Escribe Ana Grynbaum | Blog de Cultura Lissardi & Grynbaum
Hace un par de días la Agencia Efe divulgó un hecho llamativo dentro del concierto de noticias sobre el coronavirus que nos invade como un virus en sí mismo. En la ciudad española de Palencia la policía sorprendió a un hombre paseando un perro de peluche, y lo llamó al orden por infringir la orden de confinamiento, que, aunque no lo especifica, permite pasear solo a perros de carne y hueso. (A saber si los peluches no resultan menos nocivos…, nada está del todo claro respecto del Covid- 19).
El encuentro entre el hombre del perrito de peluche y la policía fue filmado, publicado y viralizado (contando con un importante poder de contagio). En torno al videíto proliferaron las risas y también los reproches. ¿Se trata de un vivo o de un loco? En todo caso, en época de peste, ningún sano o insano de juicio tiene derecho a violar la cuarentena. De acuerdo. Sin embargo, algunos de los comentarios en la cola del video rezuman un mal humor específicamente dirigido al acto cómico en su calidad de tal. El propio hecho de reírse del suceso parece constituir una violación a la seriedad mortal que envuelve al flagelo.
La risa es subversiva, transgrede el tabú que constriñe al miedo. La risa suspende, durante el instante de su producción, el miedo; rellena el vacío infernal de la angustia con cierto contenido jocoso. La risa funciona como acto, está preñada de consecuencias, agujerea el pesado telón del horror transportándonos a otro lado. Dado que este trascender la opresiva realidad tiene una duración limitada su repetición es aconsejada.
El hombre del perrito de peluche, en broma o en serio, realizó su proeza. No solo salió a la calle, sino que provocó la risa de miles de espectadores a través de internet —es decir, ese escenario que hoy como nunca es el mundo—. El acto cómico, poderoso acto sagrado, se viralizó, actuando cual antivirus, si no del Covid-19, al menos de la angustia insalubre que su amenaza produce.
En la Era del Coronavirus las redes sociales brindan la advertencia profiláctica al tiempo que propagan el miedo (en buena medida inevitable, es cierto), pero también se abocan al humor. Hacer humor a partir del terror conduce sin atajos al humor negro. Esta variedad del humor, a menudo cuestionada desde la perspectiva del gusto, resulta vital (subráyese el adjetivo, en época de muertes). Hay temas que no admiten un trato delicado. Lo que importa respecto del humor es su eficacia, que provoque esa relajación placentera, del orden del orgasmo, con valiosas consecuencias anti-estrés y por ello inmuno-enriquecedoras, que tanto estamos necesitando.
VOLUNTAD DE HUMOR VERSUS HUMOR INVOLUNTARIO
Paralizada en mi inspiración literaria por la llegada del Corona a mi terruño, pasé los primeros días de libremente elegida cuarentena preventiva absorbiendo y procesando información sobre el Covid y aplicándola en reglas de conducta y limpieza de mi casa.
Las Noticias me causan —desde siempre— un rechazo visceral, las tareas domésticas otro tanto. El tiempo que vengo invirtiendo en la ingurgitación informativa combinada con la ejecución de medidas higiénicas amenaza con hacer peligrar la salud de mi juicio. A pesar de ello, la profilaxis viene funcionando. Si dependiera exclusivamente de la observación de las normas de prevención por parte de mi grupo de resistencia —aparte de mí, mi marido y mi hijo— y no tuviera sorpresivamente lugar algo así como el descenso de un helicóptero con infectados prófugos en el techo de casa, podríamos salvarnos.
¿Estoy exagerando? No lo sé. Están pasando demasiadas cosas raras… Y no escuché ni a Chomsky ni a Zizek salir a explicarlas. El humor propositivo —llamémosle, por oposición al involuntario— tiene todas las de perder ante el humor macabro de la fuerza de los acontecimientos. Tómese por ejemplo el pequeño país en el sur de las Américas donde cumplo mi cuarentena. La prensa internacional se hizo eco de la espectacular entrada y esparcimiento del Corona en Uruguay —¡y después dicen que en este país nunca pasa nada!—. Me refiero a la diseñadora de modas, que a poco de regresar de los países más afectados de Europa, aun padeciendo síntomas, va a un casamiento de 500 invitados. O al rugbier argentino que, proveniente de Europa y habiendo presentado síntomas, se hace un test de diagnóstico en Punta del Este, pero en vez de esperar el resultado en su apartamento viaja en ómnibus a Montevideo, después a Colonia y luego sube a un barco con más de cuatrocientos pasajeros para regresar a Buenos Aires... En un país anclado en los tres millones de habitantes, con población añosa y de tendencia suicida, ¿no se escucha acaso la risa maldita de la Parca montada sobre la criminal estupidez de los imprudentes?
