Hace mucho frío cuando Artaud el Muerde Muertos es quien sopla | Manifiesto Artaud de Todo

“Muerde Muertos: una bitácora de registros”

Palabras de César Melis durante la presentación de Ingrávido y Los fantasmas siempre tienen hambre (*).
Fernando Figueras, César Melis y José María Marcos.
No es frecuente que en la Argentina de nuestros días, harta de mediocridad, aculturación mediática, liviandad o amputación de ideas y propuestas culturales, partidismo a ultranza, trastrocamiento de valores, mezquindad e ignorancia travestida de globalización, destierro de proyectos independientes, dedocracia, clientelismo y grosería, ninguneo intelectual, impunidad y desidia, pulverización del debate y cierta sordera generalizada, un grupo de hombres y mujeres apuesten a fundar un sello editorial. No hay audacia mayor que salir a vender sal en el desierto y regresar no con los bolsillos llenos, sino con el hechizo de esa sal convertida en azúcar, en miel para las palabras de donde nacerá la selva de los sueños. Y no hay sueño mayor para un grupo de escritores y lectores que en un país que fue leyenda literaria y hoy es un potrero en donde las barbaries compiten por el primer puesto, se conquiste a fuerza de voluntad y deseo un territorio casi inalcanzable: la publicación y difusión de obra de autores jóvenes. Y hablo de voluntad y deseo, porque de eso se trata la lucha. Y también, la escritura.
Pero, como diría el descuartizador y para ponernos en tema, vayamos por partes. ¿A quién se le puede ocurrir un sello con un nombre tan estrafalario como “Muerde Muertos”? Si Dalmiro Sáenz (1926) estuviese aquí, diría sin dudarlo: “¡Es una idea hija de puta!”. En cambio, si la invitada fuera Angélica Gorodischer (1928), no dudaría ella en reprochar: “Che, qué fulero el catálogo: todos hombres, todos hombres. ¿Qué pasa? ¿No hay escritoras con seso?”. Pero si Edgar Allan Poe (1809-1849) tuviese la chance de trasmigrar y confundirse hoy entre el público, opinaría: “Los que sueñan de día son conscientes de muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche”. Y no sólo no estaría equivocado, sino que andaría firmando autógrafos en el pasillo de entrada mientras, con una sonrisita cínica, murmuraría: “Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño”. Y este concepto explotado descaradamente por Borges (1899-1986) casi un siglo después, quizás sea la idea madre del emprendimiento de los hermanos Marcos: fundar un territorio en donde los sueños tiendan a representar —gracias a la escritura, que es voluntad y deseo— a esa realidad que nos es inasible, intangible, pero que nos gobierna con la crueldad de la materia y la evidencia del misterio.
Es que “Muerde Muertos” con su logo de unas cadavéricas patitas cruzadas, no se anda con chiquitas a la hora de las definiciones. Además de un sello, aspira a ser una concepción, un mapa de intenciones, una bitácora de registros. La prueba más contundente son sus primeros tres títulos: Los fantasmas siempre tienen hambre, de José María Marcos; Ingrávido de Fernando Figueras; e Inmaculadas de Carlos Marcos. Como diría mi tía Ñata, Dios la tenga en la gloria y no la deje volver: “Para muestra, basta un botón”. Y he aquí a tres botones dignos de la mejor mercería de barrio. Comencemos por Figueras. No me referiré a él como persona, pues no lo conocía hasta hace unos minutos (esto es lo bueno de las presentaciones sin compromisos previos ni recomendados). Tal vez me entusiasme con elogios que ignoro si los merece o él se retire de aquí triste e insultado, por haber malinterpretado dichos elogios. En su libro Ingrávido, que contiene siete cuentos y un brevísimo prólogo de Franzetti, el delirio, el misterio, la corrosividad y el humor se dan la mano en una ronda cuyo centro es el chispa de Fernando, esa imaginación que él ha puesto al servicio de hechos o anécdotas reales. En el prólogo, que suena más a advertencia que a introducción, el mismo Franzetti nos anticipa: “Las historias de este libro son absolutamente verídicas; autobiográficas en algunos casos (...) Que disfruten de la obra, acerca de la cual, desde ya, prefiero no opinar”.
