Hace mucho frío cuando Artaud el Muerde Muertos es quien sopla | Manifiesto Artaud de Todo

Insomnia | El mundo de Luis Alexis Leiva

Una travesía desde el entierro prematuro de Poe a la Salamanca y la Cueva del Diablo

Por José María Marcos | Especial para Insomnia | Edición 201 (Mayo de 2024)



Un chico observa un libro abierto, voluminoso, tapa dura. Lo abre despacio, con cierta reverencia. Está recostado boca abajo sobre una alfombra pequeña, cuadrada y mullida, color crudo, que está a punto de trasladarlo desde la seguridad del ámbito familiar a una región desconocida, deslumbrante, repleta de peligros. Sus ojos casi no parpadean cuando entran en contacto con las hojas amarillentas. Cauteloso avanza en la lectura, y mientras descifra el sentido de cada palabra, escucha el susurro de un narrador hablando de las formas del miedo. Menciona un espanto que no lo deja dormir. La casa se transforma en una cueva. A su alrededor se acumulan sombras. El extraño dice “catalepsia”, menciona ciudades lejanas, nombres de libros rarísimos, comenta un sueño de un demonio que le muestra una visión con infinidad de personas retorciéndose bajo la tierra, y lo más estremecedor: reseña “casos reales” de mujeres y hombres que fueron sepultados y nadie se dio cuenta de que aún estaban con vida. La postal infantil le pertenece al escritor Luis Alexis Leiva, quien en diálogo con INSOMNIA evocó el impacto que tuvo la primera lectura de “El entierro prematuro” (1844) de Edgar Allan Poe (1809-1849): “Yo tendría ocho años. Con mi primo le habíamos robado a su padre un libro que parecía que tenía historias de terror. No teníamos permitido leerlo. Lo tomamos a escondidas. El momento de la alfombra es de cuando me tocaba tenerlo a mí. El libro se llamaba Narraciones extraordinarias. La lectura me provocó fascinación, placer, excitación. Tengo un sentimiento de entrar en lo prohibido, en una zona de tinieblas. El mundo exterior le transparentaba a mis sentidos su aterradora presencia. Incluso recuerdo el cuento de ese instante: ‘El entierro prematuro’. En ese momento descubrí un placer que no sabía cómo procesar bien, ni de dónde salía, ni nada, pero lo quería todo. En mi casa no había biblioteca. Mis padres ni siquiera habían terminado la primaria. Éramos muy pobres. Pero algo ahí, en esas páginas, lo había cambiado todo y desde entonces nada fue igual”. Tras aquel momento iniciático, la lectura y la escritura nunca abandonaron a Leiva: “El placer de leer me llevó a la escritura, y durante la adolescencia me zambullí de lleno a los intentos con el lenguaje —contó—. Obvio que empecé con poesía. Dado que escuchaba mucho rock, mi enlace más directo fue con la poesía. Ojalá nunca se encuentren esos primeros intentos de historias versificadas”. Más de treinta años después, Leiva acaba de publicar Baviano (2023), novela que forma parte de la Colección Muertos (terror) del sello Muerde Muertos. Allí propone una historia de horror, fantasía y misterio en un viaje desde el Medioevo al siglo XXI, con conexiones entre la región de Salamanca y el pueblo catamarqueño de Baviano. Aborda el mito de la Salamanca (espacio en el que brujas y demonios imparten sus enseñanzas y celebran aquelarres) y lo cruza con la leyenda de la Cueva del Diablo (donde el demonio recibía a sus discípulos). Nacido el 25 de agosto de 1979 en Don Torcuato, provincia de Buenos Aires, su familia proviene de Baviano, pueblito de Catamarca, donde se sitúa gran parte de la trama de la nueva novela. Es autor además de Grietas (2007), Cuentos new age (2013) y Un barrio silencioso (2019). En esta entrevista nos habló de sus primeras lecturas, el origen de Baviano, su relación con los medios audiovisuales y los proyectos en marcha.