TÚ ERES TU ARMA MORTAL, Y LA DE LOS OTROS…
En lo que a mí concierne, solo salgo a la calle a comprar víveres, a primera hora de la mañana. Mantengo una distancia ejemplar con los escasos humanos que me cruzo. No llego a sospechar nada de ninguno porque me concentro por completo en mi tarea a fin de realizarla con el mayor éxito al menor riesgo, lo que incluye reducir la exposición al mínimo. Nunca en mi vida me había expresado con una economía de palabras comparable. Charlar hace perder tiempo, y en el momento en que se sale al mundo empieza a correr una especie de cuenta regresiva, como la del astronauta que lleva en la espalda una cantidad limitada de oxígeno. No me detengo a discutir asunto alguno, ni siquiera presento quejas; estoy irreconocible. Es que no dejo de pensar ni por un momento que cualquier exceso en los intercambios puede llegar a resultar nefasto…
De regreso pongo los zapatos y la compra al lado de la puerta de calle, rocío todo con antiviral, incluyendo las llaves, el picaporte, el dinero y la tarjeta de débito. Avanzo hacia el baño, durita y derecha, sin tocar nada ni a nadie, respirando lo menos posible —por las dudas—. Todavía no me ducho con desinfectante, pero me saco toda la ropa y la coloco en el lavarropa, que inmediatamente pongo a funcionar, y paso toallitas desinfectantes por el pasamanos de la mampara de la ducha, el botón de la cisterna del wáter, el pomo de la puerta del baño, el interruptor de la luz y cualquier otro elemento que se me cruce. El último operativo compras me tomó casi dos horas, sin contar las otras dos horas que me llevó lavar con hipoclorito cada pieza de fruta y verdura, incluyendo papas, cebollas, bananas y tantas otras que de ordinario simplemente se pelan antes de usar.
Cuando finalmente llego a la computadora, es decir a mi ámbito natural, tengo la conciencia satisfecha de un Jason Bourne al final de cada episodio, incluso si —como le pasa a él— el peligro continúa y puede caer sobre uno en cualquier momento y hasta en el pliegue más íntimo del hogar (pese a todas las precauciones). Cuando llego a mi lugar —si es que llego— a menudo estoy tan contracturada que no soporto permanecer sentada. ¡Tanta tensión y nadie que me dé un masaje! Tras una semana de confinamiento, aun si voluntario y preventivo, mantener la cabeza sobre los hombros ya constituye un desafío.
Oscilo permanentemente entre el heroísmo y el pánico, anverso y reverso de esta pesadilla de alcance mundial —sin posibilidades de despertar—. Más allá del esfuerzo por cumplir con el rol de enlace que me he adjudicado, mi conciencia no ignora ni un minuto que la exposición al mundo me convierte en una bomba humana a punto de explotar —lamentablemente, mi mal humor lo expresa—. Y ni que hablar del mal humor en que me sume la realización de las tareas domésticas, a las que me resisto en una especie de lucha de género, pero que en el fondo me desespera por el hecho de que, ante la ubicuidad del Corona, la higiene no parece nunca suficiente, ni el esfuerzo. El tiempo de escribir se convierte en terreno ganado a un mar enloquecido, un lujo imprescindible (valga la contradicción).
Sin embargo, lo que más me está costando no es tanto soportar la angustia y su prima paranoica, ni la suspensión por tiempo indeterminado de todas mis actividades mundanas, sino la falta de contacto físico. Creo que cuando se acabe este virus voy a salir a prodigar abrazos —quedan avisados, cada uno ve si se pone en el camino o se esconde—. Me conmuevo con lo poco que tengo a la vista desde la ventana, hasta con la gata de mi vecina, paladín de la indiferencia. Cuando la observo paseando por la azotea de su casa me vienen unas ganas locas de apretujarla y la extraño como si alguna vez se hubiera dejado tomar en brazos.
Inspirada por el hermano palenciano —el hombre del perrito— agarré uno de los pocos peluches que sobrevivieron al crecimiento de mi hijo, un cocodrilo azul y naranja de unos ochenta centímetros de largo, y lo puse sobre mi mesa de trabajo. Lo miro, se podría decir que me inspira, pero evito tocarlo; luego habría que desinfectarlo y quedaría descolorido.
Continuará…