Hace mucho frío cuando Artaud el Muerde Muertos es quien sopla | Manifiesto Artaud de Todo

La balada del falso Mesías

Cuento del brasileño Moacyr Scliar (1937-2011), narrado por Alberto Laiseca en la Biblioteca Nacional el 8 de junio de 2013 en ocasión de la presentación iluSORIAS (Muerde Muertos, 2013). 

Va a poner vino en el vaso. Sus manos ahora esta arrugadas y tiemblan. Pero todavía impresionan, esas manos grandes y fuertes. Las comparo con las mías, de dedos cortos y gruesos, y admito que nunca lo comprendí y nunca llegaré a comprenderlo.
Lo encontré la primera vez a bordo del Zemlia. En ese viejo navío, nosotros, judíos, estábamos dejando Rusia; temíamos los pogroms. Nos atraían con la promesa de América y para allá viajábamos, comprimidos en la tercera clase. Llorábamos y vomitábamos, en aquel año de 1906.
Ellos ya estaban en el navío cuando embarcamos. Shabtai Zvi y Natan de Gaza. Nosotros los evitábamos. Sabíamos que eran judíos, pero nosotros, los de Rusia, somos desconfiados. No nos gusta nada quien es más oriental que nosotros todavía. Y Shabtai Zvi era de Smirna, Asia Menor —lo que se le notaba en la piel morena y en los ojos oscuros. El capitán nos contó que era de una familia muy rica. De hecho, él y Natan de Gaza ocupaban el único camarote decente del barco. Entonces, ¿por qué se iban a América? ¿Por qué huían? Preguntas sin respuesta.
Natan de Gaza, un hombre pequeño y trigueño, nos despertaba particularmente la curiosidad. Nunca habíamos visto un judío de Palestina, de Eretz Israel —una tierra que para muchos de nosotros sólo existía en los sueños. Natan, un orador elocuente, le hablaba a un público atento sobre las suaves colinas de Galilea, el hermoso lago Kineret, la histórica ciudad de Gaza, donde él había nacido, y cuyas puertas Sansón había arrancado. Cuando estaba borracho maldecía la tierra natal: “Piedras y arena, camellos, árabes ladrones...” A lo largo de las Islas Canarias, Shabtai Zvi lo sorprendió maldiciendo Eretz Israel. Le dio una paliza hasta dejarlo caído en el piso, sangrando; cuando Natan osó protestar, lo derribó con un último puntapié.
Después se pasó días trancado en el camarote, sin hablar con nadie. Cuando pasábamos por allí oíamos gemidos... y suspiros... y suaves canciones.
Una madrugada nos despertamos con los gritos de los marineros. Corrimos a cubierta y allí estaba Shabtai Zvi nadando en el mar helado. Estaba completamente desnudo y así pasó a nuestro lado, de cabeza erguida, sin mirarnos —y se encerró en el camarote. Natan de Gaza dijo que el baño había sido una penitencia, pero nuestra conclusión fue diferente: “Es loco el turco”.
Llegamos a la Isla de las Flores, en Río de Janeiro, y desde ahí viajamos hacia Erexim, desde donde fuimos llevados en carretas a nuestros nuevos hogares, en la colonia denominada Barón Franck, en homenaje al filántropo austríaco que había patrocinado nuestra venida. Nos sentíamos muy agradecidos a este hombre al que nunca llegamos a conocer. Algunos decían que en las tierras en que estábamos siendo instalados, más tarde pasaría el ferrocarril, cuyas acciones el barón tenía interés en valorizar. No lo creo. Más bien creo que era un buen hombre, nada más. Le dio a cada familia un lote de tierra, una casa de madera, instrumentos agrícolas, animales.
Shabtai Zvi y Natan de Gaza continuaban con nosotros. Recibieron una casa, aunque al representante del barón no le agradó nada la idea de ver a los dos juntos bajo el mismo techo.
—Necesitamos familias —dijo con tono incisivo— y no gente rara.
Shabtai Zvi lo miró. Era tal la fuerza de su mirada que nos quedamos paralizados.
El agente del barón se estremeció, se despidió de nosotros y se fue apresuradamente. Nos abocamos al trabajo.
¡Cómo era dura la vida rural! Talar árboles. Labrar. Sembrar. Las manos se nos llenaban de callos de sangre.
Durante meses no vimos a Shabtai Zvi. Estaba enclaustrado en su casa. Aparentemente el dinero se le había terminado, porque Natan de Gaza deambulaba por la villa pidiendo ropa y comida. Anunciaba que en breve Shabtai Zvi resurgiría trayendo buenas nuevas para toda la población.
—Pero, ¿qué andará haciendo? —preguntábamos.