CERVANTES, EL MEJOR DE TODOS

Luis Alexis Leiva estudió el profesorado de Lengua y Literatura en el ISP Joaquín V. González y brinda talleres literarios. Es columnista de radio, podcaster, streamer y productor. Está iniciando la décima temporada del podcast El Sonido y la Furia (junto a Matías Pertini), lleva adelante el streaming #CebadoXLibros (por Youtube) y espera volver pronto a Radio Provincia con Narraciones Extraordinarias (programa que él produce , con la conducción de Enzo Maqueira). “En cuanto a la escritura —señaló—, tengo tres novelas cortas terminadas. Un libro de ensayos sobre escritura en proceso de terminar, muy avanzado. También una novela pseudopolicial. Hay bastante aún por publicar y algunas cosas para terminar”.
—Al hablar de lecturas que te marcaron, ¿a quiénes nombrarías como fundamentales?
—Arrancar por Poe ya lo pone en uno de los primeros puestos. Pero también tengo que nombrar a Cortázar, a Borges por supuesto. Para mí el mejor de toda la humanidad es Cervantes. Pero para no ir con los clásicos te voy a nombrar esos autores que me gustaron mucho, mucho, que los leí con pasión e instinto coleccionista en mi temprana juventud pero que no son los obvios: Enrique Symns, Dalmiro Sáenz, José Sbarra, Antonio Muñoz Molina, claro que Stephen King está dentro de mis amores, los dos primeros libros de Marcos Aguinis, Oliverio Girondo, William Burroughs, Truman Capote. 
—¿Das este material en tus talleres?
—En cuanto a mis talleres literarios uso todo material que sirva para aprender herramientas de escritura. La idea del taller es adquirir lo que yo llamo “ojo de escritor”, que consiste en leer para aprender a escribir. No nos centramos en el qué sino en el cómo. Vemos cómo los escritores y escritoras hacen lo que hacen para poder aprehender esa herramienta. Leemos buscando los mecanismos, las formas. En cuanto a la relectura, sí, soy de releer mucho. Sobre todo para usarlo en los talleres. Recuerdo algún recurso y lo busco, releo, voy y vuelvo sobre ciertas lecturas de la que aprendí mucho. Por ejemplo: Fredric Brown, Capote, Faulkner, Cortázar.
—En todos los espacios de difusión le prestás especial atención al trabajo de los contemporáneos. ¿Cómo fuiste cultivando esta relación con la literatura?
—La radio es una de mis pasiones, de modo que hacer radio sobre libros resulta la unión perfecta para mí. La relación con la literatura contemporánea fue de la mano de participar de lecturas, de presentaciones, de leer publicaciones independientes o under. Para cualquier autor que arranque queriendo publicar o aprender a escribir mejor, conocer gente es fundamental. Así como me ayudaron a mí, quiero compartir los espacios para la difusión de autores y autoras que no muchos conocen. Hay que participar de los grupos, de los eventos. Para que te lean tenés que leer a otros, para que vayan a tu evento tenés que ir a otros eventos. Tanto en el taller como en el stream como en el podcast siempre sostenemos que la literatura no es una tarea solitaria, siempre es social, comunitaria. Leer y escribir no son actividades que hacemos aisladamente, son una manifestación de lo humano en sociedad.


