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Diario Hoy Día Córdoba: “Llevar un pañuelo”

Sección Cuentos de Verano | Diario Hoy Día Córdoba | 30 de enero de 2019


Llevar un pañuelo | Por Fernando Figueras (*) | Escuchar Audio Cuento

El sol desparrama sus sombras en el jardín donde cientos de hojas verdes rodean a una flor inesperada. Un pájaro oculta su identidad cantando apenas un sonido. En otra ocasión, con una mañana como esta Nahuel hubiese salido a jugar.
Dentro de la casa la tía Luciana besa la frente de July, quien desde ayer no hace más que dejarse mecer, arrugar la cara de golpe y ponerse a llorar. Nahuel las mira mientras va y viene por el ambiente, incapaz de cambiar nada. Todos se han ido al velorio y se descubre más solo que nunca.
Busca amparo en las fotos colgadas en las paredes, sin saber si lo ayudarán a pasar el tiempo o lo sacudirán un poco más. Son tres imágenes de cuando era más chico, bien chico, tanto que aún nadie le pedía nada, un inútil sin culpa, de la edad de July ahora: aquella mirada enamorada en brazos de mamá, la aventura entre la espuma a orillas del mar, una risotada plena saliendo de su boca bordeada de chocolate. En ninguna de esas fotos se lo ve al padre, quien seguramente estaría detrás de la cámara corrigiendo ubicaciones, censurando gestos, pidiendo atención.
Pero el padre ya no va a pedirle nada más. Ni que le ponga manteca a su tostada —tanta que la imaginaba carnosa viéndolo morderla— ni que le alcance las ojotas, ni que le limpie los anteojos, pedido especialmente molesto, no por el favor en sí, sino por la dificultad para lograr un resultado óptimo, o sea, el resultado que el padre quería. La secuencia empezaba cuando se sacaba los lentes, los repasaba con la punta del piyama, los alzaba para controlarlos al trasluz y hacía una mueca de disconformidad a la que seguía el molesto “limpiámelos”, acompañado a veces de un “por favor”, que trasformaba al pedido en algo que no era una orden, pero,aun así, era inapelable. Nahuel jamás le dijo “¿por qué no los limpiás vos?” o cosa parecida. Negarse no entraba dentro de sus opciones. Si hasta ahí la situación era incómoda, lo que dejaba huellas más profundas era volver del baño con los anteojos mal lavados, con rastros del secado, marcas leves pero visibles que agriaban el humor paterno.
Entre todos aquellos pedidos había uno especial: el del pañuelo. Era fácil de cumplir, pero el más temido por Nahuel. El ritual comenzaba siempre de manera similar: una simple mirada del padre seguida de un gesto con el mentón le indicaban a Nahuel que debía ir a buscar el pañuelo lavado, planchado y guardado por la madre en el cajón de la mesita de luz en la habitación de arriba, pasando el vestíbulo, es decir, atravesando la oscuridad.
El vestíbulo era —además de una palabra insólita aprendida en esa casa— un pequeño cuadrado sin iluminación, innecesaria —según el padre— dada su condición de lugar de paso. A juzgar por su inacción, la madre estaba de acuerdo, así que Nahuel no tenía otra alternativa que no fuera cruzar esa negrura bien rápido, encogido, tocando lo menos posible las sombras que lo rodeaban. Llegaba tenso a destino, se apoyaba en el marco de la puerta, buscaba el interruptor del otro lado de la pared, un poco por arriba del nivel de sus hombros y lo apretaba. En este punto, con la habitación encendida, todo debía ser alivio, salvo por el hecho de que, al prender la luz, Nahuel veía una mano asomando entre las cortinas que cubrían las ventanas, más allá de la cama. Era negrísima, un racimo despojado y seco que se crispaba al ser descubierto y se escondía en los pliegues de las cortinas como un puño en un bolsillo. Sin embargo, no debía abandonar su tarea, eso lo tenía claro, así que ─más allá de sustos y temblores─ completó siempre la misión, bordeando la cama, sacando el pañuelo del cajón de la mesa de luz y desandando el camino hasta salir de la habitación. Al apagar la lamparita sentía un escalofrío en la espalda, una serpiente de hielo que se enroscaba en su columna y lo impulsaba a acelerar el paso por el vestíbulo y bajar las escaleras atolondrado para serenarse recién a mitad del descenso, pañuelo en mano, rodeado de claridad y con la familia a la vista.
