“La abundancia de teclados y sobreabundancia de redes sociales han creado la ilusión de que cualquiera puede escribir”. Pablo Martínez Burkett
Por Pablo Di Marco - Especial para Libros & Letras
Me gusta pensar que el terror es a la literatura lo que el blues a la música. De ser así, Pablo Martínez Burkett tal vez sea el Howlin’ Wolf de la literatura contemporánea argentina. Aprovechemos la luna llena, cerremos los libros y desenchufemos los parlantes, es tiempo de hablar con Pablo Howlin’ Burkett de algunos de los temas que más nos apasionan.
—Sos un escritor que conoce bien el mundillo literario argentino. ¿Recordás qué expectativas te despertaba ese mundillo en tus inicios? Hoy, que pasó algo de agua bajo el puente, ¿sentís que esas expectativas se cumplieron?
—Yo nací y me crié en Santa Fe y vine a Buenos Aires apenas me recibí. Estudié una carrera que ni rima con Letras. No asistí a ningún taller ni pertenezco a cenáculo o aquelarre alguno. El mundillo literario me resultaba totalmente ajeno, así que tuve que hacerme solo. Mi abuela decía “estropeando se aprende” y ese fue el método científico de mi inserción. De cualquier forma, uno imaginaba a priori que era un nido de víboras, con egos elefantiásicos y poses de astro. Por supuesto que hay muchos al borde del ataque de importancia, pero al menos en el segmento donde me muevo no es tanto. Contrariamente a lo que pudiera pensarse, he encontrado grandes amigos, muy generosos en todo sentido. Son buena gente que hacen una militancia de la generosidad. Adicionalmente y en materia editorial, al principio, el libro en sí mismo era el objeto más preciado, la meta imposible. Después vas aprendiendo que hay editoriales que en realidad son imprentas disfrazadas.
—Mientras les pagues te imprimen hasta la lista de compras del almacén.
—Si le tirás una pizza, igual te la imprimen porque su negocio es lucrar con el ego de los autores ignotos. Pero en la Argentina hay también un segmento de editoriales independientes que están trabajando muy bien.
—Tu último libro, Mondo cane, consta de sesenta relatos breves de terror. Te repito la pregunta que le hice hace poco a Esteban Dilo: ¿es atinado comparar al terror con el blues? Lo digo en el sentido de que son géneros profundos a pesar de su aparente rigidez.
—Qué interesante comparación. Nunca se me hubiera ocurrido y eso que soy un enfermito del blues y ciertamente que es muy atinada. Veamos: el blues clásico sigue una estructura de doce compases. Y las estrofas tienen en general la misma hechura: A A B. Sin embargo, vos podés escuchar un blues, digamos “Stormy Monday” y cada artista le va a dar un matiz, un énfasis que, aun siendo el mismo tema, va a sonar totalmente distinto. Me parece que con el terror pasa más o menos lo mismo. Lovecraft advertía que “la emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido”. El miedo siempre es el mismo, pero es el oficio el que te permite encontrar el atajo para presentar una historia con un énfasis diferenciador. Yo al menos, conservo esa esperanza.
—Me vino a la mente aquella frase que decía “El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro”. Cambiemos de tema: conociste a Alberto Laiseca, ¿no es así? ¿Qué recuerdo tenés de esos encuentros?