DEL CROSSROAD A LA SALAMANCA

—El antropólogo Daniel Granada, en Supersticiones del Río de la Plata, señala las relaciones entre la Cueva del Diablo (Salamanca) y la leyenda de la Salamanca (muy presente en el norte argentino). Baviano se hace cargo de estas conexiones. ¿Cuál fue el impulso para su escritura?
—Fueron varios. El primero es puramente teórico. Para un congreso de estudios americanos, con un amigo hicimos la comparación entre dos leyendas:  la Salamanca (como escuela del inframundo en Argentina) con el Crossroads (donde el demonio es proveedor de habilidades musicales, en EEUU). En ambos casos, el diablo es dador de cultura. A partir de este artículo, y en la misma línea, se me ocurrió que podía escribir una novela sobre las relaciones entre la Salamanca, de Argentina, y la Cueva del Diablo, de España. A esto se le sumó una historia personal. Mi familia viene de Baviano, un pueblito que está monte adentro, a muchos kilómetros de cualquier ciudad. Esa conexión personal, sentimental, familiar y amorosa latía en mi buscando salir. Buscar una voz literaria, un estilo, una forma propia, fue volver a los raíces, abrevar de esa fuente familiar para encontrar “mi tema”. Ya había escrito sobre el barrio, sobre mis lecturas, sobre Borges y Faulkner. Era hora de hablar de algo realmente propio, mío y original, en el sentido de “origen”. Entonces, el impulso podría decirse que fue ponerle al texto todo lo de mi posible. Eso no quiere decir que sea autobiográfico ni mucho menos. Qué más quisiera que ser un mago del siglo XVII y conocer a Cervantes.
—La familia de tu abuela vivía en Baviano, pueblo que es central en el relato. En una nota para la sección “Mundos íntimos” (Clarín, 13/11/2020) decís que “era y es un pueblito extremadamente pobre, rodeado de ríos, cerros y montes. Queda en el Departamento de la Paz, provincia de Catamarca. La ciudad más cercana está a 16 kilómetros de distancia por rutas sin asfaltar ni transporte público”. A la hora de hablar de la localidad, ¿cuánto hay de histórico, de invención, de leyenda, de evocar viejas voces familiares?
—Hay todo. Y de todo. Hay historias familiares camufladas con ficción. El ambiente, la naturaleza, todo eso, busco que sea lo más fiel posible a lo que percibo y siento cuando voy. Incluso, en lo referente al origen del pueblo, hice una investigación de la que salen ciertos nombres, y ciertos datos históricos. Lo fantástico hace que todo sea más digerible y divertido. Incluso reparador. Por ejemplo: que aparezca una entidad sobrenatural que vengue una injusticia criminal es mejor que la realidad cruda y terrible en la que no hubo justicia alguna, sólo daño y miseria.
—¿Investigaste mucho para la creación de esta novela?
—Como te dije antes, la investigación es la de la ponencia. Por lo tanto, El imaginario del diablo, de Ricardo Santillán Güemes, me sirvió muchísimo. Luego recurrí a archivos online sobre los orígenes del pueblo de Baviano. Todos datos oficiales, líneas de tiempo, nombres fundadores. Las fuentes que consulté fueron muchas, antes de escribir y mientras.
—Mezclás la historia y la literatura universal con menciones a Lady Gaga, comedias argentinas de los 2000, canciones de rock, tango, rancheras, milongas. Leandro Arias, en la contratapa, dice: “Baviano es una sólida novela de ritmo sincopado, como una chacarera que une a Cervantes con Bowie y a Di Fulvio con la nigromancia”. ¿Qué podés decirnos de estas mixturas?
—Puedo darte una respuesta serie y otra jocosa, ambas verdaderas y simultáneas. La respuesta seria: pensando en Sandman, de Neil Gaiman, quise hacer esos cruces en los que los personajes estén atrás de cada cosa que conozcamos, hasta la más superflua. Como que Joan Xuárez haya pensado en la letra “Volver” y que especule en dársela en sueños a algún cantor. Creo que la realidad es lenguaje y la literatura moldea de forma estética esa materia, puede jugar y recrear sobre lo no demostrado, los huecos de la historia, lo espacios en blanco de la historia oficial. La respuesta jocosa: lo hice porque me pareció divertidísimo. Incluso hay una letra de The Smith que sirve como final de una historia. Hay frases de los Redondos, canciones mexicanas, insultos fuera de registro. Lleno de giladas para divertirse.
—La edición cuenta con ilustraciones de Marcelo Marchese que proponen una imaginería visual. ¿Cómo trabajaron?
—Siempre es un placer trabajar con profesionales como él. Le gustó tanto la novela y se comprometió tanto con el proyecto que su trabajo fue mucho más allá de lo requerido. No puedo más que estar agradecido con su trabajo y su generosidad. Cuando pensé en él para incorporarlo, le pasé el texto. Lo leyó con tanta pasión que hasta deseaba una versión ilustrada punto por punto. Luego me fue presentando algunos bocetos y así se fue definiendo su lectura visual de la novela.
Baviano incluye la antología Cuentos montaraces, que puede bajarse a través de un código QR (incluido en la publicación de Muerde Muertos). El prólogo y la edición está a cargo de Emanuel Rosso (director de la revista Gualicho) y cuenta con relatos tuyos y otros de Pablo Martínez Burkett, María Negro, Matías Castro Sahilices, Leandro Arias, José María Marcos, Marcelo Rubio, Fernando Farías y Ludmila Ana Ludueña. ¿Cómo surgió esta antología de fantasía y terror rural?
—Como todas las cosas tiene más de un origen. En una charla, hablando sobre la salida de Baviano, un amigo editor y escritor nos contó a mí y a Leandro Arias que alguna vez evaluó impulsar una antología de cuentos weird gaucho y que mi relato “Doña Dominga”, del libro Cuentos new age (2013), estaba en la mira. Yo me quedé repasando el asunto y se me ocurrió que podíamos hacer algo en esa dirección. Dentro de la novela aparece la mención a un antología titulada Cuentos montaraces. Hablé con Emanuel Rosso para hacer real esa antología ficticia y todo cobró cuerpo. Un lujo y un placer que tantos buenos escritores participen y se hayan copado con esta locura.

