Por José María Marcos
Decir que los cuentos de Fernando Figueras son “delirantes” sería una afirmación para salir del paso y meter al libro Ingrávido en algún estante de lo que solemos conocer como literatura.
Delirio hay, por supuesto, porque cuando uno entra a su mundo siente que todo puede suceder. Sin embargo, no se trata de una acumulación de disparates que sólo nos hace reír, sino más bien una forma descarnada de deconstruir la realidad, de pasarla por encima con un tanque de guerra y luego rearmarla, aunque en esta nueva versión la cabeza haya quedado en los pies, las manos sean los brazos y en las cuencas de los ojos estén nuestras orejas.
Para ser más precisos basta un solo ejemplo. En “Esquinas”, donde un profesor se aferra a una insólita salida laboral, el autor describe la situación de la siguiente manera: “Los que en una esquina eran víctimas de los limpiavidrios, en la otra eran victimarios al volante. Ese era uno de sus problemas en aquella época, quizás peor que su situación económica: lo desesperaba mirar alrededor y no poder tomar partido por nadie”. Y agrega: “Por suerte, a todo esto, el Intendente no hacía nada”. Porque, claro, si el Jefe de Gobierno empezara a trabajar todo podría ser peor. “Con algunos tipos —acota— lo conveniente es pagarles un sueldo para que no hagan nada”.
Tras leer estos cuentos dotados de ingenio y lucidez, uno entiende que el sentido del humor en Fernando Figueras se parece, al decir de Emil Fischer, a un profundo sentido de la supervivencia.