Palabras de Carlos Marcos en la presentación de Hospital de Tigre. Bitácoras, de Silvia Manzini (*).
ENCUESTA
Encuesta personal. ¿Cuántos poetas hay entre nosotros esta noche? Varios. Es un simple relevamiento de datos para afirmar algo de lo que seguramente Vicente Zito Lema podrá decir mucho mejor que yo: afirmar que “los poetas están todos locos, locos y completamente desquiciados”
Yo sé que algunos no levantaron la mano, y eso es porque aún no se han dado cuenta: hay varios aquí presentes que son poetas y no lo saben.
Todo esto para saciar una íntima curiosidad, nada más.
ANTECEDENTE
Silvia Manzini y yo nos conocemos hace mucho tiempo. Digamos unos quince años más o menos. Pero, y aquí viene la cuestión, no conocíamos nuestras identidades secretas, éramos como una especie de Batman y Linterna Verde (Yo era Batman —I’m Batman— y ella era Linterna Verde). Psicoanalista lacaniana seria, en una institución hospitalaria seria; bibliotecario más o menos serio en medio de una institución aún más “seria”, y allí, nuestros intercambios se limitaban a este respecto. No fue hasta hace algunos años cuando advertimos que poseíamos una amiga en común que se había radicado en España, que descubrimos nuestras ocultas inexactitudes. Visibilizadas nuestras identidades secretas comenzaron para nosotros una serie de extraños encuentros, literalmente extraños: extraños, fortuitos y hasta extravagantes:
—Inauditas presentaciones de libros = encuentro con Silvia.
—Raras ferias del libro independiente = encuentro con Silvia.
—Silvia jugando con unos burbujeros en el pleno barrio de la Boca = encuentro con Silvia.
—Silvia protagonizando un homenaje a John Lennon en el día de su muerte, en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA = encuentro con Silvia.
—En la biblioteca de la institución antes insinuada (por supuesto, encuentro, a estas alturas, con una sonrisa cómplice).
—En el barrio Chino el Día de Año Nuevo Chino. En medio de un gentío fenomenal, mientras yo miraba unos pinceles, Silvia elegía unas velas en el mismo incierto local de chucherías y cachivaches.
Y, desde ya, donde a causa del mismo asombro de ambos o de la creencia en un ser supremo del azar, me propuso presentar su libro en la fiesta del Sudaca Border 2010 de Eloisa Cartonera. Completamente azorados los dos por el peso de las coincidencias del destino, ese día y hoy mismo digo “Presente”.
Y ya, después de esta noche —solamente para los ausentes y para la gilada— sostendremos la fachada de Batman y Linterna Verde.
PRESENTADOR
Como seudo presentador de Hospital de Tigre, de Silvia Manzini, debo dejar constancia de la “absurda pretensión” de brindar consejo literario por parte de bibliotecarios, libreros, escritores, críticos y seudo presentadores de libros. Debo dejar constancia para que al menos esta “absurda pretensión” se invalide al menos un poco al decirla en voz alta.
Realmente poco sabemos de los motivos que nos llevan a leer tal o cual libro, tal o cual autor. Las conductas humanas a este respecto son tan variadas como ilusorias. Ocurre a veces que un nimio comentario es más poderoso que cualquier argumento. Y, de hecho, sería más sencillo presentar HDT mediante algún detalle como: alguna desgracia particular, alguna muerte truculenta, en especial los suicidios de los autores ayudan mucho. Comentarios como “Tenía mil amantes”, “Lo recomendaba Borges”, “Ganó el Premio Príncipe Batata 2008”, “Estuvo internado en un neuropsiquiátrico”, “Cocina los mejores pastelitos de dulce de membrillo que comí en mi vida”, “Es gaviota en el horóscopo chino” o “Fue Reina de la Primavera en Luján” podrían ser suficientes para seducir a lectores diletantes, y a veces, no tanto.
En estos casos me gustaría simplemente recurrir a la dictadura docente y declarar: “Esta semana se lee Platero y yo y Hospital de Tigre. Y listo. Pero voy a intentar otras razones.