UN SALTO, EL CINE Y LA SALAMANCA

—Además de Baviano, publicaste Grietas (2007), Cuentos new age (2013) y Un barrio silencioso (2019). En lo personal, ¿qué continuidades y qué diferencias encontrás en relación a la nueva novela?
—No sé si hay una continuidad. Lo que hay es un salto. Esta novela para mí marca un cambio de rumbo en mi escritura. Es muy importante para mí. Por eso también es que lleva el título que lleva. Me habían recomendado mucho cambiarlo, para que sea más descriptivo o directo. Pero no pude hacerlo. Es una revancha personal que el pueblo de mi familia aparezca en la tapa de un libro y sea fundamental en la historia. Hay que hacerse cargo de lo que uno es, de dónde viene, y este es mi homenaje a todo eso. Creo que en los libros anteriores estaba experimentando, jugando con las cosas que había aprendido, probando herramientas del lenguaje, aprendiendo a escribir decentemente. En Baviano quise ir por más: ya los juegos estaban hechos, las herramientas básicas aprendidas, algunos firuletes más, y era hora de escribir realmente bien; y si fuera posible, tal vez, en algún momento, tocar aunque fuera apenas al verdadero arte. 
—Te propongo un juego: si Baviano llegara a lo audiovisual, ¿con qué director/a te gustaría que sucediese? ¿Por qué? ¿Con qué elenco?
—¡Me encanta! Y como todo juego hay que jugarlo en serio. Por renombre y visión, podría pensar en Lucrecia Martel para la dirección. Sería lindo verla dirigir algo con tanto nivel de fantástico. Pero, si lo pienso en ese sentido, Andrés Muschietti y Nicanor Loreti lo entenderían más. Incluso Nicanor le pondría ese tono divertido suyo que me gusta. Otros directores podrían ser Demián Rugna, Alejandro Fadel o Marcelo Schapses. Con los actores me resulta más fácil: de Joan Xuárez pondría a Leonardo Sbaraglia y de Ignacio Bustos a Rodrigo De la Serna. De Maestro Supremo me hubiera gustado Alberto Laiseca, pero Juan Palomino estaría muy bien. Como Julieta, pondría a Julieta Díaz. Como Lucién, a Jean Pierre Noher. Podría seguir así hasta aburrirlos.
—La Salamanca es como una universidad donde el diablo y sus secuaces dictan cátedra. ¿Qué destreza te gustaría aprender o perfeccionar en este ámbito?
—Cantar. Definitivamente, me gustaría cantar bien, tener buena voz y expresión, embrujar con la voz.

MISERY ES UNA OBRA MAESTRA”

Al hablar de su relación con Stephen King, Luis Alexis Leiva contó: “En mi stream lo tengo en una imagen al lado mío cuando transmito. Está tomando su mate de Independiente. Leí muchos libros de él, sobre todo los de los 80, su mejor época. Siempre destaco The Green Mile por su gran capacidad dramática y la construcción de personajes populares. Luego recomiendo fervorosamente Misery, que es una obra maestra, sin dudas. Cementerio de animales, traducido de mala gana por César Aira, es muy divertido y profundo. Hay más, claro. Lo que destaco de la literatura de King es su característica más fundamental: escribe novelas realistas disfrazadas de fantástico. El fantástico para él es apenas una metáfora para hablar de problemas reales, profundos, de gente común, trabajadores, pobres, niños, adolescentes. Incluso lo que menos me atrae de él es cuando ‘aparece el mostro’. Otra cosa que siempre destaco es su desparpajo para experimentar en la narración. No importa cuán bien quede o no, se nota que intenta hacer cosas raras para divertirse y lo logra. Se aprende mucho leyéndolo bien”. 

