Hace mucho frío cuando Artaud el Muerde Muertos es quien sopla | Manifiesto Artaud de Todo

Pablo Martínez Burkett en “Cosmocápsula”

El autor de Los ojos de la divinidad habla de los procesos creativos en el artículo “Por qué escribo, cómo escribo”, aparecido en la edición de octubre de 2013 de la revista colombiana de ciencia ficción.

Seguramente muchos escritores puestos a hagiógrafos de sí mismos, amañen autobiografías que digan algo así como “Ya desde la más tierna infancia, supe que mi destino era literario”. Siento apartarme del clisé pero jamás tuve esa clarividencia. No hace mucho estaba en Santa Fe, mi ciudad natal, revolviendo cajones en mi casa paterna y di con un certificado de participación en el certamen literario intercolegial José Pedroni. Era un evento que no recordaba. Mirando para atrás y tratando de unir los puntos, es evidente que en la alquimia de mi cerebrito de los 16 años ya se había catalizado cierta inclinación por la escritura, inclinación que mis educadores consideraron bastante como para representar a mi colegio en un concurso literario. Y tratando de explicar esa vocación, quizás una posible respuesta pase por el lado de la lectura. Así como no supe que me aguardaba la etiqueta de escritor, siempre supe que me fascinaba leer. Me crié dentro de una biblioteca. Mi padre oficiaba por las tardes de bibliotecario y yo lo acompañaba “a trabajar”. Y allí me engullía todo lo que el autor de mis días dejaba al alcance: Edgar Allan Poe; H. P. Lovecraft; Julio Verne; H. G. Wells, Emilio Salgari, Cervantes, Borges, Mujica Laínez, Cortázar y Adolfo Bioy Casares, libros de historia y filosofía.
Pero esta voracidad por lo fantástico y en particular, la ciencia ficción, probablemente tenga una raíz anterior a cualquier lectura. A ver si logro explicarme. Pertenezco a la generación que vio en vivo y en directo la llegada del hombre a la Luna. Todavía recuerdo que, volviendo del Jardín de Infantes, mi madre que me dijo: “Pablito vení a ver al hombre en la Luna”. Y en lugar de rumbear para el televisor, salí a la galería mirando para el cielo… Más allá del perdonable despiste, lo que quiero destacar es que ese hecho, ese salto para la Humanidad, me provocó un cambio de enfoque. Y aunque a los 4 años fuera incapaz de expresarlo con palabras, desde entonces sé que la más estrafalaria fantasía puede ser posible. Si a esto lo condimentamos con la serie favorita de aquel niñito: Viaje a las Estrellas pero también Perdidos en el Espacio, UFO y Cosmos 1999, tenemos una percepción por demás de elástica. De modo que cuando más grandecito me eché a volar por los mundos fantásticos, lo hice con el sabor de quien recupera memorias queridas. En las páginas de Verne, Wells, Bradbury, Asimov o Philip K. Dick, no encontraba la crónica de una utopía sino la anticipación de lo porvenir.
Escribo porque leo (soy un coleccionista de libros. Es más, si alguien me tildara de fetichista del libro, no estaría muy errado). Escribo para no incurrir en el sueño de Alonso Quijano. Escribo para liberar las muchas vidas que habitan en mi interior. Escribo porque me gusta, porque me resulta imperativo. Escribo conservando el asombro del universo de aquel niño de 4 años. Escribo porque me divierto buscando un cambio de perspectiva en la habitual aproximación que tenemos del mundo que nos rodea. Lo que llamamos realidad no es si no otra ilusión. Escribo porque me encanta disputar esa convención pacificadora.
Mi formación académica fue en el terreno del Derecho. Y salvo por mis lecturas, soy autodidacta así que no tengo un método. En mi cabeza siempre está borbotando una nueva historia. A veces se cuece a fuego lento, otras es tan urgente que tengo que dejar todo para ponerme a escribir. Investigo mucho. No importa que tan mínima sea la historia: todo tiene que encajar, todo tiene que tener un sustento de credibilidad, fundado en circunstancias perfectamente verificables. No me importa que quizás nadie advierta esos detalles. Sé que son mensajes en una botella. Pero me encanta sembrar mis textos con esas pinceladas.
Alguien me dijo que mi forma de escribir se parece a la confección de un bonsái: una plataforma fáctica más o menos verídica y Los ojos de la divinidad una espesura de exuberante fantasía. Probablemente sea cierto. Eso sí, soy extremadamente prolijo y observante de la buena sintaxis. También me gusta usar todo el ancho del idioma. Por lo demás, soy un barroco en rehabilitación: con los años he ido derivando hacia frases más cortas, con menos pirotecnia. Por estos días me tocó revisar las pruebas de mi segundo libro Los ojos de la divinidad (Muerde Muertos, 2013) cuyos relatos, en algunos casos, tienen varios años. Este de ahora le pegó una podada sangrienta a aquél de entonces y casi no quedaron adjetivos. Espero algún día aprender a escribir, decir más con menos. Sé que eso se logra con oficio antes que con inspiración. Y para que la inspiración llegue, hay que pasarse horas jugando con el teclado. Y “dejar hablar” a los personajes. Que ellos te dicten la historia. Y luego, corregir mucho. Y saber que ninguna historia está completa hasta que el lector recomponga las palabras a través del prisma de sus propias representaciones.
Este manojito de incertezas es en definitiva, lo que me impulsa a escribir.