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Insomnia | “Pasó el abuelo”, cuento de Fabián García

“Pasó el abuelo” de Fabián García | Publicado en Insomnia N° 254 | Junio de 2019

Inés cerró la puerta con fuerza al entrar, porque el silencio siempre la inquietaba. Dejó las bolsas con las compras sobre la mesa del comedor, y llamó a las dos mujeres que vivían con ella en la casa.
—¡Mamá! ¡Lali!
 Gritó, para que la oyeran desde donde estuviesen, aunque sabía que lo más probable era que ninguna contestara. Su madre estaba casi sorda, y su hija vivía abstraída en juegos imaginarios.
—¡Mamá!¡Lali! —insistió desde la cocina, mientras guardaba la carne y la leche en  la heladera.
Como había previsto, no le contestaron. No hicieron ruido siquiera.
No le gustaba dejarlas solas. Si le era posible, dejaba a alguien encargado de cuidarlas cuando tenía que salir. Pero las vecinas que le hacían ese favor no siempre estaban disponibles, y entonces tenía que ir a hacer trámites o compras dejando a una con la otra. Le pedía a la hija que vigilase que la abuela no fuera a tropezar, y a la abuela que distrajera a la nieta si la encontraba hundida en alguno de sus largos silencios, esos que hacían que en el colegio le dijeran rarita.
Pero, aunque ambas le prometían ocuparse de la otra, Inpes hacía sus cosas lo más rápido que le era posible, y volvía en remise apenas terminaba con todo. A veces tenía que recorrer la casa entera buscándolas, para encontrarlas en algún rincón, cada una en su mundo. A uno de esos mundos lo entendía mejor, porque incluía recuerdos que eran también suyos, pero a los que la senilidad creciente, y el dolor de la ausencia, alteraban y fundían. El otro la desconcertaba. Lali, su hija, podía pasarse un día entero sin hablar, absorta en juegos incomprensibles, y tarareando ritmos insólitos para su edad. Se tomaba un buen tiempo para responder las preguntas, aunque a veces, después de mirar a su madre como si fuera un objeto extraño, prefería no hacerlo. Pese a que en esos casos la madre le gritaba y llegaba al punto de llamarla idiota, con frecuencia la prefería así, callada. Porque Lali, cuando hablaba, se refería a visitas absurdas, a escenas imposibles que no solo la habían asustado a ella: ya la habían llamado dos veces desde el colegio. Se excusó la primera vez, pero la segunda tuvo que ir a hablar con la psicopedagoga, una mocosa que la miró con desconfianza todo el tiempo, e insistió en aplicarle un test a ella también
—¡Mamá!¡Lali! —dijo de nuevo, y caminó hacia el fondo de la casa. Al atravesar el living y el cerramiento que daba al jardín miró detrás de los sillones y debajo de las mesas, porque a Lali a veces le daba por esconderse ahí. Después pisó la tierra húmeda. Detrás del ramaje ennegrecido por los hongos del jazmín vio a su hija, que, como casi siempre, hablaba en silencio con amigos imaginarios. No tenía juguetes con ella, le bastaba una manta para echar sobre el pasto.
—Lali, te estoy llamando. ¿Sos sorda vos?
La nena giró para mirarla. Tenía los ojos tan claros que, a plena luz del día, a veces parecían traslúcidos. Insistía en hacerse en el pelo trenzas complicadas, arcaicas casi, que con seguridad no había visto en la cabeza de ninguna de sus compañeras de primer grado. Inés creía que se las enseñaba la abuela, pero ella siempre lo había negado.
—Es así, dejala —le había dicho una vez, cuando aún estaba del todo lúcida—, es distinta. Mi hermana era igual.
A Inés le molestó aquella comparación, y pidió a su madre que no la repitiera. Su hija era su hija, y no tenía por qué ser igual a nadie.
—No cuesta nada contestar. ¿Sabes? —dijo Inés. Esquivó las ramas del jazmín, sobre las que se posaban cientos de moscas blancas, y llegó hasta la lona donde su hija se sentaba sobre las rodillas.
—Perdoná, mami —dijo Lali, sonriéndole—, es que estaba jugando a algo buenísimo.
—Yo no veo ningún juguete —dijo Inés.