Cuento | Doña Dominga (*)

Por Luis Alexis Leiva

Abajito de un tala la vi,
por ser montaraza.

Carlos Di Fulvio, Campo afuera

I

Agradeció despertar de la pesadilla de todas las mañanas.
Al abrir los ojos húmedos, lo primero que vio fue el viejo horcón que sostenía añoso el techo del rancho desde aquella mañana en que el padre lo levantó y afirmó por primera vez.
Levantó de la cama su cuerpo y la pesadez; la cabeza gacha, cerrando los ojos cansados, frotándose los brazos; y si bien el aire estaba frío, salió en camisón al patio. Aún no había salido el sol.
Se quedó un momento parada en la intemperie, respirando hondo, y cerrando los ojos; tratando de borrar las imágenes del sueño de esa noche. Si ella no supiera lo que sabía, le hubiera sido increíble y digno de plantear en un médico: todas las noches, durante muchos años ya, soñaba los mismos sueños. Todas las noches, todos los días, todas las veces; turnándose las pesadillas una con otra, pero siempre las mismas. Unas veces, como la de hoy, soñaba con su padre; ese hombre al que había admirado y odiado en proporciones iguales.
Don Hugo era un gaucho verdadero: recio, valiente, pendenciero, bruto; como debieran ser los hombres. No sabía ni leer ni escribir, pero se sabía el Martín Fierro de memoria. Por lo menos la primera parte. Decía que La vuelta era para “viejos flojos”. Sin embargo ella lo escuchó recitar varios versos del viejo Vizcacha. Además, sabía domar, cortar leña tan rápido que daba miedo, beber toda la noche sin caerse, tocar en la guitarra las zambas más lindas, las viejas, las criollas de verdad. Su voz era ronca, aguardentosa. Tenía todas las mujeres que quería, incluida a Ramona, la que luego sería madre de Dominga. Por su madre, en cambio, Dominga sentía lástima, pena, desprecio.
A su padre nunca lo soñaba en la versión que le gustaba... Siempre soñaba en detalle, la noche en que él entró en su cama cuando niña. Su madre dormía en el otro rancho, sola, cerca de la heladera.
En el sueño revivía la vergüenza, el dolor, el llanto. Para las demás veces ya se había acostumbrado; casi lo esperaba como a una rutina. Pero por eso soñaba la primera vez, la peor.
La joven Judith, al verla desabrigada y quieta bajo el frío matinal, corrió a taparla con una chalina de lana, tejida por ella misma.
—Tranquila, m’ija... Tomaba aire nomás.
—Se me va a enfermar, abuela.
—Vaya a poner la pava, vaya. Yo me lavo y voy pa’ lla.
Puso agua fría en una vieja palangana de aluminio. La apoyó sobre el ladrillo de cemento (el jabón chorreaba por el costado gris y poroso) y se lavó la cara, los brazos.
Cruzó el patio de tierra hacia la cocina que emanaba humo del fogón. Su caminar era lento y dificultoso. Los perros se le cruzaban en el camino, y las gallinas comenzaban a bajar de su árbol al canto de gallo.
Entró encorvada y sonriente a la cocina, tiznada por dentro. Judith ya la esperaba con el primer mate.
Mientras Dominga, sentada en la silla de lona, tomaba el mate, Judith le hacía una trenza en el pelo gris y largo, largo hasta la cintura.
—¿Qué le pasa, abuela hoy?
—Nada m’ija, sólo pienso. Recuerdo. Las viejas sólo tenemos recuerdos a esta edad. 
—Usted me tiene a mí también.
—Sí, pero no es mi nieta uste’, y ya sabe m’ija que no me gusta que me diga “abuela”.
—Es que yo la siento así, Doña Dominga.
—Sí, pero a esta edad, ya nos pesa la soledad. No es que no le agradezca lo que hace por mí. Sólo Mandinga sabe lo que le agradezco...
Judith se persigna.
—No hable así, Dominga, sabe que no me gusta.
—Pero cuando yo me muera, se lo pagaré bien —continuó la anciana sin prestar atención a las súplicas de Judith—. Uste’ es joven, debería buscarse un buen hombre pa’ hacer su familia. No es bueno que una chinita como uste’ viva tanto tiempo con una vieja como yo.
—A mí me gusta estar con uste’.