Después del primer encuentro con la mano no dijo nada. Entró en un mutismo pronunciado que a nadie sorprendió; lo suyo nunca había sido el diálogo. Tal vez July lo sintió algo más distante, un juguete roto. Pero cuando se repitió el hecho, una vez entregado el pañuelo y terminada la cena, le contó a la madre lo que sucedía. Ella escuchó como quien escucha una leyenda y se agachó para explicarle que en realidad no había visto una mano; solo le había parecido verla. Luego le revolvió el pelo ordenándole la imaginación y siguió con lo suyo. Si esa era la respuesta de la madre, hablar con el padre no tendría mucho sentido, pero estaba tan asustado que decidió probar. Fue un error comenzar con que “le había parecido ver una mano”, obviar la descripción de detalles y rematar con un tono propio de quien duda de sus palabras. Todo quedó en una anécdota que el padre escuchó en silencio, sin moverse de su asiento, esperando el final para pedirle que le alcanzara el control remoto de la tele.
Anoche, estaban los cuatro abajo, en la cocina, la madre colando los fideos mientras derretía manteca en la sartén, July golpeando el plato con su cuchara de plástico, Nahuel y el padre sentados a la mesa esperando la comida. El chico deseaba solo una cosa: que papá no lo mirara. Si lo hacía, sería para pedirle que le trajera el pañuelo, así que Nahuel posaba la vista en el conjunto July-cuchara-plato, luego en el piso, enseguida en un ángulo cualquiera entre el techo y la pared, o simplemente sobre sus propias manos, como si con eso pudiese evitar el pedido. Deslizaba la punta de un dedo por el borde del vaso cuando el padre estornudó y el sonido actuó como una trampa haciendo que Nahuel, sin pensarlo, perdiera el control y lo mirara. Eso bastó para que el padre señalara las escaleras con la cabeza apuntando hacia arriba, y para que Nahuel supiera lo que tenía que hacer.Se levantó y caminó hacia allí con el pecho comprimido. La sequedad en la boca se le hizo evidente al pisar el primero de los once escalones entre los que se veían las fotos de infancia en estricta sucesión de mamá, playa y chocolate.
Al subir, los escalones se angostaron con el avance de las sombras. Nahuel respiró alzando por demás los hombros y resoplando. “No hay nada”, se repitió, como lo hacía siempre que llegaba al borde de la escalera, “no hay nada”, en un susurro incapaz de ahuyentar a ningún monstruo.
“No hay…”, dijo y se tragó la última palabra con la saliva de la angustia. Los sonidos cotidianos ─el agua cayendo en la pileta de la cocina, la gaseosa llenando un vaso, los cucharazos de July, la puerta de la heladera─ sonaban abajo, pero para él todo era silencio. Una vez más, el miedo lo había dejado a solas con su corazón que latía como el de aquel conejito de campo que, al alzarlo, palpitó una vez en sus manos, alborotado, frágil, sacudiendo la piel del animal.
