A pesar de ser verano, al tiempo se le ha ocurrido otra cosa: llueve y el viento se extiende desprolijo. El Tipo cruza la avenida y entra a la hamburguesería. Pide la promoción de café con medialunas. Le dan la bandeja con el pedido y sube las escaleras con el culo a cuatro manos. Es su desafío cotidiano. Como ve poco y los escalones son negros, es complicado saber dónde se pone el pie. Por eso lo hace de memoria y toreándole al destino. Asciende con la seguridad de Dante Alighieri llegando al Paraíso. Deduce el Tipo que el señor de las alturas está con él, porque su mesa preferida ¡está libre!... La ocupa. Se quita el barbijo y se coloca los anteojos de lectura. Todo bien, salvo el atorrante que siempre llega antes, con el barbijo sucio colgado de una oreja. Al menos los separa la siguiente mesa con el cartel de prohibido. No jode, no molesta, salvo cuando tose, aunque nadie lo mire mal por eso. El Tipo sí lo mira mal; y también le parece mal ser el único que se molesta. No vale decir que se conocen, jamás se han hablado a pesar del tanto tiempo; sí se identifican: casi la misma edad, pelados, algo gordos por la mala comida, vestidos a la buena de Dios. El Tipo revuelve con el palito como si estuviera charlando con la reina de Inglaterra en el Palacio de Buckingham; cuando de la riñonera saca el libro siente la mirada del otro, cosa que le da en el reverendísimo forro; lo mira desafiante justo cuando el otro levanta una bolsa, se rasca la barba, y decide ir al baño. El Tipo termina el café con leche y, sin saber por qué, se compara con el otro; en el cotejo se beneficia, piensa que mucho debe agradecer a pesar de haber tenido una vida de mierda y estar más solo que un hongo solitario. Vuelve el otro y se sienta; tose sin taparse la boca. Un empleado pasa el trapo al piso. El Tipo abre el libro donde ha doblado la punta de la página, lee sin saber lo que lee, entonces mira la calle sin ver lo que ve porque en la mente lo tiene al otro. Nos parecemos mucho, piensa el Tipo, pero al menos yo tengo techo y cama; ¿quién será?; vive en la calle, claro, pero ¿quién será?, ¿un vago?, seguro que no, ¿su historia?, ¿familia, hijos, mujer?, ¿un emprendedor fracasado?, ¿un comerciante que tuvo que cerrar su negocio?, ¿dónde duerme?, ¿y si le duele una muela?... La lluvia se acentúa. Sin querer cruzan las miradas, y el Tipo cree escuchar que el otro le habla, trata de concentrarse en la lectura, mira la tapa: “Clásicos universales, Virgilio, La Eneida”. Lectura obligada para el que termina de leer La Divina Comedia, si no, es como hablar de Don Quijote sin saber quién es Sancho Panza. Lee sin leer. El otro se pone de pie, se cuelga una bolsa del cuello y las otras en cada hombro. El Tipo piensa que la del cuello puede ahorcarlo de tan pesada que es; ¿y va a salir justo ahora que llueve fuerte?, ¿tendrá paraguas?, ¿le doy el mío?, ¿y si es un hijo de puta?, bueno, eso no cambiaría nada... El otro, mientras baja por la escalera, se acomoda el barbijo y va adecuando los hombros al peso de las bolsas; el Tipo imagina que en la espalda carga un cartel que le dice: “Hasta mañana”, o "Mañana nos vemos” o “Nos estamos viendo”... Abre el libro y lee: “Salve, quienquiera que seas. Favorécenos en nuestra desgracia, dinos bajo qué cielos, en cuál comarca de la tierra nos encontramos. Desconocedores del país y de los que lo habitan, caminamos errantes, arrojados aquí por el furor de los vientos y las olas. Numerosas víctimas, inmoladas por nuestra diestra en tu honor, caerán al pie de tus altares”... Y sí, ahora sí, ahora el Tipo sabe lo que está leyendo. Está afirmándose en esta convicción cuando se sienta frente a él, el atorrante con el sucio barbijo colgándole de una oreja. Automáticamente el Tipo se coloca bien el suyo, sin evitar que los bigotes manubrios se le diluyan cual sauce llorón; con un ademán hacia atrás quiere indicarle al atorrante que no tiene por qué estar sentado a su mesa y que hace unos instantes estaba bajando por las escaleras... El atorrante ni se inmuta, lo mira fijo y le guiña un ojo: “¿Vos sos Conan Doyle, no?... El Tipo cambia de color y un escalofrío interior le impide hablar; apenas tartamudea un inaudible “po-li-cía...” El atorrante larga su espiche: “Primero te confundía con el otro farsante de Charles Dickens, pero ahora sí estoy seguro de que sos vos. Porque yo también creo en el espiritismo de Allan Kardec y bien sabés que nos une el aire que respiramos. Me gustó leer tus novelas, sí; también me es simpático que luego de matarlo a Sherlock Holmes porque estabas podrido de él tuvieras que resucitarlo por pedido de tu querida madre, sí; que hayas sido un alcohólico y un depresivo, bien, es cosa tuya; tampoco me importa si plagiaste El Sabueso de los Baskerville y si al pobre tipo que plagiaste, ese amigo tuyo, Robinson, encima le cogías a su mujer, no, no sé, son cosas de la vida; pero sí quiero saber si es verdad lo que se rumorea ahora, de que vos fuiste el verdadero Jack El Destripador, ¿es así?... ¿O es una pista que dejaste simplemente para joder?... El atorrante se coloca el barbijo y el Tipo, horrorizado, cierra los ojos. Cuando los abre ve la lluvia golpeando los ventanales con la violencia de mil arietes. Se gira hacia las escaleras. Nadie. Tampoco están los clientes que ocupaban otras mesas. Se seca el sudor con las servilletas de papel. Le cuesta pero trata de normalizar la respiración. Lee, pero sólo está pendiente de la lluvia. Cierra el libro. Aparece una empleada y le pregunta si quiere una segunda vuelta de café. Dice que sí, y por la ventana que está detrás de ella, ve al otro cruzando la calle sin apuro, como si ninguna lluvia sucediera...