Gran cantidad de lectores en el Bucanero Bar de Viedma. |
Lupe Tolosa lee y Pablo Tolosa escucha atento. |
Por Lupe Tolosa
El verano no había terminado, pero aún así ese día cuando entré caminando a la librería, noté que la brisa helada que me tocó la espalda era tan fría como para poder traspasar mis huesos. Miré por la ventana y el cielo estaba completamente nublado, todo indicaba que iba a llover.
Ya sabía que tenía que retirar los libros del colegio, pero no me resistí a esconder entre los manuales alguna que otra de las novelas que me gustaba leer. Esas novelas de amor que te hacen creer que algún día todos nos vamos a cruzar con el amor de nuestras vidas, y que va a existir alguien que con sólo mirarnos nos haga felices. Esto sucede hasta que quitamos los ojos del libro y empezamos a ver aquello tan duro y frío que todos llaman “realidad”.
A pesar de mi incredulidad en el amor, la novela me atrapó. Nunca me gustó el frío, pero decidí sentarme en la plaza del centro, en el banco que estaba más cerca de la esquina, ese solitario el que habitualmente vemos a las personas que se interesan demasiado en la vida del resto, y les gusta escuchar las conversaciones de aquellos que pasan. Mi objetivo no era precisamente ese, sino más bien ignorar la realidad y sumergirme en las páginas.
La protagonista estaba sola, perdida, hundida en el pesimismo, hasta que comenzó a llover. Él la vio sola y con la mirada la invitó a pararse juntos bajo su paraguas. Un verdadero cliché.
No entendí cómo hicieron para enamorarse tan rápido. Será lo que ella sintió cuando él la miró, o tal vez que nunca nadie había hecho algo así por ella. Sólo la había rescatado de la lluvia, sólo había evitado que su novela se moje. No me parecía gran cosa hasta que lo vi a los ojos. Él había logrado que yo me enamore bajo un paraguas al lado del banquito de la esquina de la plaza.