Por Enrique Medina, Página/12, 17 de noviembre de 2010
Al mediodía salíamos de la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, en la calle Cerrito, a pasos de la Embajada Francesa, y tomábamos rumbo hacia el Teatro Florida para apreciar las bondades de las bailarinas de strip-tease. A unas pocas cuadras enfrente de la escuela, llegando a Juncal (aún no se había tirado abajo parte del barrio para hacer la avenida 9 de Julio), vivía Hugo del Carril en un cómodo departamento donde buscaba jóvenes actores para su próxima película, Una cita con la vida. Acudí porque estaba tomando clases de teatro en el Instituto de Arte Moderno del maestro Marcelo Lavalle. Pero no tuve suerte con Don Hugo, a pesar de que yo, un muchachito que se vanagloriaba de los elementales conocimientos de pintura recién adquiridos, había elogiado las dos pinturas expuestas en el living que lo retrataban magníficamente a él y a su adorada Ana María Linch; o quizá por eso, vaya a saberse.
El Obelisco aún se erigía sobre la simple y originaria plataforma circular. Sin duda era una provocación su erecta majestuosidad. Así que, además del célebre chiste en el que un suave hombre dando vueltas a su alrededor termina exclamando: “¡Ah, sería una locura!”, nosotros inventábamos otras historias para ir templando melodiosamente la intensidad del espectáculo que nos volaba la cabeza.
Y escribí, inspirándome en el espíritu colectivo que nos unía, el primer texto de mi Strip-tease. Justamente el final, el que sería último capítulo. No era más que un cuentito delirante, desparejo y sin sentido, que les gustó mucho —o eso me hicieron creer— a mis correligionarios de entonces. Pasando el tiempo, el relato hubo de crecer y algunas partes prefiguraron algo más.
Yo ya había sacado dos libros en la Editorial Sudamericana y Enrique Pezzoni, director de publicaciones, me pidió las páginas de las que yo le hablaba. Leyó, corrigió y aconsejó con entusiasmo. Me dediqué de lleno a la novela. Abelardo Arias me decía que no era tiempo para Strip-tease sino para Polvo y espanto, haciendo referencia con negro humor a su novela capital y a las turbulencias que el país sufría.
Y sí, Buenos Aires, la Argentina, ya era un infierno espantoso que fui injertando a la novela. Con temores y culpas incrustadas en el cerebro del corazón la llevé a editar, aún con dudas. Pero, para mi sorpresa, ya era tarde. Había que esperar. Pezzoni me explicó que, a pesar de que en el juicio contra mi libro Sólo Angeles la Justicia me había sobreseído, lo mismo el libro era secuestrado de los quioscos, y ni hablar de las librerías, por lo que el horno no estaba para bollos. Entonces se me fueron las dudas y me empeciné en publicarla.
Manuel Quiñoy, que además de amigo era, junto a Martini Real, el editor a cargo de la Editorial Corregidor, me acondicionó sobre algo de lo que ya veníamos hablando hacía tiempo: el proyecto de su empresa, ya en los primeros pasos. Así que me pidió, como muestra de compensación y amistad, El Duke para su editorial Eskol, en tanto él metería Strip-tease en Corregidor. Manuel Pampín, amigo y dueño de la empresa (que poco antes, haciendo referencia a mi etapa de escondido en provincias a raíz de algunas intimidaciones, me había dicho: “Vos, si te amenazan, te podés rajar... Pero la editorial no se puede mover, si quieren ponerme una bomba, no cuento el cuento...”), aceptó publicarla, junto a una obrita de teatro infantil con la que yo había ganado un concurso en La Federación Gráfica Bonaerense en mis tiempos de minervista. La idea era amenguar para la época el efecto escandalizador y escatológico de Strip-tease con la pureza de un librito para chicos. Eramos tan inocentes... Fue en 1976, y las dos novelas fueron prohibidas. Pelusa, rumbo al sol, el libro infantil, fue devuelto por todas las librerías a la editorial porque no querían tener ningún libro de ese autor perseguido por los inspectores municipales.
Esto que cuento ocurrió hace 35 años. Hoy, luego de olvidarme de que me había olvidado de esas novelas, ambas vuelven al ruedo, con el pelo emblanquecido, pero con la frente siempre alta y la pluma en ristre. El Duke acaba de publicarse en alemán como Der Boxer, con críticas favorables. Strip-tease, releída, revisada y cuidada definitivamente por Alejandra Tenaglia y Diego Kenis, responsables fervorosos de esta nueva edición de la Editorial Galerna, que me cobijó en los años de soledad y temor, también salta a la pista para interpretar su papel de clown, curioseando, indagando, sugiriendo y apostando al eterno juego de vivir una ilusión nunca realizada, salvo en el plano creativo, en ese espacio donde se mezcla el celeste cielo y la sangre vacía, el beso desconsolado y la furia mística; allí, donde está el numen que cercena el juicio humano; allí, en su preciso punto de oro, donde la libertad de la morisqueta dibuja una risa y la punta de la flecha se clava en la médula del sol.