Ayesha. Este es el nombre del personaje de Henry Rider Haggard, en su novela Ella (She): una chica muy mala, soberana de los amajaguers, a quien todos (muertos de miedo) llamaban Quien debe ser obedecida.
Pocos autores han tenido la dicha de fabricar un monstruo absolutamente original. En la antigüedad teníamos a las Gorgonas petrificantes, la Hidra de siete cabezas, a la Esfinge de Tebas y a otros pocos. Pero los más originales son recientes: Drácula, el muñeco de Frankenstein, el zombi, el gólem, cyborg (y robot) y la momia. En realidad, si nos fijamos, veremos que el panteón de las bestias está superpoblado por seres híbridos, mezcla de hombres con alegres bicharracos que ya existen en la realidad. Un purista objetaría incluso a la Esfinge , porque tiene cabeza humana y cuerpo de león. Lo mismo cabe decir del hombre lobo.
Ahora bien, ¿qué significa la palabra monstruo? Según el diccionario es “el ser único en su especie”. Fijarse que no necesariamente ha de ser feo. Pues esto es lo que ocurre en la novela de H. R. Haggard: Ayesha es tan hermosa que los hombres enloquecen por ella. Para no verse obligada a matarlos, las pocas veces que sale de sus pétreas habitaciones lo hace por completo velada, como chica talibán. Hasta las manos debe cubrirse, puesto que ellas solas bastan para el hechizo amoroso (por cierto, no buscado).
Pese a ser contemporánea de Alejandro Magno vive y hace de las suyas en pleno siglo XIX, fresca como una lechugácea. En su momento se bañó en el fuego de la vida y ello le brindó no sólo sobrenatural (monstruosa) belleza, sino también poderes mágicos y algo muy parecido a la inmortalidad. Quien debe ser obedecida vive en un reino sombrío, en las profundidades de África, protegido por pantanos pestilentes. Cruzarlos significa una muerte segura y el paludismo un premio por buen comportamiento, al lado de todo lo que podría ocurrirte. Por de pronto como (y como decía Jorge Luz en “África ríe”) hay “unos mosquitos grandes así, que te sacan el pedazo y se lo van a comer arriba del árbol”.
Ayesha, como ya dijimos, gobierna con mano de hierro a la tribu de los amajaguers, seres primitivos y bestiales que tienen una costumbre deliciosa: a los extranjeros los depositan en un lugar cómodo, donde ya no sientan un dolor ni una necesidad de nada. Eso sí: previamente les ponen de sombrero una vasija calentada al rojo blanco a fin de freírles los sesos. Luego cocinan también el resto y al todo se lo comen. No me parece tan terrible. ¿Acaso ustedes no comen vacas y chanchitos? La antropofagia puede parecer deplorable, así a primera impresión, pero a fin de cuentas es tan solo una costumbre.
Ella, además de una obra maestra, es la novela más original y alucinante que he leído en mi vida. Quien debe ser obedecida es “muy remalísima” (como decía mi hija cuando era chica). Tiene toda la crueldad de una sultana de Las mil y una noches. Si se enoja contigo podría llegar a ordenar, por ejemplo: Cortadle las frutales y verdes frondas. Tronchadlas y metedlas en un frasco de boca ancha, que fue de aceitunas, con ron cubano antiguo, de siete años, a fin de preservar para la historia a sus elípticamente mencionadas partes pudendas.
Proceded ya mismo sin falta. Ahorita. Diría esto mismo, en efecto, sólo que con un lenguaje bastante más ascético.
Sin embargo Ayesha no es mala chica del todo. Tiene mal carácter, es lo que pasa. ¿Pero quién no tiene algún que otro defecto? Sucede en las mejores familias, como decía mi padre.
Nuestra linda y peligrosa monstrua vive con su pueblo en una enorme montaña acribillada de salas y túneles. Miles de años atrás el sitio era el lugar donde los habitantes de Kor, ya desaparecidos, depositaban sus muertos. Seguían un proceso de embalsamamiento único: los difuntos nada tienen que ver con las apergaminadas momias egipcias. Las carnes, los rostros, tienen apariencia de frescura. Como si hubiesen fallecido hoy. Sin embargo son muy inflamables; dichosa circunstancia que es aprovechada por los amajaguers cada vez que necesitan teas para iluminar sus festines antropofágicos. Sus muertitas predilectas son las de pelo largo, porque por ahí arden mejor. Largan llamaradas que recrean la vista. Lo que voy a decir es antiarqueológico, lo sé, pero ¿cómo no entusiasmarse cuando a las difuntáceas les salen chorros de fuego por las orejas, ojos y boca? No lo dice Haggard pero estoy seguro de que también les brotan chorros ígneos de las tetitas. Esta, al menos, es mi expresión de deseos. Si a ello sumamos los alaridos de las víctimas cuando son “envasijadas” veremos que la fiesta es completa. Dejaremos ya de considerar seres primitivos a los amajaguers cuando comprendamos que sus acciones tienen expresión. Y como dijo Oscar Wilde, Príncipe Consorte de la Estética , “Es tan sólo la expresión la que da realidad a las cosas”.
A Haggard le tocaron las generales de la ley respecto a los escritores populares, sean de aventuras o de terror: e l desprecio de la crítica “seria”. El único escritor consagrado que no vaciló en llamarlo genio fue, precisamente, Oscar Wilde, en Sobre la decadencia de la mentira. Un escritor que amo, George Orwell (1984, Rebelión en la granja), dijo (por ejemplo) que los de Haggard eran “buenos libros malos” (Cazando un elefante).
Idéntica cosa le ocurre hoy a Stephen King. No sé que suerte de hechizo maléfico, prejuicio subnormal, pende sobre los escritores de entretenimiento. Supongo que yo, como cualquiera, valoro y admiro a Harold Pinter. ¿Y qué tiene que ver? La imaginación pura es exactamente la mitad del buen arte. Si alguna vez el mundo perece será, precisamente, por falta de imaginación.