El repartidor de diarios
Marcelo Guerrieri
Ilustración: Fernando Sawa. |
Aunque se lo han explicado mil veces —que el eje de la tierra, que el verano nórdico— no termina de entender cómo puede ser que haya sol a las tres de la mañana. En invierno va a ser al revés, le dijeron, todo de noche; pero le cuesta imaginarlo.
Ya el aire fresco en la cara le espanta la modorra. Entra en el sendero que atraviesa el bosque. Ese pedalear entre los árboles, el olor a pasto mojado por el rocío, la luz tenue, todo eso le hace sentir que está de paseo y que todo puede ser hermoso y limpio, como había soñado al dejar Buenos Aires; un conejo blanco se espanta cuando sale del sendero hacia la calle: corre en zigzags nerviosos y desaparece tras un matorral de flores amarillas.
Mientras avanza despacio por las calles vacías en dirección al centro lo invade una angustia repentina porque sabe que después del trabajo, después de la siesta, la tarde se le hará interminable. Aunque está contento con esa ciudad preciosa y su trabajo, a pesar de que la gente allí es amable, aún no ha encontrado la forma de intimar y hacer amigos.
Pedalea más fuerte y se da envión para cruzar el puentecito de madera. Del otro lado del río, un chico rubio que viste una remera manchada bajo las axilas lo espera de brazos cruzados.
Después de las presentaciones caminan hacia un garaje de baldosas rojas. En silencio cargan el carrito de los diarios —el periódico local al frente, el de tirada nacional detrás— y anotan en el libro de clientes los cambios que llegaron en la hoja de novedades.
—Es un buen distrito —le anuncia su compañero (primero en sueco; después, al notarle el desconcierto, en inglés)—: Con práctica lo terminarás en hora y media. Todos edificios. Todos con ascensores.
Entonces recuerda con nostalgia su distrito anterior. Casas bajas, amplios jardines, largas caminatas silenciosas en la mañana desierta. Asiente, sonriendo a su compañero, y empuja el carrito ya cargado a través de la calle paralela al río.
—Me olvidaba —le dice el rubio—. Algunos códigos no funcionan a esta hora de la madrugada —y sacude un manojo de llaves que él recibe al tiempo que comenta que prefiere no hablar en inglés y practicar el idioma. El otro dice ok y marca el código en el panel de la puerta del primer edificio.
Durante el recorrido caminan despacio. Hablan poco. Como si algún ser diminuto le dictara al oído, su compañero va metiendo los diarios en los buzones sin consultar el libro de clientes.
A la hora, el rubio le desea buena suerte y se despiden con un correcto apretón de manos. Entonces comienza su deambular solitario por pasillos y escaleras.
Frente a cada puerta, lee el apellido en la placa de metal y consulta el libro de clientes: si el nombre coincide, mete el diario en el buzón; si no, sigue de largo.
Pero a medida que avanza la mañana, en ese encierro gris, lo va invadiendo el recuerdo de otro pasillo: cuadrados de mármol blanco, cuadrículas de bronce, el cementerio de la Chacarita, el nicho donde descansan los restos de su padre… se sacude, espantado por una presencia a su costado: un arbolito artificial dentro de una maceta enorme. Y cada nuevo edificio lo recibe con su aséptico silencio, la gente dormida detrás de las puertas, los quejidos del ascensor amplificados por la quietud. Después, subir encerrado, hasta el último piso, bajar las escaleras, atento a las placas de metal; meter un diario en la ranura, una puerta abriéndose detrás —quizá alguien se haya despertado—; el piso de abajo huele a desinfectante de hospital, el ascensor chilla cuando llega a planta baja. Se mira en el espejo y limpia el sudor de su frente. No le gusta para nada lo que ve. La remera transpirada y sucia.
En el siguiente edificio, cuando sale desde el ascensor hacia el pasillo, lo sorprende la puerta de un departamento abierta, la habitación a oscuras.
Deja el diario sobre el piso y va bajando la escalera cuando siente un portazo a sus espaldas. Se asusta, tropieza, quiere tomarse de la baranda pero tiene la mano ocupada con los diarios y todo se desparrama sobre la escalera; la frente le pega de canto contra la baranda y lo último que oye son las hojas de los diarios sacudiéndose en el aire.
Después, una humedad en la mejilla, el sabor amargo en la boca. Un conejo blanco le olfatea la frente. Los dos retroceden, asustados. El conejo se resbala y cae por el hueco de la escalera. Lo ve sacudiéndose, en caída libre. Después el golpe sordo.
Se toca la cabeza: no hay sangre pero sí un chichón y ese dolor agudo. Recoge los diarios y baja la escalera hasta planta baja. El conejo no está por ningún lado pero hay manchas de sangre sobre los escalones que bajan hacia el sótano.
Sale a la calle. Empuja el carrito hacia el siguiente edificio. A mitad de camino se detiene a masajearse la cabeza: el dolor va bajando, por suerte, se dice, mientras estudia la vidriera del negocio que tiene enfrente.
