Por Sebastián Pandolfelli | Domingo 22 de diciembre de 2019 | A tres años de la partida del maestro Alberto Laiseca (1941-2016)
Es extraña la sensación de saber que ya no está. Que ya no lo puedo ir a visitar, tomarme una “copitaza” de Heineken al natural, verlo encender un Imparciales atrás de otro y soltar volutas de humo espeso entre los bigotes amarillentos. Que se quede pensativo, que no diga nada durante varios minutos y de repente empiece a tararear el himno de la URSS o que suelte sus chistes esquizofrénicos, mientras putea porque odia hacer trámites o porque la gata se mandó una cagada. Es extraña su ausencia, esa que de a poco va cobrando una dimensión real. Tan real que me parece delirante.
Se fue Lai al otro mundo, donde espero que contrariamente a lo que él pensaba, haya “tetas y cerveza”. Espero que allá esté charlando con alguna máquina parlante para que lo acompañe en su cruzada contra los “chichis”. Y que cada tanto se haga un paseíto astral.
Se fue, pero nos dejó todo: su inmensa obra y sus enseñanzas. Laiseca fue un Maestro más allá de lo literario. Ese gigante de bigote nietzcheano dedicó su vida entera a crear una obra y la mejor manera de recordarlo es leyéndolo.
El Mostro, el Conde Drácula de Camilo Aldao, fomentaba la creatividad de cada uno de sus discípulos según su estilo sin pretender que escriban “correctamente”. El tipo lograba con el tiempo que cada alumno sacara su propia voz narrativa. Todo a fuerza de trabajo y paciencia. “El que se queda, gana” solía decir a los primerizos del taller. Y después otra de sus máximas: “Para llegar a escribir bien hay que leer más, escribir más y vivir más”. Él lo puso en práctica toda su vida. Y escribió historias maravillosas y delirantes. Inventó un estilo único haciendo hincapié en la desmesura y el humor, y generó fieles seguidores.
Hay cuentos y relatos que permanecen con uno. Aunque no se los recuerde tal cual, nos queda la sensación del placer que nos invadía durante la lectura. Y armamos en la memoria una versión propia. Nos apropiamos del texto. Eso me pasó con “Los santos”, uno de los cuentos de su libro Gracias Chanchúbelo. Yo creí que lo recordaba. Y al releerlo, hace poco, me llevé una grata sorpresa: era mejor aún de lo que la memoria me dictaba.
En el cuento, los “santos” son hombres que desarrollan tareas imposibles sabiendo que nunca las van a completar o que van a dejar la vida en ellas. El Estado arma una ciudad donde aloja a estos locos que dedican su tiempo a estudiar una carrera tras otra, a rezar, a meditar, al ascetismo, a escribir todos los números primos, a construir una réplica exacta de la muralla china o de las pirámides, y los que yo más recordaba: los cultores de la planta Tulasi.
El culto de verdad existe, pero es otra cosa. Tulasi es una suerte de albahaca sagrada que se venera en la India. Pero Lai inventó su versión particular, fiel a su estilo, delirante: el maestro toma una semilla, cierra el puño y no lo abre nunca más. Se venda la mano y se queda sentado meditando con el brazo extendido durante años hasta que la semilla, echa raíces y se convierte en parte del árbol Tulasi. Durante ese tiempo su discípulo le lleva agua y comida y medita con él.
Hay un texto de Fogwill en Los libros de la guerra en el que habla de este cuento y lo reescribe a su manera, inventándole un final, haciendo caso de la consigna que el propio Lai soltó en su ensayo ¡Por favor plágienme!. En la versión de Fogwill cuando el Maestro muere y se convierte definitivamente en árbol, cae una semilla, el discípulo la toma y re comienza el culto.
Creo que un cuento como “Los santos” es genial por eso. Porque más allá de cualquier pirotecnia verbal o de la utilización de las palabras en sí, el autor logra que la esencia del relato se quede con el lector para siempre.
Para mí Laiseca es un árbol Tulasi que dejó muchas semillas. Ojalá con el tiempo pueda estar a la altura para que esa semilla que me dejó empiece a brotar.
Van tres años sin Lai.