Ahora yo pregunto: ¿Qué clase de cuentos ha escrito este hincha de Ferro que ni siquiera el prologuista se anima a juzgar? Sigamos descuartizando. Cada uno de los cuentos de Figueras es un cross a la mandíbula, como le gustaría acotar a Roberto Arlt (1900-1942). Desde la historia más simple a la más compleja, desde la menos ingenua a la más truculenta, de la más bizarra a la menos inquieta. Cuentos como “Sapo” y el que le da título al libro, Ingrávido, deberían formar parte de esas antologías clásicas que de tanto en tanto Planeta, Norma o Alfaguara editan como vehículo de difusión colectiva, entreverando a escritores consagrados con las promesas literarias. Cada una de estas dos historias sorprenden no sólo por la originalidad de las tramas sino, y por sobre todo, por sus andamiajes narrativos sólo compatibles con los buenos ingenieros de la Palabra. Cada uno de ellos, de estilos diferentes y quizás para lectores diferentes, ronda el delicado equilibrio del relato perfecto, ése que dice más de lo que cuenta o calla más de lo que expresa. Y si alguien de la audiencia anhela en este instante a que le adelante una crestita o el rabo de los textos, está “perdido como turco en la neblina” (gracias tía Ñata por tus refranes tan oportunos). Es que en la escuela nos han enseñado que si el pueblo quiere saber de qué se trata, debe peticionar. Aunque no hay necesidad de ir al Cabildo ni vestirse como French y Berutti: hay que comprar el libro y leerlo.
Pero sería injusto que no me refiriese, también a otros relatos de Figueras. Sinceramente, me han arrancado carcajadas cuentos como “Secreto profesional” o “Esquinas” y he temido por el destino de sus personajes y también por mi cordura. Ambos son cuentos desbocados, sinuosos, con algo de la insolencia típica adolescente y la atroz tentación por lo siniestro. Y tampoco quedan atrás “Una de diez”, “Imperativas” y “Suicidio”, ventanas abiertas de par en par a las obsesiones humanas, las negaciones y las fabulaciones. Por último, hay dos aciertos que caracterizan al “estilo Figueras”: el ritmo de su escritura, emparentado secretamente con su amor por la música, y la fluidez en el manejo del lenguaje coloquial. Ninguno de sus personajes es fagocitado por el engrudo de los clásicos diálogos literarios. Sus criaturas son reconocibles, tan queribles que cualquiera de nosotros se podrá sentir identificado con sus formas expresivas. Lástima que Fernando sea hincha de Ferro, pero nada es perfecto.
En cuanto al libro de José María Marcos, debo confesar que ya había leído sus originales durante el verano pasado y no sólo me sorprendió la variedad de matices de su prosa, sino la multiplicidad de sus búsquedas argumentales. Aquí sí, debo admitir cierto acomodo o ventaja sobre el pobre de Fernando: con José nos conocemos desde hace muchos años, pues ambos hemos sido amigos de una querida amiga en común que ya no está en este mundo, pero que ha hecho tanta fuerza desde el más allá que consiguió su íntimo propósito: hermanarnos en la Literatura y en la vida. Había disfrutado con anterioridad su resbalosa novela a cuatro manos Recuerdos parásitos (quién alimenta a quién...) y siempre vi en los hermanos José María y Carlos Marcos una rara conexión de creatividad provocativa como los hermanos Cohen en el cine. No sé si son o se hacen. En cualquiera de los casos, el talento no los abandona ni los enfrenta. Todo lo contrario. Personalmente, creo que se retroalimentan. Pero descuarticemos ahora un poco este libro cuyo título remite a Jameson: “Los fantasmas siempre tienen hambre”. Pregunto: ¿qué busca José? ¿Intimidarnos desde la tapa?
