Hace mucho frío cuando Artaud el Muerde Muertos es quien sopla | Manifiesto Artaud de Todo

El banquete de Tántalo | Terror vernáculo

Reseña de El banquete de Tántalo (Muerde Muertos, 2021) de Pablo Martínez Burkett | Por Susana Ibáñez para El Litoral | Viernes 10 de junio de 2022


Pablo Martínez Burkett es uno de nuestros escritores emigrados. Tras recibirse de abogado en la UNL se instaló en Buenos Aires, donde ejerce el derecho hasta el día de hoy y donde se ha hecho un nombre entre los escritores de terror y ciencia ficción. Según dice, el escritor le está ganando al litigante. Además de dirigir ciclos de lecturas, dictar seminarios y coordinar talleres, ha publicado Forjador de penumbras (2011), Los ojos de la divinidad (2013), Mondo cane (2016) y Luz azul (2020). El banquete de Tántalo es su más reciente entrega: un libro de trece cuentos —¿qué otro número podría ser?—, algunos ubicados en Santa Fe, donde juega con satanes, caníbales, brujerías, seres sobrenaturales de diferentes naturalezas, antropofagia, viajes en el tiempo, dimensiones paralelas, herejes y replicantes.
Se trata de una colección muy bien construida, con un ordenamiento que se percibe pensado y rasgos que unifican los cuentos de manera sutil y precisa. Una de las características que comparten es que gran número de personajes resultan ser parientes cercanos del narrador. En “La verdad sobre la tía Hipólita”, el fotógrafo del Palomar, ese que trabajaba cubierto por un lienzo negro y con una cámara con trípode, produce fotos extraordinarias tras vivir una experiencia sobrenatural: en ellas aparecen personas que no deberían estar ahí. “Racimo de promesas” trata de su hermano adoptivo, que sufre una dolencia que no pueden curar ni la medicina, ni la curandería, ni el exorcismo tradicional. Resulta evidente que se trata de una obra demoníaca, pero lo sorprendente es que la solución depende de un rabino y que la causa de la posesión es muy, muy humana. En “Había algo allí afuera”, un tío celoso de sus propiedades se asegura de que sus sobrinos hereden, junto con su casa, una criatura que preferirían no conocer.
Otro rasgo unificador es el uso de la primera persona para narrar los hechos más extraordinarios, a veces como testigo, otras como protagonista. La identidad de este protagonista se vuelve tema central de “No me gusta que le mientan a la gente”, cuento en el que un hombre persigue a una bella mujer para ver cómo puede conquistarla y descubre que ella participa de ceremonias religiosas donde se practican exorcismos. Asiste a uno de estos rituales y, para nuestra sorpresa, lo desbarata de la forma menos pensada y más aterradora. La identidad de la narradora de “La lengua secreta del mundo” también cambia ante nuestros ojos: la mujer, despedida de su trabajo, sobrevive junto a su padre vendiendo los libros de la familia. Su obsesión por los libros antiguos y por la salud del padre la lleva a comprar una colección que, supone, le permitirá prolongar la vida del hombre agonizante. Lo que no espera esta otrora empleada bancaria es que sus hechizos conjuren una criatura así de amenazante —eso sí, eterna—. La identidad del pequeño que narra “La mojarrita” no se altera, pero sí la del “pez” que trae a su casa y cría con esmero, un ser que crece rápido, come carne insaciablemente y que no, no era precisamente un pez.
En algunos cuentos, el narrador se acerca a la identidad del escritor: es profesor universitario, escribe, viaja. “Fragmentos del Mesías Leproso” —que envía a Ziggie Stardust, de David Bowie— propone una religión completa a partir de desplazamientos del Evangelio. Encabezado por un epígrafe del Evangelio Apócrifo de Judas, debate el rol del Traidor, que en una lectura tradicional destruye al Mesías Leproso. ¿Pero quién salvó al mundo, el Mesías o el supuesto Traidor? Un rival académico del protagonista intentará probar que su interpretación, contraria a la ortodoxa, es la verdadera, sin calcular que su colega puede ver su