¿Qué hacía? Estudiaba. Estudiaba la Cabala, la obra maestra del misticismo judaico: el Libro de la Creación, el Libro del Brillo, el Libro del Esplendor. El ocultismo. La metempsicosis. La demonología. El poder de los nombres (los nombres pueden exorcizar demonios; quien conoce el poder de los nombres puede caminar sobre el agua sin mojarse los pies; y eso sin hablar de la fuerza del nombre secreto, inefable e impronunciable de Dios). La ciencia misteriosa de las letras y de los números (las letras son números y los números son letras; los números tienen poderes mágicos; y las letras son los escalones de la sabiduría).
Es entonces que surge en Barón Franck, el bandido Chico Diablo. Viene de la frontera con sus feroces secuaces. Huyendo de los “Alas Anchas”, se esconde cerca de la colonia. Y roba, y destruye, y se burla. Riéndose, nos mata los toros, les arranca los testículos y se los come casi crudos. Y amenaza matarnos a todos si lo denunciamos a las autoridades. Como si no bastase ese infortunio, cae una lluvia de granizo que arrasa las plantaciones de trigo.
Estamos inmersos en la más profunda desesperación cuando Shabtai Zvi reaparece.
Está transfigurado. El ayuno le devastó el cuerpo robusto, los hombros están caídos. La barba, ahora extrañamente gris le llega a la mitad del pecho. La santidad lo envuelve, brilla en su mirada.
Camina lentamente hasta el final de la calle principal. Nosotros dejamos nuestras herramientas, nosotros salimos de nuestras casas, nosotros lo seguimos. De pie sobre un montículo de tierra, Shabtai Zvi nos habla.
—¡Que el castigo divino caiga sobre vosotros!
Se refería a Chico Diablo y al granizo. Habíamos atraído la ira de Dios. ¿Y qué podíamos hacer para expiar nuestros pecados?
—Debemos abandonar todo: las casas; la labranza; la escuela; la sinagoga; construiremos, nosotros mismos, un navío, el casco con la madera de nuestras casas, las velas con nuestros chales de oración. Cruzaremos el mar. Llegaremos a Palestina, a Eretz Israel; y allá, en la santa antigua ciudad de Sfat, construiremos un gran templo.
—¿Y  esperaremos allá  la  llegada  del  Mesías? —preguntó alguien con voz trémula.
—¡El Mesías ya llegó! —gritó Natan de Gaza—. ¡El Mesías está aquí! ¡El Mesías es nuestro Shabtai Zvi!
Shabtai Zvi abrió el manto en que se enrollaba. Reculamos, horrorizados. Veíamos un cuerpo desnudo, cubierto de cicatrices; en el vientre, un cinturón erizado de clavos, cuyas puntas se le enterraban en la carne.
Desde aquel día no trabajamos más. Que el tal bandido destruyera las plantaciones. Que Chico Diablo robase los animales, total nosotros nos íbamos de allí. Derribábamos las casas, jubilosos. Las mujeres cosían telas para hacer las velas del barco. Los chicos recogían frutas silvestres para hacer conservas. Natan de Gaza recogía dinero para, según decía, sobornar a los potentados turcos que dominaban la Tierra Santa.
¿Qué les está pasando a los judíos? —se preguntaban los colonos de la región. Tan intrigados estaban, que le pidieron al Padre Batistella que investigara. El cura vino a vemos; conocía nuestras dificultades, estaba dispuesto a ayudarnos.
—No necesitamos nada, padre —respondimos con toda sinceridad—. Nuestro Mesías llegó; él nos libertará, nos
hará felices.
—¿El Mesías? —el cura estaba asombrado—. El Mesías ya pasó por la tierra. Fue Nuestro Señor Jesucristo, que transformó el agua en vino y murió en la cruz por nuestros pecados.
—¡Cállese, padre! —gritó Sarita—. ¡El Mesías es Shabtai Zvi!
Sarita, hija adoptiva del gordo Leib Rubin, había perdido a los padres en un pogrom. Desde entonces tenía la mente obnubilada. Seguía a Shabtai Zvi por todos lados, convencida de que era la esposa reservada para el Ungido del Señor. Y para nuestra sorpresa Shabtai Zvi la aceptó; se casaron el día en que terminamos el casco del barco. La embarcación quedó muy bien; pretendíamos llevarla al mar, como Bento Goncalves había transportado su navío, sobre una gran carreta tirada por bueyes.
De éstos ya quedaban pocos. Chico Diablo aparecía ahora todas las semanas, robando dos o tres cabezas cada vez. Algunos hablaban de enfrentar a los bandidos. Shabtai Zvi no aprobaba la idea. “Nuestro reino está del otro lado del mar. Y Dios vela por nosotros. Él proveerá.”
