Martín Etchandy y su hijo Benicio. |
Con mi señora nos levantamos muy temprano y nos dirigimos a pie al hospital. Es un día muy especial para nosotros, quizás el más especial de nuestras vidas: vamos a ser padres. Al llegar, nos informan que a partir de la fecha se suspenden las visitas a las habitaciones y nos embarga la desazón: habrá que informar a abuela y tías que no podrán conocer al bebé esa tarde. En todo el hospital se vive un clima de exasperación, se divide una parte de otra con un muro de durlock, se extreman las medidas de prevención, no quieren que nadie circule por el interior. La cesárea programada está por comenzar y el médico que traerá a nuestro bebé al mundo, unos minutos antes se comunica con su hijo, que está varado en Chile y teme no poder regresar al país. Finalmente, consigue un vuelo de emergencia con pasaje a precio exorbitante. Mi señora entra al quirófano y veo cómo las enfermeras acomodan la ropita del bebé para recibirlo. Me emociono. Un rato después me llaman para que presencie el nacimiento. Benicio sale llorando, lo dan vuelta y al ver su rostro descubro cuánto se me parece. Digo, en voz alta, mientras lloro: “¡Es hermoso!”. Lo colocan sobre el pecho de su mamá y ella llora. Lo sostengo por primera vez en mis brazos. Todo es felicidad. Al tercer día, finalmente nos dan el alta. Queremos huir del hospital porque a nuestra habitación ha llegado otra parturienta junto a su marido, hablan con voz engripada, nos invade la paranoia, a casa urgente. Llegamos y al día siguiente comienza la cuarentena. Ya nada será igual.
7/4/2020
Benicio tiene tres semanas de vida y con su mamá hemos aprendido la rutina típica del bebé: cambio de pañal - teta - duerme - cambio de pañal - teta, y así sucesivamente en un raid que parece interminable. El bebé se despierta dos o tres veces en la madrugada y con su mamá empezamos a dormir de a ratos, cuando él lo permite. Todo pasa a suceder “cuando el bebé lo permite”. Solamente salgo de casa para comprar alimentos y alguna medicación. En la calle la cuarentena se hace sentir, se ve muy poca gente, la mayoría con tapabocas, paranoia y desconfianza por quien está a un metro de distancia. Todas las noches, a las 21 horas, escuchamos los aplausos que llegan desde nuestra ventana. La abuela de Benicio lo extraña horrores, solamente pudo verlo un par de veces. También sus tías lo extrañan, apenas pudieron conocerlo y pasar con él unas horas. La cuarentena tiene algo de protección y mucho de cruel.
17/4/2020
Salgo de casa para ir a una farmacia del barrio. Allí todos están demasiado alterados. Las vendedoras tienen barbijo, máscaras, guantes, me pregunto si la próxima semana no atenderán envueltas en una cortina de baño. Entra una señora de unos setenta años y la tratan como si fuera culpable del genocidio armenio. Le piden que no circule, que se quede quieta al lado del mostrador, que ya la van a atender, le dicen "señora" con un tono de voz molesto. La mujer lleva barbijo y si ha ido a la farmacia supongo será porque necesitará un medicamento pero, insisto, no es bien tratada. Pido el remedio que fui a comprar y pregunto por un chupete para el bebé. No quieren acercarse a mostrármelos, me señalan en una dirección y allí veo unos 50 o 60 chupetes distintos que dicen "día/noche", "noche" y otras palabras que no entiendo. Tienen dinosaurios, osos, dibujos japoneses y cuando me entero el precio agradezco no tener problemas de presión: entre $ 350 y $ 900 cualquier chupete. Elijo uno simpático de valor intermedio y en la caja también están como escondidos, me agarran la tarjeta con guantes y luego echan un chorro de alcohol o vaya a saber qué cosa en el lugar en el cual la tarjeta estuvo apoyada. Para completarla, se me ocurre pesarme y veo que engordé tres kilos y medio con respecto al verano. Supongo que se deberá a estar comiendo como el hombre de Neandhertal y caminando menos que un sereno con reuma. Me voy y miro por si alguien quiere tirarme con un balde de lavandina para desinfectarme antes de salir y ruego que nunca me pique la garganta allí adentro y se me dé por toser un segundo porque probablemente sería crucificado contra un cartel de Bayer con todos los termómetros que tienen a mano.
7/5/2020
Llevamos a Benicio al pediatra, que atiende con turnos espaciados para que no se amontone gente en la sala de espera. Está creciendo muy bien, por suerte. Esa tarde se me ocurre improvisar un tapabocas con un bóxer medio agujereado que tengo. Ruego que en algún momento vuelvan a abrir los locales de venta de indumentaria: me estoy quedando sin ropa interior y al bebé ya casi no hay bodies que le entren. Nunca imaginamos estar tantos días sin comercios abiertos. A la noche, me inspiro y escribo en Facebook: “Ya acabarán las épocas de distanciamiento social y volverán la de acercamiento sensual”.
21/5/2020
Van dos meses de cuarentena y comienzan algunas flexibilizaciones. Un abuelo del barrio me pide que vaya a cobrarle su jubilación al cajero porque tiene miedo de salir. Me alivia saber que se ha habilitado la atención de los psicólogos y podré ver a la mía. Una parejita de novios se da besos en el hall de mi edificio, una niña pequeña juega en la vereda, se ve más gente en la calle, da la sensación de que el aislamiento va flexibilizándose o que la gente ya no puede cumplirlo.
El presente
Miro a mi bebé y soy tan feliz como un ser humano puede serlo. Lo mismo le sucede a mi señora. Benicio empieza a sonreír, a balbucear algunos sonidos, a conectarse con el mundo. Me pregunto entonces qué mundo le tocará en el futuro, palabra que hoy cuesta pronunciar. Cuándo lograremos vencer o dominar a este virus. Cuándo volveremos a compartir un café en un bar con amigos. Cuándo dejaremos de tener miedo a despidos y cierres de comercios y emprendimientos. Cuándo volveremos a darnos un abrazo. Vuelvo a ver la sonrisa de mi hijo, su rostro que es pura inocencia, y me aferro a esa ternura, a esa humanidad que, junto con el amor de mi señora, me ayudaron a sobrevivir en esta cuarentena.