El fantástico oscuro, por Roxana Artal para Evaristo Cultural Nº 22
“Pablo Martínez Burkett escribe con artes de
prestidigitador. Este libro es un claro ejemplo. Los cuentos que componen Los
ojos de la divinidad cautivan desde el primer renglón y sorprenden con
resoluciones fantásticas. Fogwill decía que escribir es el goce que integra los
necesarios ejercicios de imaginar y pensar. Eso encuentro en la escritura de
Burkett, un autor indispensable para quien quiera adentrarse en lo más
destacado de la narrativa contemporánea” . Juan Guinot
—¿Cómo nace Los ojos
de la divinidad?
—El nacimiento puede situarse en el armado del proyecto para
presentar en el Fondo Metropolitano de Cultura. A la hora de seleccionar los
cuentos sucedió algo curioso: fui comprobando que los unía un hilo conductor.
Algunos tienen 5 ó 7, otros son más nuevos pero aunque responden a distintas
etapas vitales descubrí que el énfasis estaba puesto en el cambio de mirada, en
una transformación del personaje a partir de esa nueva perspectiva. Y fue una
revelación para mí. Después, estuvo el ojo experto de José María Marcos, de la Editorial Muerde
Muertos, que le dio la forma final. Así nació este segundo libro.
—El noroeste argentino, la selva, la pampa… en varios de tus
cuentos el paisaje se vuelve protagonista. ¿Cómo se define el escenario de una
historia?
—Sea que se viva sumergido bajo toneladas de concreto o
extraviado en la inmensidad de la llanura, me parece que la interacción entre
el hombre y el entorno es determinante. A veces el paisaje es el que me “dicta”
la trama y otras, aparece como telón de fondo. A la hora de escribir, trato de
ser muy minucioso, aún en los detalles omitidos pero que sostienen a aquellos
sobre los que recae el foco. En el caso del escenario, no importa que se trate
de una ciudad inexistente o aún, que carezca de nombre, tiene que presentirse.
Así, en algunos casos conviene a la historia que se desarrolle en las soledades
de nuestras pampas y en otros, en las soledades urbanas.
—Azar versus causalidad parecieran atravesar gran parte del
libro, ¿desde dónde abordás vos tal cuestión?
—Desde la perplejidad, sin dudas. Spinoza decía que para
entender ciertas cosas tendríamos que tener la perspectiva de eternidad que
carecemos. Y Voltaire anunciaba que lo que hoy llamamos azar no es sino el
efecto conocido de una causa desconocida (por ahora). Podría decirse que entre
estas dos aproximaciones oscila el discurrir de mis narraciones. Es una
inquietud muy mía querer descubrir la mano que mece la cuna o por lo menos
bosquejarla, como quien entrevé los contornos por obra de un relámpago.
—La “familia” aparece en tus cuentos de diversas maneras,
¿qué opinión te merece dicha institución?
—Mis padres siguen casados desde hace 50 años, luego de
criar a sus 4 hijos (y ahora a sus nietos). Mis cuatro abuelos igual. Yo mismo
soy un hombre de familia. Es imposible que esta impronta no me lleve a tener
una visión optimista de la familia. De cualquier forma, lo que se predica de
uno no necesariamente vale para todos. Cada cual hace lo que puede y se agrupa
como mejor le sale. Estar bien, intentar ser feliz con otro, no es fácil. Por
eso estoy a favor de facilitar las uniones de todo tipo y darle un marco legal
de igualdad y seguridad jurídica.
—El mundo de lo militar tiene una presencia importante en el
libro, ¿desde qué punto de vista te interesa ese universo?
—Cuando era chico leía muchísimo tanto libros como
historietas de la querida Editorial Columba. Y la mayoría de mis lecturas
versaba sobre gente de armas, sean bucaneros, cruzados, soldados, cosacos,
cow-boys o gauchos. Del mundo militar no me interesa para nada la parte en la
que se hace razonar al otro a fuerza de cañonazos pero sí la porción que (se
supone) implica honor, coraje, determinación, camaradería. La hermandad de
trinchera. Mis soldados son monjes guerreros y no una pandilla de asesinos
cobardes que se alzan contra la
Constitución y los ciudadanos que juraron proteger.
—Buenos Aires aparece en tus relatos desde diferentes perspectivas,
¿qué significa para vos esta ciudad?
—Un enamoramiento infantil que perdura. Yo soy nacido y
criado en la ciudad de Santa Fe. A los 10 años vine por primera vez a Buenos
Aires. Me quedé un mes en la casa de un tío abuelo que era el jefe de la estación
de trenes de Núñez. Y me llevó a pasear por todos lados. Decir que fue un viaje
iniciático es decir muy poco. Me transmitió su amor por una ciudad que también
él había adoptado como propia. Y aquel niño se prometió que cuando fuera
“grande”, viviría en la Reina
del Plata. A los 25 años me mudé y no me fui más. Llevo la segunda mitad de mi
vida viviendo en Buenos Aires y aunque ya no es lo que era, cada día me
propongo seguir viéndola con los asombrados ojos de niño.
—¿Cuáles son y/o han sido tus referentes de la literatura
nacional?
—De bien chico leía Poe, Lovecraft, Wells, Salgari y Verne.
