Por Enrique Medina, Página/12, 4 de enero de 2018
Antonio Di Benedetto había sido encarcelado el mismo día que los militares destituyeron a Isabel Perón. Ésta, engañada por las esposas de los jefes del golpe que la halagaron y convencieron para hacer un paseo en helicóptero, sin darse cuenta se vio depositada en la prisión antes de que la bruta realidad le cayera como adoquín en la cabeza. Aunque se dice que el motivo de la detención del escritor fueron sus notas políticas en el diario Los Andes de Mendoza, él sospechaba de una venganza personal del jefe de policía. Luego de casi dos años de torturas y cuatro amagues de fusilamiento, fue liberado y expulsado a Europa gracias a las gestiones de la pintora Adelma Petroni, Ernesto Sabato, Mujica Lainez, Victoria Ocampo, Bernardo Canal Feijóo, y el premio Nobel alemán Heinrich Boll. El creador de la genial novela Zama (1956) deambuló sin éxito por París y luego se instaló en España. No las pasó bien, pero sí fue reporteado en televisión por el periodista Joaquín Soler Serrano en su prestigioso programa “A Fondo”. Por ese espacio habían pasado Salvador Dalí, Borges, Octavio Paz, Fellini, Carpentier, entre otros indiscutibles. En el reportaje se lo ve bien, aunque algo dubitativo, disimulando con ironías que el conductor no captaba. Llegada la democracia, en 1984 Miguel Briante me llama por teléfono; regresaba Di Benedetto y había que ir a recibirlo a Ezeiza para luego llevarlo al Centro Cultural General San Martín, así que él estaba juntando gente para homenajearlo con un abrazo de las nuevas generaciones. Fuimos cuatro, nosotros dos, Piglia y Dal Masseto. Llegamos y nos encontramos con Nicolás Sarquís que lo había hospedado en su casa de Madrid durante el exilio. Por fin apareció él. Miró a una bella muchacha y se quedó paralizado. Era su hija. Dijo para sí: “dejé una niña y me encuentro con una mujer”. Profundamente conmovido, se puso a llorar. Solamente una cámara estaba allí dando testimonio del hecho. Era la del canal 13 (salvo que se me haya pasado, estuve atento mirando los noticiarios pero nunca vi la nota). Nos presentamos saludándolo con respetuoso afecto. Me cacheteó amistoso y me dijo: “Yo te leía en la cárcel”. Del aeropuerto partimos directamente al Centro Cultural San Martín donde se le harían los honores del caso. Se sintió reconocido y feliz. Hubo festejos y chocar de copas. Imposible imaginar que ese día sería sólo una ilusión. A la euforia siguió el áspero olvido. Nos reuníamos en el bar de Las Heras y Pueyrredón. A Di Benedetto le gustaba mucho el cine. Su cuento “Declinación y ángel” es por poco un guión cinematográfico. Lo llevé al Cine Club Núcleo. Salvador Sammaritano, alma-mater de la entidad y gran amigo, lo hizo “socio honorario”. Así que nos reuníamos allí una vez por semana. Veíamos películas curiosas (una de Jean Genet, “Un chant d’amour”), viejas del cine norteamericano en blanco y negro, Chaplin, los rusos, y también mucho cine nacional, del viejo y pre-estrenos. Como también yo era amigo del “Mono” Villegas, se lo presenté. El genial pianista de jazz, por supuesto también era “socio honorario” del cineclub (Sammaritano nos hacía “honorarios” a todos los que nos equilibrábamos en el arte). Muchas veces los tres salíamos de la función e íbamos a comer. Ninguno de nosotros andaba económicamente bien, así que, por lo general, pagábamos “a la romana”. Luego de escuchar al “Mono” Villegas decir que su mesita de luz era un cajón de manzanas, Di Benedetto sonrió satisfecho: “Vaya, entonces yo no estoy tan mal”. Él, por razones de austeridad del gobierno, había sido alejado del puesto de asesor de la Dirección Nacional del Libro. Vivía de un sueldo limitado cumpliendo horario en la Casa de la Provincia de Mendoza. Vino a mi Taller Literario y lo pasó muy bien charlando con los integrantes. Era muy reticente con su feo pasado. Una noche los llevé a un boliche en el Bajo que yo conocía gracias a Denevi y Villordo. Lo manejaba con precisión una bella mujer. Se decía que en el piso superior, donde vivía, ella cuidaba a su marido paralítico que en tiempos mejores había sido un célebre cantor de boleros e incluso había filmado algunas películas. Esa noche la mujer lo reconoció al “Mono” Villegas (era difícil desconocerlo) y le dijo que el piano estaba a su disposición. Fue memorable. Éramos muy pocos los clientes. El “Mono” estuvo inspiradísimo, o por gracia de Dios o por los whiskys acumulados. Pero el resultado fue que nos llevó a pasear por las azules galaxias ad-eternum. Cuando le dije a Di Benedetto que me iban a reeditar Transparente, me pidió hacer el prólogo. Fui al editor Julio Alonso y le dije del ofrecimiento. Para el caso, Josefina Delgado estaba preparando otro texto. El editor no mosqueó: “Habrá un prólogo y un texto crítico”. Santa solución. En el prólogo, Di Benedetto mencionaba a Dostoievski y yo le hice la salvedad de que me parecía algo exagerado. Se emperró. Además de dejar esas líneas agregó otra afirmando su parecer. Lo mismo que Bioy, fue negligente en su casa y al subir a una silla para alcanzar un libro del anaquel alto, cayó y su cabeza golpeó tan feo que lo llevó a morir de un derrame cerebral el 10 de octubre del 86. Había nacido el 2 de noviembre de 1922. Fui al velatorio realizado en la SADE (Sociedad Argentina de Escritores). Me conmovió una joven mujer de pelo crespo llorando en silencio. Lloraba fuerte en su interior, como un volcán antes de estallar. Di Benedetto murió esperanzado: el proyecto de Nicolás Sarquís de filmar su Zama lo mantenía optimista y en paz con el mundo, que tan mal lo había tratado. Pero Sarquís murió sin poder llevar a cabo el proyecto. Por suerte, al ver el film Zama, pienso que Di Benedetto disfrutando su pos-reconocimiento, su pos-felicidad, cambiaría el desgarrado final de Zama, que a él lo caracterizó en vida como un nihilista desgajado:
“Él me contemplaba. No era indio. Era el niño rubio. Sucio, estragadas las ropas, todavía no mayor de doce años. Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido de nuevo, cuando pude hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de padre: No has crecido. A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo: Tú tampoco”.