—Sí, ya lo sé —contestó sonriendo. Se acordó de otra joven que antes ocupaba el lugar de Judith: la Zamira. Recordó una conversación similar pero en otro tiempo. Ella también era joven, aunque bastante mayor que la Zamira. En realidad, la relación era distinta porque Zamira iba a su casa para aprender los quehaceres. No tenía madre, y su padre trabajaba en el monte todo el día. Dominga le enseñaba a cocinar, a montar a caballo, a cuidar las cabras, a prender un buen fuego; a bailar la chacarera. Una mañana charlaron de lo mismo: los sueños de Dominga. Nunca contó qué soñaba ni por qué. Cada mate que pasaba de mano provocaba un roce tibio y tembloroso de los dedos. Dominga era la que armaba las trenzas aquella vez, y a cada pausa le acariciaba el cuello, le respiraba cerca de la oreja. Se confiaron secretos. Se miraron a los ojos palpitantes. El olor a humo del fogón, el calor del brasero, la pava tiznada que calentaba el mate que ya tenían olvidado en caricias secretas, en las miradas primitivas y deseosas. Sólo fueron testigos de su primer beso las paredes de adobe y el piso de tierra. Un perro que estaba echado cerca del fuego las miró impasible. Sus cuerpos maltratados por las tareas del campo, se desnudaron y se entregaron.
Pero ahora no tenía edad para seducir a nadie. Judith era joven, hermosa y tímida. Se notaba que la quería. Si lo intentaba, sabía que podría lograrlo. Pero ya ni fuerzas ni interés le quedaba para esas cosas.
—¿Por qué nunca se casó, abuela?
—Nunca encontré a ningún hombre como mi padre.
—Debe haber sido un buen hombre.
—No, era un viejo hijo de puta.
Judith quedó asombrada y perpleja por la respuesta, pero no se atrevió a preguntar más.
La mañana pasó en silencio, las dos trajinaban en las tareas del rancho. Judith buscaba agua con la zorra, daba de mamar a los cabritos, cortaba leña, preparaba el pan en el horno de barro, ordeñaba las cabras, limpiaba los chiqueros. Doña Dominga daba de comer a las gallinas, cosechaba tunas, preparaba el arrope, barría el patio con la escoba de jarilla, cocinaba el puchero.
Judith fue a buscar vino y algunas otras cosas al almacén de doña Felipa. Al volver tenía una sonrisa amplia y emocionada.
—¿Por qué venís con esa cara de zonza? ¡Ni que te hubieran hecho parar las patas en el monte!
—¡No, abuela! Le tengo una buena noticia. ¿No adivina?
—¡Al Augusto se lo culiaron los changos cuando estaba machao’! Porque un día lo van a hacer en cuanto siga jodiendo. Se pone de pesao’ cuando toma.
—¡No! —contestó Judith, casi ofendida—. Me dijo doña Felipa que hoy a la oración viene un guitarrero que canta en la radio.
—No ha de ser en la radio, será en las peñas.
—No, en la radio. Es amigo de Don Vicente.
—Ah, qué buen hombre es Don Vicente. Todos los inviernos nos trae leña. Me hubiera casado con él si no fuera que es tan blandito. No sabe cantar ni tocar la guitarra. Pero él sí que se hubiera casado conmigo. Una vez me vio bailar y ya lo tuve acá en el racho arrastrándome el ala todos los días. Peor que cusco alzao’.
—¿Y por qué no se casó con él, si es tan bueno y la quiere tanto?
—Ya te dije, chinita zonza, que no sabe tocar la guitarra ¿Cómo quiere que baile si no sabe tocar la guitarra? Tendría que bailar para otro siempre — contestó Dominga casi ofendida.
Con la olla de puchero humeante en el medio de la mesa, Dominga se dispuso a hablar.
—Ayer fui a buscar la plata al pueblo. Hoy te voy a pagar lo de este mes ¿sabés?
—No, abuela, quedesé tranquila. Guarde su platita pa’ cuando quiera algo pa’ uste’.
—Yo ya no necesito la plata, estoy vieja y cansada. Mandinga va a venir a llevarme un día y no lo voy a convencer con plata. Así que ¡pa’ qué mierda la quiero!
Judith se persignó y rezó algo rápido en voz bajita, horrorizada por lo que escuchaba.
—¡Ay abuela! ¡Callesé!
—Además vas a necesitar plata pa’ cuando yo me vaya a dormir y vos te quedes en la fiesta de esta tarde.
—¿Vamos a ir? —preguntó Judith, sin disimular la alegría.
—Ahá...
—¡Sí! ¡Le va a hacer tan bien salir un poco! Además se la ve tan linda cuando baila. ¡¡¡Quiero verla otra vez!!! —y se paró para ir a besarle las mejillas y a abrazarla.
—¡Estate con juicio, estate con Juicio que estamos en la mesa! —decía Dominga mientras trataba de sacarse de encima a la joven impulsiva.
—Sí, perdón, perdón —dijo Judith sentándose otra vez. Pero no podía borrar la sonrisa morena y feliz.
La anciana, luego de almorzar, se fue a dormir la siesta. Sabía lo que le esperaba, pero ya estaba tan acostumbrada que no intentaba retrasar para nada el encuentro con los sueños. Más que costumbre, lo que sentía era una resignación de pena cumplida. Sabía lo que iba a soñar a esa hora. Por las noches era su padre, por las tardes era lo otro.
Una vez dentro del rancho, se desvistió a medias, se recostó sobre la cama desvencijada y cerró los ojos con miedo.

