Por Enrique Medina | Martes 26 de mayo de 2020 | Página/12 | Ilustración: Iñaki
Hoy es un lindo día. La sorpresa fue para todos. Nadie estaba prevenido. Tremendo luchar contra un enemigo invisible. Y peor si se desconoce su poder. Prendo la radio. Tengo que caminar porque si no lo hago siento frío en las piernas. ¿Voy a cobrar mi jubilación o no? ¿Me animo? Cuando se me terminen las frutas deberé salir. Se me está terminando el alcohol en gel; puedo aprovechar para ir a la farmacia. De paso veré si cambiaron el cartel donde piden que hagamos cola dejando metro y medio de espacio. En el final del papel habían escrito en grandes letras de imprenta: “¡Cuidémosnos!”. Veremos si le sacaron la S sobrante. Se miraron raros cuando les señalé la falta ortográfica. También hay una publicidad radial en la que el locutor comete el mismo error. Y ni hablar de los zócalos espantosos de la televisión, sólo molestan; ¡urgente!, ¡último segundo!, ¡ya-ya! Mucha gente llama a las radios pidiendo solución a sus problemas. Parece que el presidente mexicano volvió al equilibrio al aconsejar a sus compatriotas que se queden casa. ¿Lo habrá hecho por cuerdo o porque las encuestas de popularidad bajaban aceleradamente? Siempre que aparece Trump en la Televisión asusta con su cara de espanto; hasta parece que el jopo se le quisiera desparramar. Trump y Bolsonaro, un solo corazón.
Salgo con barbijo. Sufro al ver mis queridos bares cerrados. ¿Podré volver a sentarme, pedir un café y leer el diario? Tengo suerte: hago la cola y puedo retirar dinero del cajero automático. Voy a comprar alcohol en gel. El cartel con la S sobrante sigue orgulloso en la puerta. De bronca, me voy. A la boliviana le compro verduras y frutas. Vuelvo. Los porteros no usan barbijos. Cierro la puerta y me lavo las manos.
Italia sigue sumando muertos, pero bajan los contagios. Bueno, algo es algo. Annabel me llama por WhatsApp. Charlamos. Ella, recostada en la hamaca, me muestra el hotel donde está recluida. Veo la playa. Le digo que la veo algo tostadita. Me dice que toma sol y todos los días apenas se levanta se baña en el mar, y luego desayuna. En Vietnam la gente sale sin problemas. Usan barbijo y guantes. Son muy disciplinados. Es muy bajo el porcentaje de contagiados, y no han tenido muertos; ni uno. Antes de cortar me repite que me cuide y que haga gárgaras con agua caliente. Que el agua la hierva; y que no use la caliente que sale de la canilla. Le respondo que me parece medio burdo eso y que en tal caso sólo compraré caramelos para la garganta y nada más. Veo gente en los balcones. Una hace ejercicios con pesas de mano. En la terraza roja un padre juega a la pelota con sus dos hijitos. En otra una pareja toma mate. Ayudado con un bastón, un anciano camina en su balconcito. En radio repiten la posibilidad de que la cuarentena se prolongue quince días más. Esto se está poniendo pesado. En aquel balcón una mujer lee un libro. Las pymes reclaman que la economía se vaya reiniciando de a poco. Los jugadores de fútbol aceptaron rebajas en los sueldos. Como todos los días, en la terraza que mira al río aparece el pelado con bigotes; despliega la silla de viaje y se recuesta a tomar sol. Prende el cigarrillo y le hace un corte de manga al coronavirus. El gobierno yanqui reitera que distribuirá más millones de dólares para que el pueblo soporte la pandemia. La Reserva Federal trabajará a destajo. Unos meses antes de la pandemia, mi amigo Luis decidió radicarse en España; sin imaginar lo que se venía. Cuidate Luisito. Tengo que dejar de escuchar radio. Sólo suman muertos. Pero no la apago. Voy al living y veo los libros. ¿Para qué acumular libros?, me dijo Adolfito mientras yo admiraba su monumental biblioteca. Y sí, es un congelado elefante blanco hinchado de ensayos, novelas, cuentos. El cálculo que hizo Diego fue que yo tenía unos seis mil ejemplares. Alquilá un local y poné una librería, me dijo. No es una mala idea. Voy a la sección de ensayos y busco un título que me atraiga. Lo mismo hago en poesía y arte. En narrativa están casi todos leídos. Igual reviso, por si encuentro alguno que me atraiga. Ordeno los que están fuera de abecedario. Pilas que se van formando sin que uno se dé cuenta. Los voy ubicando en el anaquel correspondiente. Hay uno forrado que no recuerdo. Lo abro. Obras completas de Dante Alighieri. ¡Y bilingüe! Me sacude el hallazgo. Lo tenía olvidado. Fue un regalo de Denevi. Nunca pude hincarle el diente pero es la mejor traducción al español, me dijo. A él se lo había regalado una admiradora madrileña. Versión castellana de la Universidad de Salamanca. 1956. Esta Divina Comedia me estaba esperando. Las cosas tienen su tiempo. Siguen los muertos, siguen los llantos. Y yo encontré mi vacuna: al leer a Dante Alighieri arrasaré mi pandemia.