir atornillado… Estaba en mi casa imaginada. En el jardín soleado manteníamos el aislamiento la Walkiria-morocha y yo. Ambos debajo de coposos árboles esquinados. Yo sostenía su cabello acariciándolo, besándolo. Y aparece un desconocido. Ignorándome acude a ella. Hablan sin que pueda escuchar. Él se me acerca, me quita el cabello de las manos. Ella lo va recogiendo y lo guarda en la cofia. Irrumpen más desconocidos, me aferran y me arrastran. Lo anómalo es que yo los saludo amablemente y ellos no sólo no responden ni me miran, sino que me tratan con intimidación de fanáticos. El silencio es despótico y excitante. Cruzamos salones y piezas. Veo más intrusos revisando cajones, cuadros, sillones. Llegamos a la buhardilla, me hacen subir la escalerita y salir al tejado. Me impelen a sentarme en la chimenea. De paso, noto que debería hacer cambiar algunas tejas y reordenar otros sectores. Me cuelgan de la frente una mascarilla de plástico y me tapan la boca con un triple barbijo. Tomo conciencia de que nunca había estado tan alto en mi casa. Lógico, subir al techo de dos aguas es peligroso, si uno tiene acrofobia es posible resbalar y caer y morir. Por suerte no padezco vahídos y puedo disfrutar esta altura que antes no disfruté. Allá mi huerta, mis árboles frutales; al instante el pueblo resbalando en la montaña; y más allá el mar enfiestado. Veo que los intrusos comienzan a voltear las arboledas que yo mismo planté. Sin que verdaderamente me importe, lo mismo me intriga saber por qué lo hacen. No me molesto en preguntar porque sé que el silencio dominante impediría cualquier intento de diálogo. Siento calor en el cuerpo. Me voy transmutando en algo que no sé definir. Quizás sea una especie de globo inflado, algo así, o más confuso, una mezcla entre dirigible y barrilete, o un hidroavión acuatizando, intuyo. La cuestión es que mi cuerpo se agiganta, el proceso es muy lento pero sin pausas. Creo que soy una esfera con formas humanas; la obra de un vendedor ambulante de globos que, con su rapidez creativa, da forma a mascotas y juguetes fascinando a los chicos en la plaza. Por momentos veo normalmente, pero de repente se me nubla la vista y dejo de ver; es fantasmagórico. Sí, reconozco tener miedo a estallar, o perder aire por algún escape y volar como un cohete a la luna. Pero no, me siento bien, estrambótico sí, raro, no obstante bien. No puedo respirar, pero ello no me afecta. Se presentan a buscarme. Tornamos a cruzar los cuartos. Veo que se han empecinado en el trastero hachando mis cuadros. Sin embargo, advierto que no es nada personal ni contra el arte, porque también están hachando placares, mesas y sillas. Reclaman mis textos. Me sientan a la computadora donde está trabajando el protector de pantalla con las miles de imágenes de mi musa Lou Andreas-Salomé…¿Por qué no quiso casarse cuando se lo propuse?... El martirio continúa indiferente a mi desventaja. Sin que yo sienta nada, me aferran del infladísimo cuello y forzando mi mascarilla apoyan mi cara en el escritorio. No tengo en claro la sugerencia, por lo que intento explicarles que sean más directos, para así poder contentarlos. Todo es trivial. Aparece una amazona montando su caballo; desciende y tensa su arco soltando la flecha que me penetra por una oreja dejando emerger la punta por la otra; aferrando la cuerda me arrastran por el piso, auxiliados por mis pies me exigen transitar por las escaleras con rapidez y lograr de este modo un adecuado aterrizaje en el terreno de la arboleda donde se luce un manzano totalmente deshuesado que, observándolo bien, es idéntico a un lápiz gigante con la punta hacia el firmamento. Sin consultarme, allí me sientan. Me cambian el barbijo por uno de acero inoxidable. En el preciso instante que me transforman en tronco, admito pensar que algo anda mal. Y no me equivoco, mi razonamiento ha sido justo porque comienzan a desmembrarme prolijamente. Primero las manos, luego los antebrazos, y así los trozos levitan, se diluyen, e ingreso a otra dimensión en la que ya no tengo, definitivamente, ninguna referencia de mi casa, o lo que fue, o hubo sido. Al silencio imperante, debo sumar, por momentos, la absorbente pérdida de visión causada por coloridas nubes que se cruzan silbando cual vientos en acecho. De todos modos sigo manteniendo dominio sobre lo que me pertenece. Por ello me recompongo sin dificultad y, unidos los fragmentos, me sé completo a pesar de no poder verificar concluyentemente nada. Salvo que el último cristiano murió en la cruz; y lo pienso sin regocijo, como lamento dramático; del mismo modo cuando también afirmé que Dios había muerto. Lo malo es que él todavía no se enteró, y sigue jodiendo...