Por Nicolás Ferraro | Revista Evaristo Cultural | Martes 2 de junio de 2020
Lo disparatado es ley en el libro Mil veces metí la pata. No hay situación normal que no derive en descontrol o se aleje de tópicos ya masticados. Encuentros con seres del más allá que devienen en problemas domésticos, una pelopincho como un portal cósmico, una persona adicta a los descuentos que terminará pagando caro su obsesión por ahorrarse un peso, un hombre camino al urólogo que atenderá un llamado para convertirse en héroe. Esos son algunos de los personajes que se dan la vuelta por estas páginas. El libro de cuentos de Martín Etchandy nos entrega once historias donde se entrecruzan el humor, el costumbrismo y lo sobrenatural. Lo escuchamos.
—Siempre me llama la atención el orden en que el autor entrega los cuentos al lector, de la misma manera que una banda decide con qué tema abrir el disco. ¿Cómo armaste el tejido del libro?
—El cuento del arranque, “La perilla del baño”, fue una sugerencia de mi editor, José María Marcos, y la acepté de inmediato porque es un cuento de humor puro, costumbrista, un estilo que me gusta mucho. Reí a carcajadas mientras lo escribía y ojalá el lector perciba algo de esa energía para luego tener ganas de avanzar en las lecturas. Le siguen otros textos con mucho humor, como “El hombre de los descuentos” y “Bianca y yo”. Promediando el libro se abre la puerta a lo fantástico, para que el lector se dispare hacia otros lugares y también queda un espacio para el suspenso de “El rescate” y el humor corrosivo de “Una noche con amigos” y “El horror”, ya cerca del final.
—El registro es el rasgo más notorio del libro y, a la vez, el que le da entidad marcada. Este uso del humor, el costumbrismo, donde también se entrecruza lo fantástico. ¿Cómo fue este trabajo?
—Placentero, muy placentero. Siempre pensando en que la realidad es muy compleja y en una misma situación pueden caber lo trágico y lo cómico, lo razonable y lo absurdo, lo reconocible y lo desconocido. Me he puesto a contar chistes en el velorio de algún familiar. He encontrado miedos y fantasmas en situaciones aparentemente tranquilas. Esa ambigüedad, ese “todo puede suceder en cualquier momento”, es para mí un combustible para sentarme a escribir. Pienso que la literatura es un juego maravilloso, ese buscar, tirar de todos los hilos posibles que una situación tiene, llevarla al extremo para construir una historia, para entretener, desacomodar, asombrar o fascinar a un lector.
—Desde una pelopincho que deviene portal cósmico a un hombre que puede comunicarse con los muertos para resolver problemas de índole doméstico. Me gustaría hablar de estos disparatados disparadores que una y otra vez invaden tus narrativas.
—Tiene que ver un poco con lo que comentaba antes, esa posibilidad de encontrar lo inesperado en cualquier momento, en cualquier situación. Esto es un común denominador en mis cuentos, personas comunes que se meten en problemas de los cuales no pueden salir, situaciones tranquilas que se empiezan a poner muy tensas, lo irracional que irrumpe de pronto en una situación de lo más razonable. Me gusta que el lector no sepa qué puede suceder en las próximas diez líneas, que tanto personajes como lectores pasen por esa incertidumbre, que también, hay que decirlo, reina en la realidad. Salimos de nuestras casas y no sabemos qué nos depara el día, por cuáles situaciones (cómicas, trágicas, delirantes) podemos llegar a pasar a lo largo de la jornada. Me gusta reírme de todo y no dejar ninguna posibilidad afuera, por más insólita que parezca. Tomar situaciones absurdas y llevarlas al límite, de todo eso se alimentan mis cuentos.
—Me llamó la atención en especial el cuento “El rescate”, ya que en un libro donde predomina el uso del humor nos encontramos en este caso con un relato donde la tensión deviene en lo más importante. A su vez, es uno de los más extensos del volumen. Si te parece, hablemos de “El rescate”.
—El cuento surgió a partir de un mensaje de whatsapp que recibió mi amigo y colega escritor Fabio Ferreras. Estábamos tomando un café y de repente interrumpió la conversación para leer, alborotado, el mensaje que acababa de recibir de una amiga de España: “Están retirando un cuerpo de mi edificio”. Automáticamente le dije: “¡Qué buen comienzo para un cuento!”, y enseguida me puse manos a la obra. ¿Quién había muerto? ¿En qué circunstancias? ¿Y si un vecino del difunto comenzaba a realizar pesquisas en el edificio sobre esta muerte? El disparador me produjo un enorme entusiasmo y al llegar a casa desde ese bar comencé la escritura. Dos horas después tenía las tres primeras páginas escritas. “El rescate” es uno de mis cuentos preferidos del libro y pensé todo el tiempo en Alfred Hitchcock (director de cine) mientras lo escribía, en esas personas comunes envueltas en situaciones extraordinarias que tanto aparecen en sus películas (“La ventana indiscreta”, por citar solo una). Quise que tuviera tensión, emoción, algo de humor (Hitchcock también lo incluía a veces). Creo que el cuento es una declaración de amor a los libros y a esa hermosa costumbre de husmear en bibliotecas ajenas (lo primero que hago cuando ingreso a un domicilio desconocido).
