Por Enrique Medina, Página/12, 19 de junio de 2017
Leíamos las historias de Salgari con la misma ferocidad que engullíamos el desayuno. El “Poste” Salgaro formaba con los grandes pero se lo consideraba algo “lelo” o raro porque no hacía deportes ni se metía en grupos, sólo leía. Y como nosotros también leíamos, aunque integrábamos la formación de los chicos, él se avenía a tomar mate con nosotros en el techo de la chanchería. Era especialista en Salgari. Afirmaba que su apellido había sido deformado al inscribirlo mal cuando su familia ingresó como inmigrante y que él era descendiente directo de Salgari, por lo que tenía la obligación de tener en orden todos los libritos y revistas con las aventuras de su glorioso antepasado. Cada uno de nosotros tenía su propio rubro para mercantilizar esas publicaciones. El Juanca tenía la colección de “Rayo Rojo”, Corito, el “Intervalo”. Yo, el “Patoruzito”. Y así. Los muchachos más grandes coleccionaban policiales a los que yo iría a llegar algún día. Los más inteligentes leían libros de muchas páginas “más difíciles de leer”. Incluso había un gordo que guardaba novelitas de amor. Esos libros y revistas se alquilaban. Nos las alquilábamos, o hacíamos canje. El alquiler era elástico, se hacía a dos días de devolución. Dependía del material. Más se tarda en leer un librito que una revista, y eso se tenía en cuenta. El alquiler dependía del valor de la revista. Yo alquilaba el “Patoruzito” a cinco centavos y hacía mis diferencias. Había otros muchos negocios, bolitas, objetos personales, naipes, dados, cigarrillos, pelotas de goma, golosinas y más, pero el de las revistas era el más común. El “Poste” Salgaro era realmente un poste porque mantenía su estatura y delgadez en perfecto congelamiento. Desde su categoría nos daba sus clases y nosotros escuchábamos como en misa. Sabía decir y sabía mantener el interés. Lo escuchábamos tomando mate amargo. Él hablaba de Salgari y sus mil personajes. Enhebraba las historias y los personajes. Y hasta creo que las enriquecía. Una vez el Juanca le dijo medio en broma y mucho en serio que bien se veía que era de la familia porque sabía todo del escritor. Y vimos que se emocionó. Nosotros nos hicimos los giles y prendimos unos puchos. Él salió de su congelamiento y volvió en sí revelando a su glorioso tatarabuelo. Y ahí fue cuando nos dijo: “No fue feliz…” Nos quedamos sorprendidos y esperando. Hubo un silencio lungo. Él, esperando a ver si nosotros éramos lo suficiente inteligentes como para darnos cuenta de la indicación extraordinaria que nos había hecho, y nosotros esperando que continuara para entender eso que, de verdad, nos sonaba a “otra cosa”, ¿qué es eso de la felicidad...? Esas cosas o no las conocíamos o no las entendíamos, sí era una palabra que seguramente habíamos usado por repetición, pero como tantas otras, así que seguimos chupando mate y él continuó dando su clase magistral, insistiendo: ¿Saben ustedes que significa la felicidad...? Nos miramos pensando que le estaba patinando un ratón dentro del marote. Sólo conocíamos el pasarla bien y pasarla mal. La palabra felicidad nos sonaba a iglesia, a pensamiento más complicado que hacer un gol de media cancha. Se dio cuenta de que éramos unos ignorantes, pero lo mismo siguió en lo suyo: “La felicidad es el máximo tesoro al que puede aspirar un hombre”. Logró ruborizarnos. Pero enseguida nos tranquilizó cuando volvió a entrarle a la vida del Salgari tatarabuelo: su lucha por triunfar, que había sido marinero de jovencito, que en realidad las historias que había escrito él mismo las había vivido; que había publicado unas cien novelas y miles de cuentos sobre exóticas aventuras, que Sandokán, el tigre de la Malasia, era un príncipe que resistía al colonialismo inglés, que escribió una novela de ciencia-ficción: “Las maravillas del 2000”, que como no existían los derechos de autor los que editaban sus libros eran unos hijos de puta porque no le pagaban y lo hacían trabajar hasta que fue perdiendo la salud. Y por si fuera poco, lo peor había sido que su mujer, una loca enferma de pijas ajenas a la que tuvo que internar en un loquero, le había cagado la vida hasta llevarlo al suicidio; y que en realidad era una familia de suicidas vocacionales, porque se había suicidado el padre, luego él, y después los dos hijos. El Juanca cebó el mate y se lo alcanzó diciendo: “mierda ¡pobre tipo! y eso que era un escritor”. Influidos por los maestros de la primaria para nosotros un escritor estaba en un escalón de privilegio libre de las pequeñeces cotidianas, así que nuestros ojos se asombraron doblemente. Y ni hablar cuando nos explicó cómo se había suicidado. Se hizo el hara-kiri, nos dijo como si supiéramos. Para nosotros era una palabra desconocida que aprendíamos a las apuradas de acuerdo a los acontecimientos; como la palabra kamikaze, que recién había aparecido y los grandes las leían en los diarios y nos decían que eran los japoneses que en la guerra mundial que había terminado, por amor a la patria estrellaban sus aviones contra los barcos enemigos. Casi sádicamente, el “poste” Salgaro nos explicó con lentitud cómo se debía hacer el hara-kiri, que había que hacerlo en cruz pensando que era el vientre de otro, mejor el enemigo, y no el de uno, y que había que mantener la respiración invocando a los dioses y la mar en coche, mientras sin chistar se hacía un corte horizontal seguido de uno vertical destrozándose uno las tripas. El agua se enfrió y volvimos a calentarla en el “Primus”. Eso significó un recreo en la admirable clase del “poste” Salgaro. Luego guardamos todo y fuimos a jugar a la pelota. A la noche yo me acostaría habiendo aprendido que los escritores no eran tan envidiables como yo creía al dejarme maravillar por sus historias. A Corito le impresionó mucho la palabra “hara-kiri”, la decía de continuo, como si fuera una palabra con filo y en punta. La que a mí me había sacudido fue “felicidad”. Yo no podía entender cómo, un escritor que tenía tanta capacidad para hacerme vivir infinitas aventuras, de las que yo sabía estaba exento y limitado, se hubiera tenido que matar por no haber alcanzado la felicidad. No entendía cómo esas cosas podían pasarle a la gente grande e inteligente. Al entrar en formación al comedor, Corito bastante inquieto me preguntó: “Che, ¿vos creés que el Poste puede llegar a suicidarse?... Como dice que desciende de una familia de suicidas, digo…” No respondí, pero ahí entendí la importancia de la palabra “felicidad”…