ENTREVISTA EN TREN INSOMNE. Hoy se sube a nuestro tren el escritor y abogado Pablo Martínez Burkett, y nos presenta su cuento “La santa fe”. Por Soledad Hessel
—¿Cuando y por qué comenzaste escribir?
—De la misma manera que nunca tuve una epifanía que me indicara que quería ser escritor, tampoco tengo la certeza de un momento preciso. Recuerdo una “poesía” que escribí a resultas de una intoxicación masiva en una Primera Comunión (así que debo haber tenido 10 años); recuerdo que escribía y dibujaba historietas en los talonarios usados del negocio de mi abuelo (tenía 12 ó 13); recuerdo que en 4to. año participé representando a mi colegio en el Concurso José Pedroni que era muy reputado en mi Santa Fe natal (de donde infiero que para mis profesoras de Literatura algún mérito habrá tenido lo que escribía a los 16 años); recuerdo las torpes poesías adolescentes a alguna noviecita; recuerdo que ya en la facultad escribía cuentos con regularidad. Pero soy incapaz de identificar un momento genésico. Y tampoco un por qué empecé a escribir. Más bien resultó un proceso que se fue afirmando con el tiempo. Puesto a conjeturar es probable que haya obrado por el deseo de emulación de mis lecturas. Me encantaría tener una respuesta con un poco más de glamour, pero me estaría inventando un pasado que no fue.
—¿De qué se nutre tu escritura?
—De todas mis lecturas, sin dudas. Como decía Borges: un tigre es todos los venados que ha devorado. Yo soy todos los libros que devoro con placer troglodita. Y también me nutro de lo que sucede a mi alrededor porque, si mi trabajo en hacer que lo familiar, lo conocido, se vuelva ominoso, entonces es preciso estar muy atento al entorno para encontrar el atajo por donde se pueda colar la torsión fantástica y conseguir ese extrañamiento de lo cotidiano.
—¿Tenés rituales a la hora de ponerte escribir?
—Alguna vez he leído (y ya no recuerdo) los rituales de escritores famosos. No tengo rituales. Es probable que allí radique la razón por la que nunca dormiré con la fama. Pero para atenerme a la pregunta, no sé si son rituales (porque no me da un desarreglo nervioso en caso de no poder “celebrarlos” y, por otra parte, puedo escribir en cualquier lado, a cualquier hora), pero si estoy en mi escritorio prendo patchouli o palo santo o sándalo. También tengo incienso de las iglesias. Me gusta mucho el olor de las maderas nobles. Supongo que me facilita entrar en cierto estado de quietud interior o conexión (no me preguntes con qué porque no lo sé). También soy de escuchar música según lo que esté escribiendo pero mayormente música incidental china. Es creencia entre los orientales que hay cinco tonos cósmicos que se corresponden con cinco sistemas corporales y que una resonancia melódica propicia ayuda a la circulación del Chi o energía vital. Esa sería una explicación sesuda. Otra sería que prendo sahumerios simplemente porque me gustan mogollón (como diría una amiga española trasplantada).
—¿Hay algún tema que aún no te animaste a enfrentar con tu escritura?
—Hace unos cuantos años me preguntaron algo parecido en una audición de radio. Y respondí que como papá de una nena (en esos momentos de unos 2/3 años) no podría escribir algo que significara violencia o abuso infantil. Pero la pregunta me quedó picando porque a mi modo de ver, el escritor debe despojarse de sí y dejarle espacio a sus personajes. Por entonces estaba escribiendo una novela por entregas situada en un mundo devastado por el apocalipsis climático donde los vampiros están en una guerra de supervivencia con la humanidad. Llegué a casa y escribí un capítulo donde los Hijos del Sol Negro hacen una verdadera salvajada con la hijita del médico que descubrió una forma de exterminarlos. Quedé emocionalmente extenuado pero satisfecho porque sentí que había avanzado un escalón en eso de darle vida propia a los personajes, con prescindencia de mi escala de valores.
—Te doy una bola de cristal para ver el futuro, ¿cómo te ves?