—En ese cuento se habla de la pasión de la lectura, la adquisición de libros aunque eso implique un esfuerzo, el valor de la literatura frente a los dispositivos tecnológicos actuales. ¿Cómo ves el espacio que hoy por hoy se le dedica a la lectura?
—El mundo cambia a una velocidad que asusta y, por momentos, nos excede. Pero en plena cuarentena, en una plaza de Bahía Blanca, pude ver en una plaza a un señor, despreocupado, leyendo un libro. Mientras el mundo se caía y la gente no quería ni asomarse a la calle, el tipo estaba disfrutando de una buena historia al aire libre. Es algo tan fuerte ese acto, que pareciera que no conoce de contextos ni de cambios. La gente lee todo el tiempo, carteles en las calles (esos luminosos que disparan publicidades y noticias y que encuentro horribles), mensajes de whatsapp, de todo, la tecnología hace lo suyo. Pero ese acto de amor (hacia el arte, hacia las buenas historias), esa confianza en el poder de la imaginación, que implica abrir un libro de papel y leerlo, eso no va a morir jamás. Muchos habrán sobrevivido a la soledad del aislamiento por la pandemia (y a otras soledades) gracias a un buen libro que los acompañó. Muchos habrán encontrado en él una suerte de oxígeno para seguir adelante.
—Siguiendo con lo anterior, el protagonista de dicho relato manifiesta su interés por determinados libros objetos que considera digno de altares. ¿Cuáles son esas joyitas que podemos encontrar en tu biblioteca?
—Hay muchas cosas valiosas para mí. Desde lo afectivo, libros que me regalaron personas que ya no están, abuelas, padres, etcétera. Y el libro con el cual aprendí a leer en la escuela primaria, para mí muy importante, porque fue el que me abrió las puertas a todos los que vinieron después. Conservo también un ejemplar de “El diario del Chavo del Ocho” con dedicatoria y firma de su autor, Roberto Gómez Bolaños (Chespirito), una persona (y personaje) entrañable para mí. Y libros que siempre me maravillaron de Saki, Ray Bradbury, Jack London, Bioy Casares, Agatha Christie, Julio Verne y tantos otros.
—El humor muchas veces es una herramienta delicada a la hora de utilizarla en los relatos, especialmente cuando es “negro” o cínico. Pienso, por ejemplo, en el relato, “Una noche con amigos”, donde la mirada descarnada del protagonista disecciona a sus (podríamos decir) contemporáneos. Últimamente nos encontramos en tiempos donde hay una corriente de corrección política que deviene en censura. Me interesa preguntarte tu opinión respecto a esto.
—Es cierto, hoy la corrección política pasó de ser algo para tener en cuentaa convertirse en una amenaza para los que quieren crear libremente y reírse de todo (que también implica reírse de uno mismo). La corrección, creo yo, es enemiga del humor, incorrecto por naturaleza. Si escribiéramos literatura pensando en la corrección, pensando en personajes inmaculados y respetuosos, que no discriminan a nadie y cumplen con todas las normas (especialmente las de comportamiento), se volvería lo más aburrido del mundo, porque la corrección y la perfección llevan al aburrimiento, no tengo dudas. Por eso me gusta lo que sucede en el cuento “Una noche con amigos”, alguien que se permite burlarse de todo (y de todos) sin tapujos, más allá de que el personaje pueda alcanzar luego cierta redención. Creo que lo central en el cuento es esta cuestión de un momento placentero (reunión de excompañeros del colegio) transformado en una auténtica pesadilla, este contraste entre amistad y violencia. Es un cuento lleno de desborde. Y en lo personal, creo que del desborde siempre puede surgir algo creativo.
—Para cerrar, ¿quiénes son tus influencias?
—Los cuentos de Roal Dahl y Saki siempre me parecieron maravillosos y ese estilo de humor es el que más disfruto. De los argentinos, Fontanarrosa y Dolina también me gustan mucho. Y, por supuesto, la persona que a través del cine y de muchos textos de narrativa y teatrales más me hizo reír en la vida: Woody Allen.