RAZÓN DEL TEXTO
Siempre habrá un ahogado
un suicida
con una soga en una Guardia
un preso en una cárcel
romperá las rejas y escribirá
escuchará o leerá un poema
para salvar
la última dosis de libertad
el último pellejo
su amenazada humanidad
o
todo poeta escribe en un exilio
todo poeta es Shelley que inventa un monstruo y se ahoga en un río de sueños
o
todo poeta rema a contracorriente
mata la yarará de la angustia
construye el arca del poema y nada
para salvarse
Líneas como éstas deberían ser razón suficiente o argumento necesario para comenzar la lectura de Hospital de Tigre, de Silvia Manzini, pero, aún así, vamos un poco más.
RAZÓN DE EDICIÓN
Poco puedo agregar a todo lo que se ha dicho sobre Eloisa Cartonera, como proyecto cooperativo y en su función artística, social y comunitaria. La originalidad de sus ediciones, los libros construidos al modo medieval con la extravagancia artesanal y colorida del uno a uno. Todos los conocemos. Las tapas de cartón intervenido con la estética fluo y diagramación estridente de la cumbiela no dejan lugar a dudas que son en sí un objeto preciado para nuestras descoloridas bibliotecas.
RAZÓN DE AUTOR
¿Quién es Silvia Manzini? No sabemos, realmente no sabemos y es majestuoso no saberlo. Ella misma hace todo lo posible para embrollar cualquier respuesta y sin embargo está en el centro mismo de sus textos a pesar de sí misma.
En su doble vertiente —psicoanalista y poeta—, Silvia podría auto imponerse la tarea del genio loco y ahorrarse el mortífero contacto con el lector o bien podría encerrarse en un consultorio de Palermo a fumar pipa rodeada de estatuillas egipcias mientras pronuncia algún lacaniano “Ajá”, o el “Qué piensa usted al respecto” de rigor. Pero no. En ambos casos, Silvia, poeta y psicoanalista, en ambos casos es de trinchera.
Y tanto el psicoanalista como el poeta de trinchera tienen que pagar su deuda con el demonio. El psicoanalista pagará con poesía, y el poeta... también pagará con poesía y, a veces, con un poco de psicoanálisis. Ambos, pero por sobre todo los psicoanalistas de trincheras, ambos, serán corresponsales de guerra en pleno conflicto, serán sujetos rematadamente locos en un mundo de locos, locos de mierda que derrochan papel y amarretean palabras en preñada resistencia, sujetos — y aquí vamos—, sujetos que no pueden no poner los ojos en el firmamento, sujetos que no pueden no poner los ojos en el infinito para observar el mundo... psicoanalistas de trinchera y poetas de trinchera en este punto se parecen.
POETAS
A este respecto quiero contar una anécdota del pueblo, porque Silvia Manzini es del pueblo de Luján, pero yo soy de Uribelarrea. Recordemos: yo soy Batman y ella Linterna Verde.
En Uribe hay una familia, que como muchas de las familias en los pueblos están formadas por una bandada de hijos. Es el caso de los Cenas, unos 15 o 16 hijos en un rango de edades sumamente amplio, hijos de los cuales a muy pocos se les conoce el nombre de pila y una mayoría o todos portan un rudimentario sobrenombre surgido de la más cruel sabiduría popular seguido de su apellido. También, a veces, nombrados “los Cenas” a secas, para identificarlos en su conjunto.
Es decir: El Tony Cenas, La Mosquito Cenas, La Tito Cenas, La Chamaco Cenas, El Mingo Cenas, El Teto Cenas y un gran etcétera para incluir a los que no recuerdo el nombre ni el sobrenombre. Teníamos, además, el que es objeto de esta anécdota: lo llamaban El Poeta Cenas. Bautizado así, por la runfla pueblerina, por una extraña característica personal.
El rasgo por el cual se había ganado su apodo tenía que ver con que desde chico pasaba todo el tiempo de cara al cielo, mirando el cielo, observando con detalle cualquier cosa que ocurría en la bóveda celeste. Como en los pueblos, a diferencia de las ciudades, el cielo está muy presente, no había momento que abandonara su actitud. Bien podía jugar un partido de fútbol o mantener una conversación, e, incluso, en la escuela perdía su mirada a través de la ventana, cosa que no le traía más que problemas, pero no por eso perdía pisada de lo que ocurría a su alrededor. El poeta podía llevar adelante cualquiera de estas actividades sin distraer su mirada de otra cosa que no fuera el cielo. Esta era su distinción, su extravagancia, y por la cual había ganado su apodo con justicia.