En la Antología del cuento extraño, seleccionada y traducida por Rodolfo Walsh (1927-1977), el autor de textos memorables como La máquina del bien y del mal y Los oficios terrestres, afirma: “Largos o breves, estos relatos tienen la característica común de describir insólitas experiencias o de situarse en un clima extraño en el que la realidad prosaica y cotidiana no halla cabida. Todos orillan lo maravilloso, lo mágico, y cabe muy bien aplicárseles el calificativo de esotéricos por su contenido subjetivo e interior”. Nunca mejor que plagiar desfachatadamente este concepto de Walsh y llevarlo a la obra aquí reunida. Los once cuentos de Los fantasmas siempre tienen hambre son esotéricos en el sentido que define Walsh. No hay desperdicio en las tramas y el lenguaje empleado para cada una de las historias está pulido y engarzado como la orfebrería de Pallarols. Debo admitir que me encantó toparme con estos relatos y gozar de las historias que están reunidas como para una foto de familia: hay un aire sanguíneo que las emparienta, hay gestos genéticos o heredados que los vincula a la misma pluma. Para ser justo con Fernando Figueras, no me referiré a los textos de José ni les contaré de qué se trata. Hay que comprar el libro y leerlo.
Aunque sí puedo secretearles mis preferencias: hay un terceto que son estupendos desde el contenido y gracias al continente, un trío como para admirar el virtuosismo de José, que no es poco. “Isidro”, “El ventanal” y “La Casa Hansen”. Ahora que miro el índice, noto que están los tres seguidos y ocupan el corazón del libro. Son, por así decirlo, el carozo o la bujía secreta del resto del cuerpo de tinta y papel. Cada una de estas historias suscita en el lector esa pulsión de relectura, típica de los buenos autores. Claro que si uno ensancha la vista o, como diría mi tía Ñata “uno estira el cogote” y hace caso omiso de sus fanatismos, también brillan relatos como “Películas”, “El Gordo”, “Resaca” y “La muerte de Rocky”. Es que José María Marcos es genuinamente creativo. Va de lo inminente a lo inmanente y se codea tanto con temas profundos como banales, haciendo de unos y otros, temas esenciales. Sus personajes, directos y salpicados de guiños generacionales, son la llave para acceder a sus pesadillas y se convierten en espejos móviles del mundo imaginario, se codean con el enigma o con lo ineludible y coquetean con lo fatídico desde un lugar cotidiano, casi doméstico. Será que Marcos consigue la más plena fusión entre lo que se dice y lo que no se dice, hasta el punto de que el lector ya no establece diferencias.
Por último, hay que destacar la coloratura o marca de “su estilo”: por un lado, el lenguaje acotado, por momentos poético pero para nada empalagoso. Si Cortázar estuviese en esta mesa, diría “ceñido”. Y por otro lado, la diversidad estratégica como narrador. Para cada historia hay una forma distinta, una vuelta de tuerca diferente, no se encasilla ni se casa con moldes o rótulos, va de lo sórdido a lo fantástico, de la ternura a la ironía, del pánico a la curiosidad. En realidad, si tuviese que definir a este amigo, diría que su mayor virtud es ser curioso que es, tal vez, una de las virtudes indispensables en todo buen escritor. Este interés por indagar, por meter las narices allí mismo, de donde todos las sacan, lo llevará por el mejor de los senderos, ese caminito por el que regresa aquel hombre de las cavernas con una presa muerta sobre los hombros pero con infinitas anécdotas para contar a su tribu, para poner en marcha el ritual del cuento de una buena vez y para siempre.