Su corazón de conejo estaba aceleradísimo. Atravesó la oscuridad del vestíbulo, tanteó la pared de la habitación del lado interior y apretó el interruptor. En un mismo acto, la bombita se prendió y explotó, o tal vez solo explotó y la luminosidad del cuarto fue producto del estallido. En ese flash mínimo no alcanzó a ver nada entre las cortinas. “Dale Nahuel, que sirvo…”, apuró la madre desde abajo. El resplandor leve de la noche se colaba azul a través de las cortinas y hacía visible una porción del acolchado, apenas. Tenía que tomar el pañuelo de cualquier forma, y podía hacerlo en la casi penumbra, de memoria. Caminó por la habitación orillando la cama, como por un segundo vestíbulo, duplicando el tormento. A cada paso se le cerraba más la garganta; sentía la boca de madera. En el pecho resonaba un doble bombo vertiginoso que contrastaba con su lentitud al andar. Con brazos de sonámbulo tocó la mesa de luz. Controlando de reojo las cortinas, abrió el cajón. Metió la mano y al tomar el pañuelo sintió un apretón fuerte en la muñeca, algo rugoso y áspero. Un acento en el pecho lo derrumbó. Cayó sobre la cama, a medias azulado. En su mente, hubo un instante de apagón y quietud, un lapso ciego. De a poco empezó a salir del aturdimiento. Buscó alrededor algo que lo orientara. Tenía los ojos abiertos y ningún recuerdo de haberlos cerrado. La luz que venía de la escalera, más allá del vestíbulo, le sirvió de guía. Se incorporó sin dificultad, ágil de golpe otra vez y salió de la habitación. No tenía el pañuelo, ni la menor idea de dónde había quedado, pero no le importó. Iban a escucharlo, tendrían que entender por fin que no estaba imaginando nada ni hablando en broma. Atravesaba el vestíbulo cuando vio a su madre subiendo las escaleras, pronunciando su nombre con hartazgo contenido. Nahuel quiso explicarle la demora pero fue inútil, ni una palabra salió de su boca, ni un sonido siquiera. Ella apuró el paso y siguió de largo. Intentó encender la luz en vano, pero aun así algo alcanzó a ver, una escena que le hizo gritar de tal manera que levantó a su marido de la silla. Dando zancadas, el hombre llegó a la habitación y los gritos se multiplicaron. Nahuel, ignorado dos veces en la oscuridad del vestíbulo, regresó al cuarto con pasos blandos, sin el cosquilleo del miedo en la piel, su corazón sin redobles. Desde el marco de la puerta vio a sus padres en la cama, inclinados sobre su cuerpo. Le palmeaban la cara y lo nombraban entre llantos.

(*) Fernando Figueras (Buenos Aires, 1970). Profesor de Música y escritor. Publicó Ingrávido (Muerde Muertos, 2010), Quepobrestán (nouvelle divague) (Muerde Muertos, 2013), Haikus Bilardo (poesía y fútbol, en coautoría con José María Marcos) (Muerde Muertos, 2014) y Un duelo a cara de perro (novela para público infantil) (Del Naranjo, 2015). Participó en las antologías con los cuentos: Sequía (De Diez, Ediciones Al Arco, 2009, finalista en el Concurso Nacional Roberto Santoro); Cinco microficciones (Poca Cosa, 2012, Letra Sudaca Ediciones); Pileta rusa (Finalista del Premio Nacional de Literatura de Tres de Febrero, 2013); Todos los días menos mañana (Pretérito Absoluto, Colombia, 2013); Zombra (El libro de los Muertos Vivos, Ediciones Lea, 2013); y Todo por deshacer (Entre dientes, Pelos de Punta, 2013). Fue finalista del Concurso Nacional de General Alvarado 2017 con Mechas (Marafonas y otros cuentos). En 2015 y 2016 condujo el programa de radio Intelectoilets junto a Carlos Marcos, José María Marcos y Damián Scokin, cuyos audios y videos relacionados pueden disfrutarse en Muerde Muertos. El realismo delirante, el terror y lo fantástico, pero también el detallado realismo cotidiano, son los elementos que componen la ficción de Fernando Figueras. Es un autor que apuesta por los géneros y uno de los pocos que hay cultivado el western en la Argentina.