—¡Pero, mami! Vos porque no querés ver —la nena abrió los brazos sobre la manta— estuve sirviendo té con torta para las visitas.
Inés se pasó una mano por la frente. Le había empezado a doler la cabeza.
—Traje galletitas —dijo—, pero de las de verdad. ¿Querés comer?
—Sí, mami. Ahora voy y comemos juntas.
—Dale —dijo Inés, y caminó hacia la casa.
Cuando ya había entrado al cerramiento, Lali habló de nuevo
—¿No era que el abuelo estaba en una estrella?
Inés se quedó inmóvil. Sintió frío en los huesos, como si la humedad del jardín la hubiera traspasado de pronto. Después quiso fingir que no había escuchado nada, ir a servir las galletas en el comedor, preparar té, llamar a su madre. Pero entonces su hija habló de nuevo.
—¿Eh, mami? ¿No estaba en una estrella?
Inés volvió al jardín. Se paró junto a la lona llena de maravillas invisibles y examinó a su hija. Vio extrañeza y reproche en la luz pálida de sus ojos.
— ¿Qué decís, Lali? ¿Es un juego nuevo, o qué?
—No estoy jugando ahora. Vino el abuelo hace un rato.
Con el sol del mediodía justo sobre su cabeza, Inés seguía con frío.
—Y vino a jugar con vos, supongo —dijo.
—Muy poquito jugó —dijo la nena, con el ceño fruncido a manera de queja—. Estuvo un rato adentro…
—¿Adentro?
—Sí. Y después llevó a pasear a la abuela.
Inés se inclinó hacia su hija. Estuvo a punto de agarrarla de un brazo, pero se contuvo.
—Así que la llevó a pasear —dijo.
—Sí.
—¿Adonde?
—Dijo que la iba a llevar a un lugar lindo, para que descanse —Lali se puso de pie y se abrazó a su madre—. Yo le dije que yo quería ir también, porque estoy cansada de la escuela y de que los chicos me carguen, pero él dijo que no. Que todavía no.
Inés dio un paso atrás, y empujó a su hija para deshacer aquel abrazo. Caminó hasta el cerramiento, y desde ahí llamó a su madre otra vez.
—Mami, ya te dije, se fue a pasear con el abuelo —insistió Lali—. La subió a buscar a la terraza, y se fueron juntos. Iban de la mano, como los novios.
Lo que dijo la hizo reír. Se dejó caer sobre la lona de nuevo, y mostró a la madre sus dientes mínimos y sus hoyuelos.
—Igual me dijo que me va a venir a buscar más adelante, así que lo voy a esperar, mami.
Inés fue hasta la mampara del cerramiento que daba a la terraza, la abrió de un tirón y se asomó a la escalera. Vio a mitad de camino el banco de madera al que su madre se trepaba para colgar las sábanas. Era una mujer muy baja, había tramos de la cuerda tendida a los que no llegaba. Ella le había ocultado aquel banco poco antes, porque no confiaba en su equilibrio, pero ahí estaba otra vez, volcado sobre los escalones. Inés subió, con la vista en las baldosas gastadas. Extrañaba tanto a su padre que lo dicho por su hija le había hecho correr las lágrimas. Desde que había muerto le parecía verlo en cada rincón, y en ocasiones hasta oír su voz desde el jardín. Ese jardín que él mantenía impecable, y ahora era una selva infecta de moscas y hormigas. Su madre había comenzado a quedarse sorda poco después de enterrarlo, quizás para no oír las voces que oía la hija, y a diario se hacía más tonta, se alejaba del mundo que había compartido con él.
Inés llegó a la terraza. No se atrevió a alzar los ojos, pero no hizo falta.
Junto a la cuerda de la ropa, parcialmente cubierta por las sábanas que había intentado colgar, su madre estaba caída de espaldas. Tenía los brazos abiertos de par en par, en un gesto de bienvenida dirigido al cielo, y una de sus manos nudosas se cerraba sobre sí dejando un hueco, como si estrechara algo invisible. Los ojos, que seguían abiertos, habían visto algo que la hizo sonreír. Desde esa sonrisa caía una línea de sangre, que el calor del piso oscurecía y secaba.
En el jardín, cantando, Lali servía otra ronda de té.