postura como una afrenta personal. También se acerca el narrador a la identidad del autor en “Luz azul”, un relato protagonizado por un escritor de apellido Burkett que recibe la visita del personaje de un relato escrito hace tiempo. El personaje quiere explicarle lo que verdaderamente ocurrió con el acelerador de partículas de la ficción: el Big Bang que se generó en el cuento ha producido un mundo paralelo donde se fueron dando acontecimientos similares, pero no iguales, a los del mundo “real”, y que termina afectando —fatalmente— el mundo de Burkett. “Sombras chinas” nos trae otro profesor universitario, esta vez itinerante, enfermo de celos y nostálgico de los años felices de su matrimonio. ¿Podría un viaje al pasado cambiar el derrotero de una relación? “El infortunio de Westerkamp” también trata sobre un abogado, en este caso un hombre brillante que en un viaje de trabajo a Corrientes se enamora, incauto, de una mujer que no lo dejará ir fácilmente: cuando regresa a Buenos Aires, empieza a sufrir el tormento de una enfermedad atroz. El personaje que narra las desventuras del abogado parece solidarizarse con él, pero pronto empezamos a sospechar que no es tan inocente…
En un claro homenaje a Philip K. Dick, “La última herejía” construye un mundo post apocalíptico donde el trabajo insalubre, como el de las minas de tungsteno, depende de replicantes. Los humanos siguen necesitando sentirse parte de un grupo, de algo más grande que ellos, y recurren —ilusos— a un poema místico para lograr la sensación de comunión que anhelan. “Haga que la muerte sonría” nos ubica en la pandemia de Covid. El empleado de una funeraria debe borrar de la cara de una médica la mueca diabólica con la que ha muerto, tarea casi imposible que, probablemente, le habría convenido no emprender. “El embuste de Oxlahuntikú” nos lleva a la época de la conquista de América. Como atestigua una carta que se creía perdida, al segundo de Cortés los mayas lo engañaron con promesas de oro y plata que llevaron a los conquistadores a sufrir una enfermedad extraña. El narrador está convencido de que esta dolencia ha resurgido en nuestro tiempo y trata de encontrar su cura. Una carta antiquísima, un códice maya, un viaje chamánico, una batalla infernal: ¿qué puede terminar bien para el investigador? Es de esperar que los finales de estos cuentos sean terribles, pero la naturaleza de la catástrofe nunca deja de sorprender.
Además del tipo de narrador, de los mundos complejos que edifican y de los elementos característicos del género, estos cuentos comparten un tono —irónico, avasallante— y un vocabulario —profuso, grandilocuente— que producen, como debe ser, miedo y disfrute. Al temor que provocan los cuentos se le agrega una segunda inquietud: sostener un narrador en primera persona a lo largo de la colección produce un personaje extendido, crea un alguien que pasa de un estado de tranquilidad inicial en el que se encuentra en control de las situaciones a otro inestable, impredecible, que solo puede llevar a su disolución. ¿Qué provoca este giro en la vida de los narradores? La pasión, la venganza, el deseo de conocimiento —¡Viejo pecado!—, de vencer a la muerte, de salvar la propia vida. Aunque solo el protagonista de “Mojarrita” se encuentra libre de estos impulsos destructivos, su inocencia precipita, también, una catástrofe. Ese alguien también es de temer.
No frecuento la ciencia ficción ni el terror extremo, pero este libro me ha puesto a leer: averigüé sobre el mito de Tántalo y sobre quién fue Oxlahuntikú; regresé a “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”; releí los cuentos, además, para ver por dónde se desarma esa maquinaria que no se detiene; leí también sobre el terror en la literatura contemporánea y, sobre todo, en la nacional. Y todo el tiempo me pregunté cómo alguien puede imaginar esos mundos y después regresar a este. En suma, el autor produjo en mí lo que seguramente todo escritor desea: me dejó pidiendo más.