Como decía antes y no basándome en la etimología, ni en la filosofía o la crítica literaria, sino en una especie de sabiduría popular: los poetas de trinchera y los psicoanalistas de trinchera son sujetos que no pueden no poner los ojos en el firmamento, sujetos que no pueden no poner los ojos en el infinito para observar el mundo... No se puede mirar a la locura a los ojos en este mundo de locos... no es sin consecuencias... de aquí la experiencia en el HDT de Silvia Manzini.
RAZÓN DE POETAS
La eficacia de la poesía de Silvia, que es siempre una eficacia esotérica, reposa sobre un fondo de violencia difusa y sobre un desequilibrio entre nuestras condiciones materiales de sanía mental y las de sus víctimas/pacientes.
Poetas, lectores de poesía y psicoanalistas encuentran en la poesía aquello que no está en la memoria, y se sorprenden. Ese algo que se desliza desvaneciéndose cada día a través de lo cotidiano, se desvanece, se pierde, ya no se ve, quizá, por efecto mismo de lo cotidiano. Poetas, lectores de poesía y psicoanalistas recuperan aquello que no sabían que sabían. Ahí se sorprenden, ese algo les es extrañamente familiar, monstruosamente familiar a veces, secreto y lejano siempre. Pero si los poetas no hacen poesía y los lectores de poesía no leen poemas, el temor —en ambos casos— se hace palpable... Los poetas, los lectores de poesía y los psicoanalistas de trincheras se vuelven inexpresablemente humanos.
Poetas y lectores de poesía posiblemente sean la misma cosa, ya no me atrevo a emparentar tanto a los psicoanalistas. Poetas y lectores de poesía posiblemente sean esos que escriben y que leen poesía para destruirse, para matarse —digo yo, que no soy poeta ni gran lector de poesía—; los poetas y los lectores de poesía escriben y leen, decía, para echarse por tierra, mirando a los cielos, siempre; escriben y leen para matarse, pero no lo hacen rápidamente, sino que se toman su tiempo poético, lentamente, y esa especie de recreo —inevitable para todos—, esa prórroga para ellos, produce poesía. La poesía es un recreo permanente, una prórroga permanente, un continuo aplazamiento de lo inevitable.
Leer poesía, leer realmente un libro de poesía como el de Silvia, penetrar en sus misterios —al menos para mí— exige tanto esfuerzo como leer La guerra y la paz. Porque el poeta nos observa, y, mientras mira el infinito, nos exige el desamparo. Los lectores de poesía lo saben, lo saben y se entregan alegremente a estas soledades. Algunos psicoanalistas, sobre todo los de trincheras también lo saben. Lo saben y escriben poesía.
HOSPITAL DE TIGRE
En la poesía, como en el arte en general, no se trata de abarcar áreas enormes de la cultura. Hay que excavar justamente allí donde a cada uno le toca, en el Hospital de Tigre como en el caso de Silvia. Excavar y profundizar allí es eso lo que ha hecho todos estos años. Luego, buscar las galerías que nos comuniquen, que transmitan, que contagien; eso es lo que está haciendo ahora, esta noche, con ustedes.
Los poetas de trincheras están medio locos y los psicoanalistas de trincheras están medio poetas por hacer lo que hacen, y todos, absolutamente todos, nos volvemos casi humanos, más que humanos, demasiado humanos en nuestra amenazada humanidad.
Y quiero terminar con la letra de Silvia:
Murió cama cuatro
Se murió la cama
Camas
Camitas vacías
Hamacas,
camas paraguayas
Una sábana cuelga
Se murió
Cama Siete
Se murió tu Nombre
Camas
camitas
velas
veladores
Se murió la cama
nadie asiste al velorio
Hay cien camas menos
un viento suave
golpea tu puerta
No basta una sábana
para cubrir la Falta
Líneas como éstas son razón suficiente o argumento necesario para comenzar la lectura de Hospital de Tigre, de Silvia Manzini.
(*) Centro de Salud Arte y Pensamiento La Puerta, Sánchez de Bustamante 549, Buenos Aires, miércoles 13 de abril de 2011.