En su artículo La libertad de narrar, el escritor argentino Leopoldo Brizuela (1963), nos dice: “Hay un saber específico del escritor. Un técnico que acaso no les interesa más que a él y a sus colegas. Pero también hay una manera específica de mirar al mundo, de considerar su experiencia en él, de reajustar, permanentemente, por medio de la escritura, la relación entre las palabras y las formas literarias dadas, por un lado, y eso que llamamos realidad, por otro. En tercer lugar, hay un saber, sí, profesional: cómo ubicarse en tanto escritor, en un campo de fuerzas social al que no puede quedar ajeno”. Fernando Figueras y José María Marcos están corriendo detrás de ese saber, de esa mirada insomne del eterno adolescente, del merodeo de todo iniciado que intenta dejar su impronta en un mundo emporcado por los adultos que cuando ven a jóvenes con iniciativas, con vocaciones, con sus alegrías a estrenar, prefieren mirar hacia otro lado y fruncir el ceño, pensando acaso en sus mezquindades, hijas de la frustración. Celebremos la fundación de este nuevo sello y la publicación de estos tres libros por partida doble: porque leer hace crecer y porque crecer nos hace creer. Es tiempo ya de que creamos no sólo en las generaciones que están por venir sino en las que tienen que abrirse paso a los codazos entre un montón de escritores burgueses que viven cuidando su quintita y monopolizan los concursos, ya sea como autores o como jurados. Fernando y José María pertenecen a una sosegada y populosa legión que viene a nuestro encuentro.
Para finalizar, he de aclarar que el tercer título de esta presentación en sociedad, Inmaculadas de Carlos Marcos, tendrá su ágape literario muy pronto y me encantaría que nos volviésemos a encontrar para comprobar, una vez más, que nos interesa lo que decimos que nos interesa y que toda esta cháchara mía no fue en vano. Como cierre de fiesta, he elegido caprichosamente dos fragmentos de cada uno de los libros. De Fernando: “Ulises escribía porque sentía que era la manera menos solitaria de quedarse solo. Todas las mañanas se despertaba bien temprano para dedicarle unas horas a la escritura, actividad que continuaba a lo largo del día cada vez que su trabajo le dejaba un momento libre. Este sistema de creación fragmentada hacía que sus cuentos perdieran a veces la ilación, y que Ulises se viera obligado a replantearse la aparición de personajes injustificados, sospechosamente parecidos a alguno de los clientes que entraban en la disquería. Su interés puesto en la Literatura y su condición de empleado le hacían ver a esa gente como seres que iban a interrumpir y no a comprar”.
De José María Marcos: “Gustavo y yo crecimos allí. Vivimos nuestra infancia y comenzamos a jugar con la idea de ser adultos. Nos hundimos en el barro los días de lluvia y disfrutamos del césped durante jornadas de verano, trepamos a los árboles para cosechar ciruelas y peras, colocamos una gata peluda en medio de un hormiguero y contemplamos cómo era devorada, reventamos a un sinfín de escuerzos haciéndolos fumar, jugamos al fútbol y a la escondida, soportamos inviernos en sus húmedas habitaciones, tomamos mate con nuestra madre y algún licorcito con nuestro padre... y también, comenzamos a distanciarnos. En Casa Hansen envejecieron papá y mamá. Dejaron de ser nuestros ídolos para convertirse en seres de carne y hueso, de una carne débil y unos huesos deseosos de ser polvo, encerrados en un puñado de recuerdos que repetían a diario como una súplica, deseando que sus dos hijos mantuviesen unida la familia”.
Y ¿qué les dije? ¿No escriben bien estos muchachos? Ah, quieren que les diga a qué cuentos pertenecen estos fragmentos. Mi tía Ñata, diría: “¡Minga!”. Hay que comprar los libros y leerlos.
Muchas gracias por acompañarnos. Buenas noches.

(*) Casa de la Lectura, Lavalleja 924, Buenos Aires, 26 de noviembre de 2010.