Reseña de Ingrávido, de Fernando Figueras (Muerde Muertos, 2010). Escribe: Hernán Bergara para Tela de Rayón.
Fernando Figueras, Ingrávido (Buenos Aires, Muerde Muertos, 2010). “Pero en una disco nadie ve nada; todo se confunde entre la multitud, las luces que tiñen la oscuridad, los humos que flotan dentro y fuera de la ley y el volumen atronador de la música que ataca a los oídos, lo cual también dificulta la visión pues —ya sabemos— no hay peor ciego que el que no puede oír” (p. 85).
La nueva editorial porteña Muerde Muertos inaugura una de sus tres colecciones con este libro escrito en un registro agudamente banal.
Alumno del taller literario de Alberto Laiseca, Fernando Figueras repite y repatría pequeñeces indelebles de un maestro bastante bien matado. En estos cuentos, el narrador atrofia el delirio siempre en ciernes con la racionalidad que le presta su ingenio.
Cosa esquizofrénica, se evidencian en la misma obra dos posiciones distintas e incluso antagónicas sobre el arte de escribir un relato: la que tira de una idea disparadora hasta forzar con ella una historia y la que se instala, renunciando a falsas necesidades y sin miedo a narrar, en un devenir que desbarata el mito del argumento y que se justifica por sí solo. La segunda posición es y augura mucho más que la primera y da los mejores cuentos: “Secreto profesional” e “Ingrávido”, que ocupan la mitad del volumen, abriéndolo y cerrándolo respectivamente. El primero “trata” sobre el misterio del repulgo perfecto de las empanadas con queso. El segundo es el diario íntimo de las experiencias de un suscripto a una revista de ciencias que le vendió un curso de astronáutica por correo. En estas dos naderías, como en los demás relatos, la ingravidez y la frivolidad están siempre a punto de celebrarse, pero en cada caso se interpone la convicción de tono que el autor supo construir: una que lo equilibra todo a último momento, como la culpa, y que viene a recordarnos con asombrosa puntualidad que lo banal nunca es inimputable.
Es el tono soberano y nítido que hace también que el más singular de los cuentos, “Suicidio”, no quede aislado. Relato este de asociaciones libres y simétricas, muy arriesgado y escrito con fe, allí se nos pone frente a una zona tan evocada que, a fuerza de reclamarla, la hemos terminado conjurando: la de la novedad.
Este libro, el primero de Figueras (los primeros libros son una vidriera organizada por el viento), es generoso en presente y futuro. Y ayuda a constatar que los mejores primeros libros son los que se convierten en un proyecto incluso sin proponérselo. Un proyecto es un horizonte, o, como diría el crítico Roberto Ferro, la marcada posibilidad de una “permanencia de los restos de su poética en la escritura de los otros”.
Aquí hay restos futuros y líneas para la continuidad del propio escritor. Larga vida entonces a la editorial Muerde Muertos. Fernando Figueras le ha encajado esa gruesa responsabilidad.