—Cuando salió mi primer libro, en la librería de un shopping del conurbano había una torre con libros de un periodista de chimentos que tenía, sólo en ese local, más ejemplares que toda mi edición. Ese tackle al ego fue muy educativo. Por otra parte, vivo en un país periférico, escribo en un idioma periférico y me dedico a un género periférico. De modo que no me veo en Suecia recibiendo el premio de la Academia. No estudié Letras (ni siquiera fui a la facultad en Buenos Aires). No pertenezco a ninguna runfla, no formo parte de ningún cenáculo ni orden sagrada. Pero todos estos elementos objetivos antes que desmoralizarme simplemente le dan marco a la batalla. Arrancamos 5 goles abajo. Hay que apretar los dientes y redoblar el esfuerzo supliendo con ingenio y talento lo que aparecen como condiciones muy adversas. Uno no se bate porque vaya a ganar: se bate porque es hermoso. Consecuentemente, me veo publicado varios libros más, tanto de cuentos como un par de novelas, aquí, en España y en USA, donde aspiro a publicar en inglés. También asistiendo a algunas convenciones mundiales del género como invitado. Y por supuesto, me veo multiplicando las visitas a los colegios para compartir lo que escribo con la pibada. La devolución que te hacen los chicos es muy enriquecedora y el cariño que te dan pone a prueba la robustez coronaria.
—Hoy ¿por qué escribís?
—Por lo mismo que ayer: porque me encanta contar historias.
“La santa fe”
La mayoría de los hombres no son capaces de pensar, sino sólo de creer, y no son accesibles a la razón, sino sólo a la autoridad. Arthur Schopenhauer
Soy el archivista del museo. Es sólo una tarea administrativa, pero me gustaba imaginar que era el guardián de la memoria. Hoy preferiría sufrir de amnesia no tanto por el desmoronamiento de aquello que dábamos por cierto sino por el terror que me atenaza las entrañas. Como muchos, escuché la historia de boca del Padre Rincón: en una de las tantas crecientes, un camalote trajo un yaguareté que se metió en una sala del Convento de San Francisco. Al llegar la noche, un curita cerrando puertas lo confinó sin darse cuenta. A la mañana siguiente, el felino hambriento mató a tres frailes y un seglar. La versión oficial dice que el alcalde Urbano de Iriondo organizó una partida que acorraló a la bestia en la sacristía y lo mató. La huella del zarpazo en una mesa de madera quedó como testimonio de la carnicería. Sin embargo, olvidada en el fondo de una caja con papeles legados al museo encontré una carta. Omitiré el nombre de su autor, pero era un miembro de aquella partida quien, en la hora postrera, quiso morir en paz. Me bastó una leída para advertir la verdad del relato y saber que hubo una confabulación para ocultar lo abominable. Moderando el arduo castellano de 1850 copio la parte que importa: “Siempre es mejor echarle la culpa a las fuerzas de la Naturaleza que admitir el reinado del Mal. Los muertos fueron reales no así el agresor. Ningún animal se aventuró por las galerías del Convento. Sí un horror innombrable, un ser monstruoso, con garras descomedidas y dientes feroces, que con el poder de una horda salvaje emergió del río. Un ser retorcido por la furia y la maldad. Una sombra maligna, una excrecencia del Infierno que codiciaba el alma de los hombres santos. Inútiles fueron las invocaciones, vanos los apresurados exorcismos. Los mató uno a uno entre gorjeos que parecían carcajadas. Y como vino se fue, reptando hasta el agua con una velocidad pasmosa mientras todo a su alrededor se volvía pútrido y fosforescente. El padre de la iglesia Matriz y el Cabildo en pleno nos obligaron a jurar ante la Virgen de Garay que jamás contaríamos lo que vimos. Aunque no quiero presentarme ante el Creador con el peso de esta infamia ya estoy condenado. Por eso escribo esta confesión que antes que disculpa es advertencia. El demonio volverá una y otra vez”. Ojalá alguien encuentre estas líneas. Todo ha tomado un color extraño y se instaló un frío anómalo que huele a podrido. Zarpas inhumanas ya rasgan mi puerta. Es hora de pagar el precio de mi delación.