Este año se cumplieron 80 años de la muerte de Horacio Quiroga (1878-1937), el escritor uruguayo más argentino que se conozca hasta la fecha. Sus libros de cuentos formaron a generaciones de lectores desde la infancia. ¿Quién no leyó en la escuela primaria Cuentos de la selva y, luego, Cuentos de amor, de locura y de muerte? Del primero de esos libros se cumplen además cien años en 2017. Los narradores de literatura realista y fantástica no pudieron desconocer las reglas, establecidas de manera intuitiva y certera en un decálogo del perfecto cuentista, para convertir relatos en obras maestras. Quiroga introdujo su propia experiencia de vida en las ficciones que escribió en poco más de 30 años.
“Pero lo que se llama ‘vida’ es un efecto de la ficción; Quiroga piensa sus cuentos de monte en oposición al artificio de los otros que se jugaban al desenlace imprevisto de la historia —señala el crítico Osvaldo Aguirre—. En ‘Ante el tribunal’, de 1930, escribió: ‘Yo sostuve la necesidad de volver a la vida cada vez que transitoriamente pierde el arte su concepto; toda vez que sobre la finísima urdimbre de la emoción se han edificado aplastantes teorías’. Quiroga aprendió en San Ignacio ese concepto del arte y tomó al pie de la letra el mandato; más de una vez, según testimonios, hizo largas jornadas en canoa o a caballo sólo para comprobar un detalle o algo que le habían contado. Pero la vida no explica la literatura; es el punto de partida de sus historias, la materia de su imaginación”.
En el canon
La obra de Quiroga integra el canon de clásicos de la literatura argentina y uruguaya. “La lectura de sus cuentos no devuelve ninguna sensación de caducidad, sino de plena vigencia —dice Soledad Quereilhac, investigadora y docente—. Aunque sepamos que sus casi 250 cuentos fueron escritos o publicados en una época distante, entre 1904 y 1928, hay una vitalidad en ellos y una interpelación al lector actual que se renuevan década a década”. Para la autora de Cuando la ciencia despertaba fantasías (Siglo XXI), eso se debe al vínculo que logra Quiroga entre la escritura y la experiencia vital, entre el económico desarrollo narrativo y sensaciones intensas de aventura, terror o muerte en contextos selváticos y urbanos.
“Quiroga distinguió en su obra los cuentos de efecto, derivados de sus lecturas de Poe y de los escritores naturalistas, y las historias a puño limpio, que llegan a su culminación con Los desterrados y son el núcleo de su obra —indica Aguirre, autor de La vanguardia perdida (Ediciones de la Flor)—. Los primeros, que incluyen textos clásicos como ‘El almohadón de plumas’ o ‘La gallina degollada’, han recibido mayor atención de los lectores y de la crítica; los otros decantaron en una especie de estereotipo sobre el personaje de Quiroga”. Allí se esconden claves de la esotérica poética quiroguiana.
Pablo Martínez Burkett es cuentista; en sus relatos, la fantasía también cruza épocas y ámbitos. “Quiroga es uno de los padres del fantástico rioplatense. Sus cuentos parten de una plataforma realista a la que le adiciona esa torsión fantástica que interroga la realidad”. Como muchos, Martínez Burkett leyó en el secundario Cuentos de la selva. “Fue uno de los primeros en recrear el extrañamiento de lo cotidiano, pero con sabor local”, agrega el escritor santafecino.
Un visionario en la selva
Pero Quiroga no fue sólo un narrador de historias truculentas; él ayudó a consolidar un género hoy apreciado por muchos lectores argentinos. Dice Quereilhac: “Quiroga fue uno de los responsables del arraigo y la consolidación de la literatura fantástica en el país, y lo hizo de la manera más eficaz en que pueden darse esos desembarcos genéricos en los países latinoamericanos: reencauzando ciertas convenciones del género, aprendidas mayormente en Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, hacia una sensibilidad y un repertorio de temas locales”.
Quiroga se convirtió, además, en uno de los primeros escritores profesionales del campo cultural rioplatense. “Esa temprana profesionalización dejó marcas en su escritura; lo ayudó a consolidarse, de hecho, como el modernizador de la forma cuento en el Río de la Plata e iniciar una tradición de cuentistas magistrales”, indica Quereilhac. Los escritores de la generación anterior a la de Quiroga, de las décadas de 1880 y 1890, eran médicos o abogados que escribían literatura en sus ratos libres. Quiroga hizo de la literatura una profesión: actuaba en la vida pública y concebía la escritura como un trabajo. “Vivo de lo que escribo. Caras y Caretas me paga $ 40 por página, y endilgo tres páginas más o menos por mes. Total $ 120 mensual. Con esto vivo bien”, se lee en la correspondencia del escritor publicada por Losada.
A la modernización del cuento se suma otro rasgo fundamental, que asomó en relatos como “La insolación” (1908) y se consolidó con eficacia en Los desterrados (1926): la representación literaria del monte chaqueño y de la selva misionera, espacios que tenían escaso protagonismo en una literatura nacional dominada por el tándem campo pampeano y ciudad. “Quiroga imprimió sobre esa naturaleza brutal una mirada sobrenatural, con tintes decadentes y oscuros propios de lo fantástico y el terror, provenientes de su inicial sensibilidad modernista”, observa Quereilhac.
Dos obras reúnen la literatura de Quiroga: Todos los cuentos (Fondo de Cultura Económica, Archivos, 1996) y Obra completa (Losada, 2002-2007), ambas coordinadas por Jorge Lafforgue, en las que participaron también Napoleón Baccino Ponce de León y Pablo Rocca. Quedan aún por explorar sus colaboraciones periodísticas, no ficcionales, que fueron muchas.
Se dijo de él
—“El hecho de que Quiroga se radique en la selva misionera debe ser visto como un modo de renovar su literatura. La selva es un espacio atractivo para su imaginación”. Ricardo Piglia
—“Si ha leído a Sherwood Anderson, algo de ese vagabundeo aventurero se descubre: saberes concretos que se encuentran en los lugares y las sustancias que la literatura no ha tocado”. Beatriz Sarlo