Por Enrique Medina | Página/12 | Contratapa | Jueves 17 de octubre de 2019
“¡Mi linda calle Corrientes!, sos de todos y de nadie”, así le cantaba con admiración el poeta popular Héctor Gagliardi, cuando ya la habían ensanchado. El tango, y artistas de toda índole, también la agasajaron con entusiasmo. Roberto Gil, en su programa radial de los '50, le acuñó aquello de “La calle que nunca duerme”, copiando sin rubor la sentencia que desde los '20 ostenta la avenida Broadway de Nueva York. Ahora Corrientes acaba de ser remodelada nuevamente. ¿Hasta cuándo?... No se sabe. Podría ser que en el futuro nuevas autoridades, con distintos gustos estéticos agreguen o quiten suplementos para “embellecerla” aún más, según ellos crean. Por eso es de todos y de nadie. Está a mano, se ve, y puede “venderse” para ganar simpatías sin que nadie se oponga. Esta calle siempre se caracterizó por tener zonas únicas que los porteños transformaron en íconos: el teatro “Tronío” pasando Florida; el “Trust Joyero” mirando el Obelisco; llegando a Callao el “Cinelandia”, metido en su cueva y exhibiendo el descaro en afiches y dibujos pecaminosos; y entre muchos cines y teatros, el cine “Lorraine” administrado por el legendario Alberto Kipnis. En verdad, la calle Corrientes pertenece a lo que le insufla vida y la hace trascendente: bares, quioscos, restoranes, bailongos quedados en el recuerdo, pizzerías, teatros, cines, y por sobre todo las librerías. En los años '60, el Lorraine albergó a todos los que, bañados de exigencia y anti convencionalismos, conocimos lo mejor del cine europeo, ruso, japonés, y Eisenstein, Bergman, cortometrajes nacionales que en ningún otro lado se podían ver, el primer Fellini, la nueva ola francesa, etcétera... También funcionaba allí el cine club Núcleo dirigido por los amigos Salvador Sammaritano, Héctor Vena y Víctor Iturralde Rua. Quien más quien menos abrevaba lo que podía para lograr integrarse al nuevo tiempo que se pronosticaba con furia. En la vereda y a las puertas del mismo Lorraine, casi molestando, había un quiosco algo cansado que exhibía muy poco de lo consabido en los otros, pero sí mostraba, y mucho, lo que los habitués al cine reclamaban: libros de todo tipo, ensayos, panfletos, semanarios políticos de diferentes sectores, revistas literarias, y más. Yo andaba sin trabajo. En el quiosco se veía un libro que Federico Nieves, el fundador de la asociación “Cine-Experimental”, me había recomendado: “Reflexiones sobre la violencia” de Georges Sorel. Pedí permiso, lo tomé y pasé las hojas, miré el índice y pregunté el precio. Caro, para mis bolsillos vacíos. Dejé el libro en su lugar y seguí echando una mirada panorámica sobre el resto de lo expuesto. Me iba a ir ya, cuando el quiosquero me dice que me hacía un descuento. Lo miré con una sonrisa que, al tiempo que agradecía, confesaba no tener un peso. Y fue que apareció un amigo y me invitó a tomar un café. El quiosquero, por carácter transitivo entendió que si yo era amigo de alguien que él conocía, bien podía confiar en mí; así que me dijo: Llevalo, forralo para que no se ensucie; cuando lo terminás me lo traés. Y claro, nos hicimos amigos. Tomando un café en el bar La Paz me dijo que fantaseaba con tener una editorial. Él se llamaba Pedro Sirera. Había nacido en Murcia en 1939. Cuando la guerra civil española apretó, el padre lo mete en un barco y llegan a la Argentina. Trabaja en la planta Ford de La Boca. No se conforma con vivir de un sueldito. Coloca un tablón sobre ladrillos y vende diarios. Luego, con suerte y esfuerzo consigue establecerse en la vereda del Lorraine. La gente, que entonces cuestionaba todo, integra el quiosco al cine. Le va bien y alquila un local muy pequeño, pegado al cine, en realidad era un quiosquito de caramelos y cigarrillos que él convierte en librería. Se casa con Nita, la chica que conoce en el tren que lo trae al trabajo. Lleno de ilusiones pone dinero para una revista de cine que sólo tira cinco números. Con los años se anima a un local más grande y allí afianza la librería donde hoy sigue en pie. En una Navidad, sufre un asalto en el negocio. Para prevenirse trabaja mucho y ahorra en una caja de seguridad de un banco. Pero un día la abre y está vacía. Es tan tremenda la sorpresa que le repercute brutalmente. Los médicos le diagnostican “Parkinson atípico”. No hay medicación específica. Le hace juicio al banco. Como la medicina no logra nada, la familia recurre a todo, homeopatía, cannabis desde Uruguay. La enfermedad lo va dominando feo. La rigidez en los músculos le dificultaba hablar e ingerir alimentos. Tampoco puede vestirse. Se agrava más cuando la justicia se lava las manos y el banco queda libre de culpa y cargo. La última vez que lo vi, él estaba en silla de ruedas y ya concurría poco a la librería. No podía hablar porque los músculos le respondían cada vez menos. Apenas regreso de un viaje voy a verlo y me entero de su muerte. Del mismo modo que muchos otros libreros que la yugaron desde abajo, como Manuel Pampín, Julio Alonso, Hugo Levín, Alejandro Russo y tantos más, Pedro Sirera fue toda una alegoría en el mundo de los libros. Y para ratificarlo, allí está, con las tapas de los ejemplares pavoneándose a la intemperie, la librería Lorraine, como un distinguido símbolo emplazado en plena avenida Corrientes, orgullosa de haber sido erigida por un inmigrante que buscó superarse, colocando un tablón sobre ladrillos para vender diarios.