Recientemente publicada por la editorial Muerde
Muertos, Beber en rojo, de Alberto
Laiseca, es, a mi
ver, una de las obras capitales de la actualidad para reflexionar sobre el
valor y la naturaleza del arte (y no sólo del literario).
La novela (que es una reescritura del Drácula, de Bram Stocker) cuenta la historia del encuentro en pleno
siglo XXI entre un Jonathan Harker bastante cándido pero reiteradamente
inspirado por la Musa, y un Drácula monstruoso pero no abominable. Dividida
claramente en tres partes, la primera de ellas relata la llegada del inglés al
castillo de Drácula en los Cárpatos; la segunda consiste en un ensayo que
Jonathan Harker escribe inspirado por Drácula sobre “La importancia del
monstruo en el arte ”;
y la tercera relata la historia sobre cómo la maldad sólo puede ser redimida
por el amor. Un breve epílogo cierra la narración.
Adrede no me he adentrado en el detalle de los hechos para
no arruinar al lector el placer de la sorpresa. Y porque lo que más me interesa
es, como dije al principio, profundizar sobre lo que esta obra nos aporta para
reflexionar sobre el lugar del arte en nuestras vidas.
El mismo Laiseca explicó, en otra oportunidad, cómo su “realismo
delirante” “sirve para distorsionar y producir efectos que amplifican o
disminuyen determinadas zonas del pensamiento y del sentir para que las cosas
se vean mejor”. Eso me recuerda a Juan Bautista Alberdi cuando señalaba que
algunas verdades, para que sean comprendidas, deben ser explicadas de forma
exagerada.
Desde un punto de vista filosófico, aparece en primer lugar
una toma de postura clara por parte de Laiseca: las cosas sólo existen en tanto
son “expresadas” (ps. 41 y 61). En la tradición central de occidente ese
concepto implica la inseparabilidad de “forma” y “sustancia”. Los entes, las
cosas que existen, incluidos los seres humanos, tienen una sustancia, algo que
los hace ser lo que son, una esencia, pero esa esencia existe sólo de la forma
en que se expresa, en que se hace presente en la realidad.
Cuando Laiseca se explaya sobre “la importancia del monstruo
en el arte ” no
se refiere, en rigor, a lo que habitualmente se entiende por “monstruo”: una
criatura de formas horrorosas o exageradas que causa espanto a quienes la ven o
entran en contacto con ella; sino a un ser “único en su especie” (p. 63) (un
ser “sui generis”, diríamos los abogados). La capital importancia que Laiseca da
a estos seres no radica simplemente en que causen miedo, sino en que nos ayudan
—en su exageración y desmarco de nuestra cómoda visión cotidiana de la vida— a
percibir la —y perdóneseme la redundancia— la verdadera realidad (aunque sea un
poco, aunque sea el comienzo de un larguísimo camino que probablemente nunca
concluyamos; sea porque no hemos podido seguir adelante con nuestros humildes
medios, o porque la parca nos lleve antes de llegar al final). Hay que
golpearnos fuerte para que podamos percibir la Realidad detrás del velo de
nuestra inclinación hacia dentro de nosotros mismos. Hay que sacarnos de
cuadro, tirarnos fuera del marco cotidiano en el que vivimos nuestras vidas sin
ver la realidad; mirándola a las apuradas pero no viéndola. Y quien quiera
lograr eso a través del arte, sólo puede hacerlo, como se ha dicho, golpeándonos,
como una cachetada que se le da a una persona que ha perdido la consciencia o
el control de sí mismo. Y los monstruos sirven para eso. Es esa la razón por la
cual son tan importantes.
Es cierto que Laiseca juega a lo largo de toda la obra con
la ambivalencia que más arriba he advertido sobre la palabra “monstruo”, ¡pero
es sólo un juego! (o al menos así lo tomé yo). Precisamente, una de las cosas
que se destaca en esta novela y otras narraciones del autor, es la presencia
del plano lúdico de la vida. Laiseca no deja de jugar, aún cuando esté
escribiendo una historia de horror o de aventuras.
Admito que todo lo anterior es sólo “una” interpretación de
la obra. Es la que yo he hecho y aquí comento. Ello no descarta, desde luego,
que otros lectores hagan una lectura diferente —e igualmente válida— del libro.
No quiero finalizar sin antes agregar unas palabras sobre la
tercera parte de la novela. Porque de allí surge una cosmovisión muy importante
del autor; y que es la siguiente: aunque el mal tenga una especie de fuerza de
gravedad a la que
ninguno de nosotros puede sustraerse, hay un acto de nuestra voluntad, y sólo
uno, que nos permite evitar caer en ese “lado oscuro”, o regresar de él: el
amor.
Muchas otras cosas deliciosas tiene esta novela, muchas “joyitas”,
pero es prudente que me detenga aquí. Para no agobiar al lector y para darle la
oportunidad de gozar descubriéndolas por su propia cuenta.