Sección Cuentos de Verano | Diario Hoy Día Córdoba | 15 de enero de 2019
Había algo allá afuera | Por Pablo Martínez Burkett (*)
Todas las noches, luego de encender el sistema de alarmas, tengo que abrir la puerta de mi casa para que el circuito se active. No hay peligro alguno porque vivo en un barrio rodeado de alambrado olímpico, puesto de guardia en el acceso y rondines de seguridad por las calles internas. Eso me permite estacionar el coche cruzado, a dos metros de la entrada. Aquí, en las afueras de la ciudad, puedo llevar una vida reposada y sin muchas relaciones al punto que, para exiliar a los vecinos, me compré todos los lotes linderos. No es por nada, pero disfruto mucho de mi soledad. He sabido administrar con recato una herencia y soy de gustos más bien recoletos. Salgo lo mínimo indispensable para abastecerme y comprar algún libro. Prefiero la realidad que encuentro en la literatura a la ilusoria existencia del mundo sensorial. Mayormente, ocupo las jornadas leyendo las queridas páginas. En verano, bajo el sauce; en invierno, ovillado junto a la chimenea. Una exquisita selección de música barroca es mi única compañía, salvo una señora que hace la limpieza y me consiente en las comidas. No necesito nada más.
Antes de acostarme siempre verifico que todo conserve el orden preestablecido, acomodando cada objeto en la posición exacta. Una errada perspectiva llevaría a catalogar mi conducta como trastornada. Pero no. Son simples precauciones que tomo. No hay nada de malo en revisar tres veces las llaves del gas y dos, la caldera. Tres y dos. O controlar que ventanas y puertas estén clausuradas. Sé que en mi celo reposa buena parte de la perpetua identidad de las cosas. Y la ceremonia nocturna sólo se completa al activar la alarma.
La noche de mi condenación, introduje satisfecho la clave y abrí la puerta. Un hedor nauseabundo me hirió la nariz. Me pareció entrever un bulto sobre el coche. Unos perros gruñían a lo lejos. Convencido de que no había sido más que un engaño de los sentidos, me apresuré a cerrar y a subir.
El día siguiente se sucedió sin sobresaltos, pero al llegar la tardecita, me encontraba infrecuentemente agotado. Comí de modo frugal y quise irme a descansar temprano. Apuré el examen. Tecleé los números y entonces recordé lo sucedido la noche anterior. ¿Será que una distracción ha desencadenado lo aborrecible? Aunque abrí cauteloso, me demoré un poco más, lo suficiente como para comprobar que nuevamente allí estaba. Atranqué con precipitación y me quedé apoyado contra la puerta, mientras intentaba que el corazón se aquietara. Los perros ladraban enloquecidos. No podría describir qué era, pero sin dudas, algo estaba sentado sobre techo del auto. Era oscuro, erizado, y sobre todo, con unos ojos que llameaban en la penumbra. Y no, no era un gato. Tampoco una comadreja. Era algo más grande y menos concreto. Y olía a cloaca. La aceleración de los pitidos anunciaba que pronto el sistema quedaría armado. Estuve tentado de permanecer así, para que se disparara la alarma y vinieran a rescatarme. Subí corriendo y me metí vestido en la cama. Un chasquido más largo me garantizó la protección del mecanismo electrónico, pero la tranquilidad no duró mucho. Unos arañazos sobre la chapa, quizás un bramido, me atravesaron el alma. Salté del lecho y febril, atisbé por la ventana, primero guarecido tras la cortina, luego directamente, a través del vidrio. No vi nada. Me felicité. Si llegaba la policía para conjurar los estragos de lo que no está, la conspiración de los vecinos hubiera quedado justificada.
Pretendí explicar la aparente ceguera, culpando a las ramas de un liquidámbar que entorpecían la vista. Era impostergable su poda. Como ninguna precaución es suficiente, lo mandé a talar. Consternado, comprendí que en otoño ya no disfrutaría del concierto en ocre, amarillo y bordó, pero me resultó imperativo negar albergue a tan alevoso asaltante. También me comuniqué con la compañía de alarmas. Hice certificar la sensibilidad de los censores. Fue preciso adicionar una suculenta propina porque era la quinta vez en el año que los citaba. Ni así logré conmover el malhumor de los operarios. Últimamente hay cada guarango a cargo de la atención al cliente.
Con todo, me había olvidado de la visita de unos sobrinos que, con la excusa de presentarme a su primogénito, venían a examinar mi estado de salud mental. Como si no supiera que se quieren quedar con la propiedad y ya se figuran viviendo en ella. La inoportuna presencia no me privó de observar mi liturgia, pero no pude prender el sistema. Sé que son capaces de cualquier artilugio para despojarme de la casa y no quise afrontar lo que había ahí afuera con los parientes dentro. De todas formas, me quedaba el atalaya de mi cuarto.
