Yo siempre aconsejé a
mis estudiantes que si un libro les aburre, lo dejen; que no lo lean porque es
famoso, ni porque es moderno, ni porque es antiguo: la lectura es una de las
formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz. Jorge Luis Borges
Por esta vez, sepan disculpar la autorreferencia. Un simple
recurso que se aplica frente a la
alusión. Pero eso viene después:
Suelo leer mucho. Cada novedad que pasa por mis manos es blanco de mi mirada. O me
desvío leyendo textos para las búsquedas bibliográficas que me solicitan. O
cuando acomodo los libros y las revistas en los estantes de las bibliotecas me
entusiasmo más de la cuenta. O los trabajos inéditos de los autores que me
consultan y otro tanto de las editoriales para las que trabajo, los libros que
me envían de regalo, los comentarios de libros que otros escriben. Leo y releo
a Freud, Lacan y algunos otros autores que siempre me acompañan y podría seguir
enumerando oportunidades para leer. Quienes trabajan en el mundo del libro
sabrán de inmediato a qué me refiero.
Seguramente en estos años he desarrollado ciertas mañas
funcionales al trabajo, pero que a
la vez me convierten en un lector menos desprevenido. Debo
tener en cuenta ciertas variables de estilo, de contexto, el marco teórico,
plantearme a qué público se dirige la obra, revisar citas, notas al pie y
muchas veces hasta establecer cambios de formas y contenidos de los textos para
que luzcan más atractivos, interesantes y legibles.
Me gusta leer, aventurarme cada vez y no hay ningún secreto
en eso. Pues leer es tener los ojos abiertos al mundo, con una mirada ancha que
regala siempre el enigma de lo inconcluso. Una pequeña anécdota me viene a la memoria: hace tiempo hablando
del deseo y de los libros, alguien en tono de humor me sugirió: Tendrías que
poner un pasacalle que diga: “Yo ♥ objeto libro”. ¿Quién les dice que este
trabajo no lo sea? Un pasacalle con un tinte más privado que propicia la
circulación del deseo a través del leer.
Era un domingo a
la tarde, un clima de pausa circulaba por mi casa. Me senté
frente al escritorio como tantas veces a leer una novela: Muerde Muertos.
El libro me lo había regalado uno de sus autores, mi amigo Carlos Marcos , quien
agregó algún comentario al pasar que, ahora percibo, no escuché a tiempo.
Su primera carta habrá llegado a destino porque un tal Jesús
desde Salamanca le responde. En el transcurso de la lectura se entera
que su hermano, a quien ha buscado durante mucho tiempo, ha muerto.
Mientras avanzaba en la novela podía captar ciertos guiños
dirigidos a quienes estamos en contacto con los libros, las bibliotecas, buscar
bibliografía, escribir, leer, locuras librescas que atrapaban mi atención.
¡Y qué bien describe Jesús lo que justo ahora siento!
En algún tiempo escribía mucho y todo surgía con fluidez.
No estaba como ahora dando vueltas y vueltas a las frases, estrujando papeles,
y haciendo uno, dos y hasta tres borradores...
Me levanto: Tantas horas sentada me generan mucho cansancio;
paradojas del cuerpo quizás. Voy hacia a
la cocina, me hago un té de frutos rojos y me dispongo a
entrar en la recta final de la historia. Ya caía la tarde y se iba terminando la tranquilidad a mi
alrededor. Pero había algo que me invitaba a seguir leyendo, y descubrir el
desenlace de los muerde muertos.
Así llego a la
última carta de Blaise:
El tiempo había pasado y continúa pasando, pero ya no
importa. Era la fragilidad de esa noche la que nos tenía reunidos en la propia
fragilidad que duele hasta lo imposible. Nuestras tinieblas se deshilachaban en
una orgía atormentada y lastimosa...
Llegaban todos aquellos que nacieron entre libros. Sus
piernas eran de papel y sus brazos de coceduras. Traían el lomo curvado, el
cuero un poco ajado y aún se les podía leer algo del antiguo dorado en los
rostros. Estaban todos aquellos que se marean con alguna antigüedad, los que
desconfían de la literatura de moda, los que lloran, transpiran y eyaculan
tinta. Todos ellos, los bibliófilos que simulan porque creen que así serán
aceptados entre los demás seres humanos, todos ellos venían a nosotros: ... los
hermanos Marcos, Perrot, Henschel, Marcelo Cao , la Vivilibros, Mica... todos... todos
los que recuerdo y los que he olvidado, todos, todos aunque lo nieguen han
estado allí....
En la nada y en silencio nos retiramos entendiendo que las
cualidades que hacían especiales a estas personas, esas características que los
hacían resplandecer en la vida cotidiana, el aura que transportaba su nombre y
su presencia algún día se volverían invisibles. Perdida la esperanza de cada
uno, todos quedaríamos solos. Nada.
Uno entre esos personajes me sonó extrañamente familiar,
volví sobre ellos, volví sobre el texto. ¿Abría leído bien?, ¿quién (¿cuál
otra?) era la Vivilibros? Un personaje que me rozaba de cerca, ¡qué extraña
sensación de golpe encontrarme con un personaje de mi misma! ¿Esa también soy
yo? ¿Quién soy yo? ¿Viviana o la Vivilibros? ¿Aquella que estaba leyendo la
novela o la que gozaba entre los hilos de la historia? De un texto no hay más
sujeto que el lector, ya que el autor queda fragmentado en su historia, en el
relato, convirtiéndose en causa. Entonces, me pregunto: ¿ficción o realidad?,
¿sujeto o personaje?, ¿vida o muerte?, ¿de qué realidad estamos hablando?,
¿existe una realidad que excluye al sujeto o la realidad se construye
a partir de él?
Los muerde muertos no estamos
para revivir a nadie... estamos para hacer hablar a los muertos y también para
la ingrata tarea de callarlos cuando es necesario...
Los lectores estamos para dar vida a aquellos personajes que
transitan por las narraciones. Un lector que se deja atrapar por ese mundo
ficcional que entra a través de sus ojos. La lectura es una de las formas de la
felicidad. Entrecruzamientos donde, más que nunca, la ficción tiene estructura
de verdad.
Nota: El libro de referencia es Muerde
muertos (quién
alimenta a quién...), de Carlos
Marcos y José
María Marcos , editado por la editorial Muerde
Muertos, Buenos Aires, 2012.