Mi primer cuento fantástico nacional fue “El hombrecito del azulejo” de Mujica
Laínez. Tenía 16 años y supe que eso era lo que me gustaba, abismarme en esa
realidad oscilante donde realidad significa mi gente, mi lugar, mis cosas. Y
empecé a leer a Borges, Bioy Casares y Cortázar. Con cada uno de ellos mantengo
una relación personalísima. El olvidado Pepe Bianco es otro de mis precursores.
A Rodolfo Walsh y Roberto Arlt los descubrí más de grande, pero con igual
fervor integran el panteón de mis dioses literarios. Y el quijotesco Macedonio
(sobre todo por sus teorías y propuestas literarias) quizás sea el dios decano.
—¿Cómo se articulan en vos el derecho y la literatura?
—Probablemente mi formación académica permeé en el gusto por
un lenguaje formal, un poco barroco y hasta deliberadamente anticuado. No soy
un abogado de litigios sino de negocios que además disfruta de la docencia y de
una intensa vida académica. Sin embargo, aspiro a que nada de eso se note a la
hora de escribir (salvo en una serie de ensayos que vengo componiendo sobre
Borges y Cervantes). Me cuido del lenguaje leguleyo, no quisiera sonar a “parte
policial”. Nada obsta a que algunos de mis personajes sean abogados, pero es
simplemente por la comodidad de intuirlos mejor.
—¿Cómo es tu vínculo con la filosofía? ¿En qué sentido te
servís de ella a la hora de escribir?
—Me encanta. Allí hay, justamente, uno de los cruzamientos
de mi formación académica con lo que escribo. Hay ciertos filósofos que la
primera vez que los estudié, tuvieron un efecto pacificador sobre algunas de
mis inquietudes recurrentes: si mentes más esclarecidas ya lo habían pensado,
entonces no estaba tan extraviado en mis cuestionamientos a la noción de realidad.
Y esas controversias asaltan todo el tiempo a mis personajes, que se descubren
presos del engaño de los sentidos, viviendo irrealidades, asumiendo incertezas
y por lo tanto, obligados a buscar el auxilio en aquellos pensadores que
formalizaron algún tipo de respuesta, aunque sea provisoria.
—¿En muchos de tus relatos hay un coqueteo con el terror,
cómo es tu relación con el género?
—Disfruto mucho del terror. En mis relatos procuro retratar
situaciones donde lo familiar se vuelve ominoso. Me gusta jugar con ese
borroneo de lo real y lo ilusorio que tiñe de siniestro a aquello que hasta
hace instantes formaba parte del paisaje cotidiano. Ser capaz de pulsar la
cuerda del miedo es una capacidad que admiro.
—¿Qué es lo que fascina del universo oscuro? ¿Por qué nos
seduce?
—Se me hace que esa fascinación es algún residuo del hombre
primordial. Contar historias “de miedo” a la vera de la fogata cavernaria era
un ministerio emparentada con lo sagrado, un rito que ayudaba a formar la
identidad de la manada a la vez que servía de prevención contra las numerosas
acechanzas. Y aunque hoy sea ovillados en un sillón leyendo el libro o
agazapados en una butaca del cine, recrear ese estremecimiento primero es una
forma de sentirse vivos.
—¿Sos un tipo religioso?
—Sí, muy. Soy católico. Para mí, la fe es un báculo que nos
permite avanzar por la oscuridad. Y ni Dios ni la fe son susceptibles de
aprehensión por la ciencia o la matemática: se tiene o no se tiene y si se
tiene (y se obra conforme esa fe) cambia la perspectiva y el modo de
relacionarse con los demás. Pero para no escurrirle al bulto a las
impugnaciones racionales, simplemente diré que no se me escapa la admonición
marxista. Pero opio y todo, elijo obrar como un hombre religioso aún por
aquello de “La Apuesta
de Pascal”. Tampoco me resultan ajenas las refutaciones y demostraciones en
contra de este método. Pero a pesar de todo, lo prefiero así porque de otro
modo la soledad existencial se torna mucho más intransitable. En mi búsqueda,
también he asistido a un templo judío a estudiar kabalah y he sido instruido en
algunos rudimentos del budismo, siempre guiado por la necesidad de conocer más
y tratar de establecer un mejor vínculo con la divinidad.
—¿Qué vertiente del terror o el fantástico preferís como lector?
—Prefiero el terror que tiene que ver con lo diabólico, como
en el caso de El exorcista, de William Peter Blatty, o El resplandor, de
Stephen King. Y por supuesto, uno lee y relee a E.A. Poe; H. P. Lovecraft;
Arthur Manchen, Lord Dusany, Lautrémont y un siguen las firmas muy largo. Y por
el lado del fantástico, también prefiero a los clásicos bien clásicos como Hacedor de estrellas, de Olaf Stapledon, o Más que humano, de Sturgeon. No soy
de leer mucha ciencia ficción, salvo Philip K. Dick, algunas cosas de Asimov y
un poco menos de Bradbury. En un escalón aparte, pongo a Neuromante, de
Gibson, sobre todo porque engendró toda la vertiente cyberpunk.
—¿Y como espectador?
—Creo tener una más que interesante colección de pelis
pertenecientes a ambos géneros. Las viejas “cintas” de terror me encantan
(aunque hoy causen más gracia que miedo). Incluyo a todas las de