II

—Bienvenido Don Carlos, pase, pase. ¡Gracias por venir!
—Gracias. Cómo no iba a venir, habiendo acá gente tan linda.
—¡Es que usted debe estar de ocupado! entre la radio, la tele y los festivales.
—No se crea. No soy tan solicita’o.
Carlos se sentó en un banco de troncos, hecho para estar en el patio. Afirmó la guitarra enfundada en la pared del rancho. Se dispuso a recibir unos mates.
Don Vivas se le acercó y le avisó que más tarde iba a empezar a preparar el asado.
Tomaron un par de mates, charlando de todo un poco. Las gallinas ya estaban enfilando para el gallinero. Los perros corrían y daban vueltas moviendo la cola al ver llegar a la gente.
Carlos comenzó a templar la guitarra.
Risueño y misterioso les hablaba a los nenes que todavía andaban por ahí.
—Dicen que el diablo afina al aire —mientras él mismo tensaba las cuerdas sin tocar los trastes del cuello.
Los ojos infantiles esperaban que la mirada del guitarrero se convirtiera en fuego.
—Yo escuché la otra noche, a la salamanca —contó uno de los niños muy, muy serio —estaba ahísito, parado en la puerta’ el sitio y la escuché para allá, pal monte.
—Te creo —contestó Carlos en tono confidencial—, yo también la escuché varias veces. Y más que eso, también —comenzó a arpegiar las cuerdas.
Doña Elvira, que estaba cebando los mates, le reprochó en broma.
—Como le gusta asustar a las criaturas. Pobres changuitos, después no los puedo hacer dormir. 
—¿Se imagina? Si yo hubiera ido a la Salamanca, no estaría viviendo donde vivo. Me hubiera ido a Europa, o a la capital, enyenos los bolsillos e’ plata.
Doña Elvira lo miró como sin decidirse en contar algo terrible. Pero sólo se limitó a decir:
—No necesariamente.
Carlos la miró sorprendido y entre risas dijo:
—¡No me va a decir que uste’ cree en esos cuentos de chicos!
—No hace falta creer, sólo ver —y tratando de cambiar de tema—, ¡pero tóquese algo nomás!
Carlos templó la guitarra un poco más y cuando estaba dispuesto a tocar, los perros ladraron de una manera terrible, asustados. 
Entrando por el portón, venía Doña Dominga con Judith en las ancas del caballo zaino.
Doña Elvira, habiéndolo escuchado, le dijo en voz baja.
—No le mencione nada sobre la canción que le compuso uste’, a ella no le gusta mucho.
Dominga caminó con paso firme y seguro hacia la dueña de casa. Sus ojos parecían brillantes y hermosos, totalmente diferentes a los de esa misma mañana: llameantes. Judith iba prendida a su brazo, como protegiéndose más que protegiéndola. La postura encorvada de Dominga, era una huella casi imperceptible de otras épocas, otros sueños, otras vidas.
Luego de saludar a todo el mundo con una sonrisa preciosa, se acercó a Carlos y con firmeza le preguntó.
—¿Uste’ es el que canta en la radio?
—A veces —contestó tímidamente Carlos sin poder evitar el de’javú, como si Dominga no lo conociera.
—¿Y cuándo empieza el baile? —preguntó la anciana.
—Cuando uste’ guste.
Y ahí nomás empezó el baile. Ella se movía a su antojo. No podía decirse que bailara bien, ni correctamente. Era casi un estilo libre. Algo tosco y rústico. Pero nadie podía sacarle la vista de encima. 
Arrastrando las alpargatas en el patio de tierra, con el pañuelo al viento, la mano en la cintura, zarandeando la pollera yuta, la trenza era una mariposa pululando la flor.