Así fue: Chico Diablo desapareció. Durante dos semanas trabajamos en paz, ultimando los preparativos para la partida. Un buen día, un sábado por la mañana, un jinete entró al galope a la villa. Era Gumercindo, lugarteniente de Chico Diablo.
—¡Chico Diablo está enfermo! —gritó, sin bajarse del caballo—. Está muy mal. El doctor no acierta el tratamiento. Chico Diablo me mandó a llevarle el santo de ustedes para que lo cure.
Nosotros lo rodeábamos en silencio.
—Y si él no quiere ir —continuó Gumercindo— vamos a quemar la villa entera. ¿Oyeron?
—Yo voy —gritó una voz fuerte.
Era Shabtai Zvi. Le abrimos camino. Se aproximó lentamente, encarando al bandolero.
—Apéate.
Gumercindo se bajó del caballo. Shabtai Zvi montó.
—Anda adelante, corriendo.
Se fueron los tres; primero Gumercindo, corriendo; después Shabtai Zvi a caballo; y cerrando el cortejo, Natan de Gaza montado en un jumento. Sarita también quiso ir pero Leib Rubín no la dejó.
Nos quedamos reunidos en la escuela todo el día. No hablábamos; nuestra angustia era enorme. Cuando cayó la noche oímos el trote de un caballo. Corrimos a la puerta. Era Natan de Gaza, sin aliento:
—Cuando llegamos —contó— encontramos a Chico Diablo acostado en el piso. Cerca de él, un curandero hacía brujerías. Shabtai Zvi se sentó cerca del bandido. No dijo nada, no hizo nada, no tocó al hombre, sólo se lo quedó mirando. Chico Diablo levantó la cabeza, miró a Shabtai Zvi, dio un grito y murió. Al curandero lo mataron allí mismo. De Shabtai Zvi no sé nada. Vine aquí a avisar: ¡Corran, huyan!
Nos metimos en las carretas y huimos a Erexim. Sarita tuvo que ir a la fuerza.
Al día siguiente, Leib Rubín nos reunió.
—No sé lo que están pensando hacer ustedes —dijo —pero lo que es yo ya estoy harto de todas estas historias: Barón Franck, Palestina, Sfat... Lo que voy a hacer es irme a Porto Alegre. ¿Quieren ir conmigo?
—¿Y Shabtai Zvi? —preguntó Natan de Gaza con voz trémula (¿era remordimiento lo que sentía?).
—¡Qué se vaya al diablo, ese loco! —gritó Leib Rubín—. ¡No nos trajo más que desgracias!
—¡No diga eso, papá! —gritó Sarita—. Es el Mesías.
—¡Qué Mesías ni ocho cuartos. Termina de una vez con esa historia, esto va a provocar a los antisemitas. ¿No oíste lo que dijo el cura? El Mesías ya vino, ¿está claro? Transformó el agua en vino y todo eso. Y nosotros nos vamos. Tu marido, si está vivo, y si está bien de la cabeza, que nos siga. Yo tengo la obligación de cuidarte y voy a cuidarte ¡con marido o sin marido!
Viajamos a Porto Alegre. Judíos bondadosos nos hospedaron. Y para nuestra sorpresa, Shabtai Zvi apareció unos días después. Nos lo trajeron los “Alas Anchas”, que habían prendido todo el bando de Chico Diablo.
Uno de los soldados nos contó que habían encontrado a Shabtai Zvi sentado en una piedra, mirando el cuerpo de Chico Diablo. Desparramados por el piso —los bandidos, borrachos, roncando. Había vacas carneadas por todas partes. Y vino. “¡Nunca vi tanto vino!” Todo lo que antes tenía agua, ahora tenía vino. Botellas, cantimploras, baldes, palanganas, barricas. Las aguas de un charco estaban rojas. No sé si era sangre de las reses o vino. Pero creo que era vino.
Ayudado por un pariente rico, Leib Rubin se estableció con un negocio de haciendas. Después pasó al ramo de inmuebles y posteriormente abrió una financiera, y reunió gran fortuna. Shabtai Zvi trabajaba en una de sus firmas, de la cual yo también era empleado. Natan de Gaza se mezcló con contrabando, tuvo que huir y nunca más fue visto.
Desde la muerte de Sarita, Shabtai Zvi y yo solemos encontrarnos en un bar para tomar vino. Y ahí nos quedamos toda la noche. Él habla poco y yo también; él sirve vino y tomamos en silencio. Cerca de la medianoche él cierra los ojos, extiende las manos sobre el vaso y murmura palabras en hebraico (o en arameo, o en ladino). El vino se transforma en agua. El dueño del bar opina que es nada más un truco. De mi parte, tengo mis dudas.