Reseña de Muerde muertos (quién alimenta a quién...), de Carlos
y José María Marcos (Muerde
Muertos , 2012). Escribe Tomás Downey para Pura Incertidumbre
Todo parece indicar que la novela es un regreso al género
clásico, al estilo de El Club Dumas,
de Pérez Reverte, pero es mucho más que eso. Muerde
muertos , cuyo subtítulo es (quién alimenta a quién...), es un texto que, sobre la base de una
trama de intrigas, pone en cuestionamiento su propia maquinaria narrativa con
personajes y hechos que se contradicen constantemente, rompiendo así la lógica
del relato lineal en el que una pista lleva siempre a otra. La realidad de lo
narrado es puesta en duda una y otra vez, y todo lo que sucede tiene su otra
cara.
Los juegos de opuestos, como ese que enfrenta el modelo de
la novela clásica al cadáver desmembrado que vendría a ser una novela
contemporánea, son particularmente recurrentes, al punto de confundirse con la
trama misma, con lo que podría pensarse como el centro del relato.
Aquí dos personajes se cartean, uno reside en Salamanca —pintada
como una ciudad mágica con un pasado, muy presente, cargado de brujas, magos y
alquimistas de todo tipo— y el otro en Buenos Aires —ciudad terrenal, moderna y
engañosa—. Sus posiciones respecto del relato que el libro va construyendo son
contrarias: Blaise Orbañeja, el que reside en Buenos Aires, es el que se
entrega al juego de creer sin preguntar, el que acepta lo sobrenatural sin
necesidad de justificativos ni explicaciones; Jesús Figueras Irigoyen reside en
Salamanca y, cual detective, se interna en las historias intrincadas que su
interlocutor narra sin creerlas, pero viviendo sus consecuencias en carne
propia.
La excusa, aquí, es la búsqueda del libro mencionado más
arriba. Jesús —periodista retirado, un personaje escéptico, desengañado de su
profesión— acepta el encargo de Blaise —bibliómano y descendiente de aquel
Conde, supuesto autor del libro—, no porque crea en sus historias, sino porque
confía en que la búsqueda del libro lo llevará, en realidad, a hallar el
cadáver de su hermano Ignacio, desaparecido años atrás. El libro e Ignacio (un
personaje verdaderamente nietzcheano) son los dos ejes sobre los que gira la
novela; ambos, casualmente, tienen una fuerte carga mitológica y todas las
anécdotas que los rondan son confusas y ambiguas.
La intriga, muy bien llevada, va cobrando cada vez más
fuerza con una serie de vueltas de tuerca (bien entendidas: no como algo que da
vuelta el relato y devela un engaño, sino como un elemento que resignifica y
abre el abanico de posibilidades). Lo sobrenatural no se explica, simplemente
sucede, y los personajes eligen creer o no creer, al igual que el lector.
Pero lo mejor de todo queda para el final, para cuando
parece que los hechos están a punto de decantar y todo se reducía a una serie
de personajes aburridos, desesperados por fundirse con sus propias
alucinaciones. Los autores, por medio de una última y elegante vuelta de
tuerca, terminan ese dibujo que se venía formando capítulo a capítulo, pero que
no podía verse por estar demasiado cerca. Los contornos se enfocan y uno,
simplemente, quisiera regresar a la
primera página y volver a empezar.