Carlos no podía dejar de tocar, la miraba y casi temblaba. Pero sonreía y seguía meta tocar la guitarra, meta chacarera, meta zamba, estilo y copla.
Se hizo una pausa para que el pobre guitarrero cansado vaya al baño.
Judith no le sacaba los ojos de encima a su Dominga. La veía tan hermosa en las noches de baile. Era tan distinta, tan fuerte. Le daba pudor hablar de ella así.
—¿Vos no bailás?
—No me saca nadie, pero me divierto mirándola.
—¿Te acordás que te dije hoy que yo tengo sólo dos sueños?
—Sí: uno era sobre su tata. Del otro no me habló a la final.
—Es que el otro es muy complicado. En el sueño hay sapos cantando, pero cantando como cristianos. Y un quirquincho que toca el violín. Es como un baile. Mucha gente. Algunos conocidos, otros no. Animales que imitan a los hombres. Y hombres que imitan a los animales. Y yo voy monte adentro, derechito hacia donde están. Y siempre es lo mismo: yo escupo y entro. Y no me cuesta nada. Es tan fácil, tan simple. Después es todo un desorden. Y algo que está acá adentro sufre. Nunca la paso bien soñando. Hay un zorrino que me mea cada vez que pasa y yo le beso el culo. Es terrible, pero no puedo evitar hacerlo. Y ¿sabés qué es lo peor de todo?
—¿Qué, abuela? —preguntó Judith con ternura.
—Que en realidad yo nunca sueño. Yo recuerdo.
Entonces, llegó otra vez el guitarrero. Doña Dominga se paró, se le acercó a Judith y besándole los labios le dijo.
—Gracias mi’hijita. Gracias por todo.
Y se fue a “la pista”.
Pero esta vez el baile era distinto. Había algo en ella que la hacía terriblemente atractiva. Sus movimientos eran gráciles. Era un ser sin edad. Ya no necesitaba pareja de baile. El guitarrero tocaba una chacarera pero sin cantarla. En su mente sólo resonaban las palabras “no hay que creer, sólo hay que ver”.
Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo. Sólo la miraban. Ella sola bailando en el patio. La tierra volaba como nube o niebla. Y la luna la iluminaba tan mágica que parecía mentira.
Todos: hombres, mujeres, niños, perros, gallinas, estrellas. Todos la miraban extasiados, a punto de desmayarse. Los ojos imposiblemente abiertos, las bocas ya babeando. Y ella bailaba, bailaba, brillaba. Los hombres eyaculaban en sus pantalones, las mujeres se orinaban en las enaguas. Y luego los perros lloraron, y las lechuzas gritaron, y las estrellas parpadearon más cercanas. Los oídos empezaron a sangrar. Las narices también. La guitarra sonaba sola. Los ojos de Carlos lloraban sangre. Los demás ojos también sangraban. Y como en un giro final, Dominga brilló como una nova. Y desapareció.
A la mañana siguiente, todos amanecieron muertos. Los caranchos revoloteaban el patio. Algún perro dormilón daba vueltas sin rumbo. 
Hacia el mediodía las moscas ya hacían su paseo hambriento. Durante la noche siguiente al baile, no dejó de sentirse una música preciosamente encantadora, a lo lejos, en el monte. Pero nadie puede encontrarla si no está dispuesto a dejarlo todo. Dejarlo todo por obtener algo que se desea de verdad. Tal vez lo encontremos, tal vez no. Pero perder, perdemos seguro. Y si encontramos lo que queremos. ¡Ah, cuán felices podemos ser!

(*) Integra el libro Cuentos new age (2013) de Luis Alexis Leiva y la antología Cuentos montaraces (2023), con autores varios, que forma parte del universo de la novela Baviano (2023).