Por Violette Leduc
Hay regimientos de ratas encima de mi cabeza. De las que más miedo tengo. Están en los cuatro rincones de mi cuarto. Esperan la señal. Otras tocan el tambor. Esperan el momento para treparse a mi cama. Yo enjugaba el sudor de mi frente. Sus tropas eran un infierno al galope. No se cansaban. El granizo caía sobre la madera. Eran ellas. Entrarán en mi cama, correrán por mi cuerpo. Yo casi no respiraba. Me agazapaba en mí misma. Me apretaba para no atraerlas. Mi cabeza enorme. Llena de absurdas suposiciones. Una rata, de pie sobre mi pubis, con las dos patas delanteras en el aire alertaba a las demás. Roían mi sexo. Muerta, tenía el cuello serruchado por la almohada, por la mala cabecera. Y entonces percibía la mirada fija de las ratas en los cuatro rincones de mi cuarto. ¿Llamar? ¿Gritar? No tenía voz. Un grito durante el día, es un sol que hacemos sufrir. Un grito, por la noche, es un resplandor que despanzurra las tinieblas. ¿Encender la luz? No tenía fuerzas. Aflojaré mis tuercas si me levanto. Caminaré sobre una rata. Avanzaré en mi negro cuarto y treparán a lo largo de mis piernas, a lo largo de mis muslos. Qué ruido... una mesa ha caído en el desván. Es un hombre. No son las ratas. Tengo una enfermedad incurable: veo el mal dondequiera. No veo el mal. Dudo cuando tengo que dudar.
Quizás vuelvan a encontrar lo que han mirado si abren este libro por casualidad. Me pregunto si la literatura todavía existe. El progreso se la ha comido, devorado, absorbido. He ahí la razón por la cual encuentro, preservo, protejo mercancías de literatura en las rutas paliduchas que se pierden en la naturaleza. Lector. Preciosidad de fracasado, ¿me guardas rencor? Pongo mi corazón donde puedo ponerlo, lo recobro menos simple y mejor.