—En rigor de verdad, mis primeros amigos escritores eran todos alumnos de Laiseca: Juan Guinot, José María Marcos, Fernando Figueras y tantos más. Entonces, aunque (lamentablemente) no asistí a sus talleres, tuve la oportunidad de concurrir a numerosos eventos donde Lai era la estrella. Hasta supe asistir a uno de sus cumpleaños. Mis amigos lo amaban y me trasmitieron su amor. El Mostro tenía una sabiduría, una versatilidad única. Su inasible genio era fascinante. Era en sí mismo un personaje y quizás el último gran escritor de su generación. Stevenson decía que el trabajo del escritor era encantar las palabras: Laiseca te hipnotizaba. Su capacidad para crear atmósferas fue para mí un gran aprendizaje. Lo más lindo que me pasó con Lai sucedió mucho de antes de conocerlo en persona: aunque algo había leído no me había impresionado del todo. Un sábado a la noche estaba la tele prendida en un canal al azar y yo estaba cocinando. Justo pesco el programa donde recreaba cuentos de terror. Anunciaban “Casa tomada” de Cortázar que es uno de mis relatos favoritos (al punto que me lo sé casi de memoria). Me busqué una silla y me senté con alguna suspicacia. Cuando terminó estaba parado aplaudiendo. Así de genio era. Desde entonces me hice su fan.
—Creo que, en general, con el correr del tiempo los escritores suelen ganar oficio y perder entusiasmo y espontaneidad. ¿Coincidís? ¿Cómo se hace para recuperar aquellas lejanas ganas de comerse al mundo?
—Es cierto que uno gana oficio. En mi caso, imagino que el entusiasmo difícilmente se me agote pero confieso que lo de perder espontaneidad (yo hablaba de frescura) era uno de mis temores. Pero era un error. En la medida que uno se va profesionalizando, comprende que no escribe para suturar la propia herida narcisista, antes bien, uno escribe para que lo lea la mayor cantidad de gente. Y con ese cometido se torna evidente que hay que componer un producto que sea legible. Y eso sólo se logra siendo cada día más profesional. La abundancia de teclados y sobreabundancia de redes sociales han creado la ilusión de que cualquiera puede escribir.
—¿El ser abogado te jugó a favor o en contra a la hora de escribir?
—El Derecho es lógica pura y los abogados nos acostumbramos a razonar bajo el paraguas pacificador del silogismo, de modo que es probable que muchos de mis relatos estén planteados con esa forma de argumentar. Después vienen los firuletes y la sorpresa que aspira a romper con la previsibilidad, pero eso ya es otra cosa. A mi modo de ver, ha sido una buena influencia. De igual manera, me parece que mi condición de docente ha tenido mayor preponderancia en cuanto al apego por el rigor científico, el vocabulario y la prolijidad en la ilación de los razonamientos.
—Vamos con la última y clásica pregunta de Un café en Buenos Aires, Pablo: te regalo la posibilidad de invitar a tomar un café a cualquier artista de cualquier época. Contame quién sería, a qué bar lo llevarías, y qué pregunta le harías.
—Borges, sin dudarlo.
—¿Sabés algo? Cuando yo era chico solía acompañar a mi papá a la confitería Richmond, en la calle Florida. Y más de una vez papá me dijo: “Mirá, ese señor sentado en esa mesa es Borges, el mayor escritor de este rincón del mundo”. Y yo, que tendría cinco o seis años, no le prestaba la menor atención. La chocolatada que tenía delante me parecía mucho más interesante que ese viejo de bastón. ¡Lo que daría hoy por tener a Borges tomando un tecito en la mesa de al lado!
—¡Buena anécdota! Volviendo a tu pregunta… es posible que lo convidara a Borges al Bar Británico porque es uno de los pocos bares típicos que quedan en Buenos Aires. Queda en la esquina de las calles Brasil y Defensa, en el Barrio de San Telmo, justo en la entrada del Parque Lezama, donde iba Borges con Estela Canto, a quien le dedicó El Aleph.
—En el Bar Británico por ahí te encontrás con el fantasma de Sabato revisando algún párrafo de Sobre héroes y tumbas.
—¡Claro! Y la pregunta… ¡Qué difícil! Pero como Borges era un gran hablador, quizás bastara preguntarle cómo se le ocurrió la idea de El Aleph (ya que lo evocamos) y dejar que se explayara con la admirable capacidad de asociar ideas que tenía. Hay que tener mucho coraje para preguntarle a Borges.