Hace mucho frío cuando Artaud el Muerde Muertos es quien sopla | Manifiesto Artaud de Todo

Breves monstruos de la imaginación, renovados

Ilustración: Max Aguirre.

Nota publicada el 07-02-14 en ADN (La Nación)

Desde los comienzos de la literatura vernácula, los relatos ocuparon un lugar central que se consolidaría, en la centuria pasada, con figuras de la talla de Borges, Cortázar o Bioy Casares. Hoy esa tradición encuentra nuevos autores que apuestan por la originalidad para revitalizar un género en crisis, que se redefine de manera permanente. Panorama de Martín Lojo en La Nación donde destaca a Mariana Enriquez y Gustavo Nielsen, que integran Osario común. Summa de fantasía y horror (Muerde Muertos, 2013).

El asombro es la marca de nacimiento del cuento argentino. Entre las posibilidades ilimitadas de la ciencia, que parecía poder descubrirlo todo, y el ocultismo que resguardaba el secreto, la entrada en el siglo XX se pobló de seres fantásticos y de hechos extraordinarios. Los autómatas de “Horacio Kalibang”, de Eduardo Holmberg; la medicina lindera con la ensoñación en “Fantasía nocturna”, de Martín García Mérou, de allí al mono parlante de Leopoldo Lugones en “Yzur” a los vampiros huidos del celuloide que soñó Horacio Quiroga. Sobre esa colección de prodigios se fundó la tradición más sólida de la narrativa argentina, que construyeron Borges, Bioy Casares, Cortázar, Manuel Mujica Lainez o Silvina Ocampo.
Aun un relato político como “El matadero”, de Esteban Echeverría, debió romper el verosímil realista para lograr su efecto. Sólo al morir de manera anómala el unitario que lo protagoniza escapa de la humillación de sus verdugos y presume su pureza de clase, para que el lector comprenda en qué consiste la diferencia ideológica. Frente a la paciente novela que elabora mundos y destinos completos, el cuento clásico, en su brevedad, sólo cuenta con la fulguración iluminadora de un instante. Ya sea la resolución de un crimen, la aparición del fantasma o la trama social que condiciona las vidas individuales, el relato clásico ofrece la fuerza de un momento en el que lo cotidiano se revela como extraordinario y muestra su sentido oculto. En “Algunos aspectos del cuento” (1962) Cortázar comparaba la condensación explosiva del relato con la fotografía: “El fotógrafo o el cuentista se ven precisados de escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento [.] al punto que un vulgar episodio doméstico [.] se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico”.
En sus “Tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia reconoce la forma de esa iluminación profana en una estructura doble. Todo cuento clásico narra dos historias, una lineal expresa y una implícita y de temporalidad aleatoria, sembrada en los detalles, que sólo surge al final o, en el caso del cuento moderno, permanece oculta pero justifica el relato. Con cierta malicia resume los cuentos de Borges: la historia explícita corresponde a un género, el policial, la “ficción científica” o las narraciones de orilleros; la historia implícita es siempre la misma: “La condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino”.
La narrativa argentina de los últimos diez años parece haber puesto en crisis esta forma que dominó el siglo XX. Si bien hay autores, incluso muy jóvenes, que retoman con variantes esa estructura, las nuevas estéticas del cuento abandonan la búsqueda del sentido revelador. Muerto el humanismo, entre la infinidad de discursos administrados desde las redes de comunicación que dominan el siglo XXI, la única universalidad a la que puede aspirar un relato es la del cliché. El asombro se encuentra en caminos más oblicuos. Nota completa AQUÍ