Al principio no le queda claro qué es lo que venden allí. Hay muebles más bien antiguos, largas mesas con vajilla fina; sobre un estante espejado, una multitud de animales de porcelana.
Los tamaños no guardan proporción y esto hace que la colección de porcelana tenga algo de monstruoso. Hay dos elefantes rojos del mismo tamaño que una ardilla que sonríe; detrás, un caballo recostado sobre el vidrio mucho más grande que una jirafa rodeada de monos; un alce de largos cuernos vidriados, peces, una foca… Pero lo que más le llama la atención es un enorme conejo blanco, erguido sobre las patas de atrás. Sobre la panza reposan las patas delanteras entre las que asoma un cuchillo sin empuñadura, más bien un escalpelo o un bisturí.
Desde el río le llega un ruido acuoso entremezclado con un chillido, un chapoteo. Sobre la baranda del puente, reposando en las maderas barnizadas, una paloma se picotea las alas. Frente a ella un pato aletea sobre el agua del río; alzando el cogote, alardeando de sus plumas, lanza graznidos cortos hasta que se sumerge de golpe.
A seguir, se dice, y empuja el carro hasta el siguiente edificio.
Entra con los diarios apilados sobre el antebrazo y sube en ascensor hasta el último piso. Desde la ventana del pasillo mira hacia fuera: en el corazón de la manzana, rodeado de sauces, distingue un edificio antiguo con una gran cúpula vidriada. Se pregunta quién será el encargado de repartir allí, le extraña que no forme parte de su recorrido; mejor, se dice, y fantasea mientras baja la escalera: capaz que ahí no leen el diario —cuatro periódicos en el tercer piso—, o es un edificio abandonado —tres en el segundo—, o de analfabetos —ninguno en el primero— o un edificio de ciegos; final del recorrido.
Empuja el carrito vacío hasta el garaje de las baldosas rojas. Lo estaciona en un rincón, entre bicicletas y coches de bebé. Cuando se agacha para ajustar el candado a la reja, lo sorprende un diario sobre el piso.
Si de algo está seguro es de que ese diario no estaba allí cuando empezó su recorrido. Lo recoge, maldiciendo este último encargo que no hace más que retrasarle la hora de la siesta. Lo desenrolla. Estudia la portada: Animalia dicen las letras rojas sobre la imagen de un perro labrador. En una esquina, fotos de aves, con un titular que alcanza a traducir como: ¿Pueden los animales entender lo que decimos?
Un trozo de papel, adosado al diario con un clip, tiene una dirección impresa y la palabra källaren —subsuelo— en lugar del nombre del cliente.
Se dirige al edificio, cargando sólo el diario. Ya dentro del ascensor, recorre con los dedos las teclas de metal; pero en el lugar del botón del subsuelo hay una cerradura plateada. Saca el manojo de llaves y prueba más de la mitad hasta que da con la que calza.
La hace girar.
El ascensor se sacude.
Y desciende.
Ha bajado tres pisos cuando la puerta se abre y sale hacia un pasillo angosto. El ascensor se cierra a sus espaldas. Todo es oscuridad mientras los ojos se van acostumbrando a la penumbra bordó que surge desde las lucecitas de los interruptores.
Aprieta el botón que tiene más cerca. Los focos del techo se encienden de golpe. El pasillo es larguísimo, de paredes blancas. Ya está bien, se dice; no piensa atravesar ese pasillo.
Acaba de dejar el diario sobre el piso cuando lo sorprende el ruido del sistema de apagado automático de la luz. Es un tac-tac repetitivo y seco. La frecuencia de los golpecitos eléctricos se acelera a medida que se acerca el momento de la oscuridad. Y el golpeteo resuena en contrapunto con su respiración, que se agita, mientras busca el botón para abrir el ascensor y no está por ningún lado. Patea la puerta, intenta forzarla. El ritmo acelerado se acalla de golpe. La luz se apaga.
Se dice que seguro al final del pasillo, la salida de emergencia… arrastra los dedos por el piso rugoso, algo suave y caliente le toca el revés de la mano. Pega un salto y se repliega contra la puerta del ascensor; un murmullo, algo le toca la pierna. Salta hacia el interruptor y enciende la luz de un golpe.
Parados sobre las patas traseras, una multitud de conejos blancos lo mira con ojos rojos; congelados, fruncen nerviosamente las narices, se rascan los bigotes. El tac-tac se calla. La luz desaparece. De pie pero detenido como un cuerpo muerto siente el refriegue en los tobillos. Aprieta el botón rojo. Entre esa masa blanca y movediza que no para de crecer sólo quedan unas pocas manchas de suelo gris. El tambor calla de golpe. La luz vuelve a apagarse. La enciende. Conejos blancos sobre conejos blancos, se pisotean, escalan, inundan el pasillo. La luz se apaga. El aire es un cuchicheo sordo. La oscuridad amplifica el murmullo algodonado.