Aunque era una gran burrada, abrí la ventana. Como no conseguía ver, asomé casi medio cuerpo. Los perros estaban enardecidos y la pestilencia me dio arcadas. Se redoblaba la codicia de lo maligno. Me acosté y mal dormí las dos noches que duró la revista familiar. En ambas noches, me desperté cuando el reloj marcaba las 3.33 de la madrugada. Era otra señal, otra certeza de que lo abominable reclamaba su trono. En la mañana, si bien no hubo forma de evitar que me exhibieran las monerías del pequeño energúmeno, igual me las arreglé para dedicarle tiempo a toda clase de cálculos numéricos deseando descifrar el augurio. Probé cuanta alquimia pudo concebir mi pobre matemática, aún el significado de los sueños en la quiniela, pero fue inútil.
Por suerte se marcharon, satisfechos de verme tan alterado. Ni les presté atención. Ahora tenía cosas más importantes que resolver porque producto de las pesquisas científicas, sabía que era el plenilunio. Por fin quedaría expuesto aquello que me hostigaba. De la excitación, no pude probar bocado. Ni siquiera un libro de Cortázar fue suficiente para mantenerme ocupado.
—Lo único que me falta —pensé no sin una cuota de impudor— mi mente está representando una versión anómala de “Casa Tomada”. Procuré calmarme repasando las diferencias: yo vivo solo y nunca fui un pollerudo. No escucho ruidos dentro de la casa, sino que vengo tolerando la amenaza de unos ojos repugnantes. Pero, por sobre todas las cosas, no estoy dispuesto a abandonar mi hogar. Pese al repetido espanto, voy a confrontar al usurpador.
Despedí con anticipación a la mucama. Me hizo jurarle que me sentía bien. Mientras aguardaba la hora precisa, me abismé en el terror al descubrir que estaba indefenso. No tengo crucifijos ni imagen religiosa que blandir (en realidad, carezco de fe donde guarecer mi orfandad). No poseo armas de ninguna clase, salvo los cuchillos de cocina. Desahuciado, peregriné por las habitaciones. Del minucioso escrutinio, decidí descolgar una réplica de la espada del Mío Cid. Quizás hubiera sido mejor un ínfimo cuchillo. Al menos tiene filo.
La espera había acabado, era tiempo de salir. Abrí con urgencia, confiando en tomar por sorpresa a las fuerzas hostiles, pero ni aún con la luz de la luna llena conseguí enfocar. Los perros aullaban como poseídos. De repente, estalló el olor infernal y luego, un par de brasas centellaron a menos de dos metros. Fue un instante de hesitación. Un ardor me inflamó el cuerpo. Aferré la falsa espada y cargué a los gritos. Una carcajada me devolvía los tajos con los que vanamente hendía las tinieblas.
No estoy seguro, pero creo que un vecino me encontró tirado entre las columnas de la entrada. Cuando recobré el sentido, yacía en mi cama. Estaba incapacitado, supongo que bajo el efecto de un sedante. Alcancé a escuchar al médico cuchichear con la empleada y mis sobrinos detrás de la puerta. El veredicto me sonó vago.
Algunas palabras me indicaron que se hacían arreglos para depositar a una persona en un reconocido manicomio. No quise imaginar la sonrisa en los pérfidos rostros y antes de dormirme, me desentendí del asunto. Ya era la vida de otros. Otros, que tendrían que lidiar con algo que había allá afuera.
(*) Pablo Martínez Burkett. (Santa Fe, 1965). Abogado, autor de Forjador de penumbras (Galmort, 2011); Los ojos de la divinidad (Editorial Muerde Muertos”, 2013) y Mondo cane (Editorial Muerde Muertos, 2016). Ha participado en una decena de antologías y ha obtenido premios en una docena de concursos. Desde 2017 es uno de los socios de Evaristo Editorial. Colabora con regularidad en la revista miNatura, Kundra, Guka y Trenisonmne, entre otras. También en Periódico Irreverentes de España. Ha publicado en las principales revistas de terror y ciencia ficción del habla hispana. Tiene un blog y una página web. Autor recurrente de las revistas especializadas en géneros, Pablo Martínez Burkett conjuga en su obra el amor por las lecturas de Borges, Lovecraft y Laiseca. Inclinado por el formato breve, sus cuentos tienen remates duros, cuyo impacto dramático se atenúa en el barroquismo de la prosa.