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La Nueva Provincia | “No me gustan las sorpresas”

En la sección “Cuentos breves” del diario La Nueva Provincia se publicó el relato “No me gustan las sorpresas”, que forma parte del libro Estoy harto de que me saquen fotos (Muerde muertos, 2016), de Martín Etchandy.

Autor: Martín Ethandy | Ilustración: Guillermo Arena Hoy


No me gustan las sorpresas. Para nada. Y menos las que te organizan los demás. Eso de que todos estén tramando algo y esperen que alguien en un momento determinado ponga cara de asombro o entre en estado de shock, no me causa ninguna gracia. Demasiadas sorpresas se nos presentan en esta demoníaca vida cotidiana. ¿No es suficiente con tratar de llegar ilesos a casa de noche habiendo sobrevivido a embotellamientos, asaltos, picos de presión y promociones de compañías de celulares que nos taladran los nervios?
Por eso me inquietó un mensaje que recibí en la mañana del último jueves. Por debajo de la puerta pasaron un sobre negro tan mal pegado que me costó trabajo abrir. Una tarjeta en su interior me alertaba: “Usted recibirá una sorpresa hoy”. Debajo, con letra diminuta, aparecía la única firma: “Sorpresas International Inc.”. Tras consultar a mi desvalida memoria, recordé que se trataba de una agencia mundial encargada de organizar sorpresas a pedido. Había leído algo sobre ellos en Internet, una severa denuncia de un damnificado al cual le habían metido un enorme tiburón mientras hacía la plancha en una pileta. Menuda sorpresa.
Por mi mente comenzaron a circular las más variadas hipótesis. ¿Sería una venganza de mi novia, quien conociendo mi fobia a este tipo de cosas se había encargado de organizar el suceso? ¿Estaría enojada porque me niego a convivir con ella a pesar de nuestros seis años de noviazgo o porque le encajé un bife a su sobrino ese día en que lo llevamos al cine y el nene no paró de hacer ruido revolviendo el balde de pochoclo? Mi mamá no era. Ella nunca haría algo tan tenebroso como organizarme una sorpresa sabiendo los años de terapia que me llevó superar el pánico producido por el payaso que contrató cuando cumplí tres años.
Sin tener idea de quién sería el responsable, salí a trabajar con el mejor ánimo posible. Al mirarme en el espejo del ascensor noté mi cara demacrada. ¡El ascensor! ¿Cómo no lo había pensado antes? Si hay un lugar en el cual se puede poner nervioso a alguien es en un ascensor, porque allí lo único seguro es saber que no vas a poder salir hasta llegar al piso correspondiente. Miré el techo, temiendo que en un momento se deslizara hacia un costado y cayera una lluvia de globos o algo por el estilo sobre mi cabeza. Nada sucedió. En el tercer piso subió un anciano, pero lejos de ser parte de sorpresa alguna el hombre se puso a toser de una manera que por momentos pensé  que terminaría reanimándolo en la planta baja.
Al dejar el edificio, decidí hacer algo inteligente: romper la rutina. Cualquiera que hubiera organizado una sorpresa sabría de antemano mis movimientos. Cambiar mis hábitos de repente era una buena forma de aguarle los planes. ¿Y si era yo el que los sorprendía a ellos? 
Desistí de tomar el subte de costumbre y paré el primer taxi que pasó. Antes de llegar a la oficina le pedí que diera una vueltas, para pasear un poco. Entré en mi trabajo a paso veloz, sin saludar y tratando de esquivar a cualquier desconocido que se me cruzara por el camino. “Nada desconocido hoy”, pensé. 
La mañana avanzó entre una verdadera constelación de precauciones. Revisé mi silla antes de dejarme caer sobre ella, pasé una lupa sobre el teclado de la computadora, chequeé cada enchufe y tomacorriente que uso, ni siquiera tomé agua del dispenser. Los momentos de mayor nerviosismo los viví en el baño, ya que oía los pasos de mis compañeros de trabajo entrando y saliendo, lo cual me alteraba. Más aún cuando, sentado en el inodoro, vi por debajo de la puerta algunos pies con calzados que no reconocía. Solamente usé las canillas que otra persona había abierto antes. “Qué necesidad de venir a jorobar con una sorpresa”, me repetí. Sobre el mediodía, opté por saltear el almuerzo y, en vez de acercarme al buffet como lo hacía habitualmente, traté de conformar mis instintos voraces con un alfajor triple que tenía en el escritorio. “Si me habían preparado algo para cuando bajara al buffet, se jodieron”, pensé.
Y así transcurrió la jornada, en medio de desconfianzas y miradas hacia todas partes. Terminé mis tareas una hora antes del horario establecido y me retiré por la puerta de servicio. El resto de los planes para esa tarde (la compra de un exprimidor de cítricos y una cita con el odontólogo) fueron suspendidos y me limité a pasear por el Museo de Arte Moderno, lugar que jamás había pisado.
Otro taxi espontáneo me trajo de regreso a casa y mientras entraba al departamento pensé en algo por demás curioso: nadie me había llamado al celular, lo cual convertía a todas mis amistades y familiares (sin exceptuar a mi novia) en perfectos sospechosos. Hasta pensé que podría tratarse de un complot. “Deben ser carísimas estas sorpresas, y la única forma de solventarlas será con una colecta grupal”, ensayé como hipótesis. 
Ya en casa, la tranquilidad fue devolviéndome mi relajado rostro de costumbre. Igualmente abrí la heladera con cuidado, evité sacar la bolsa de residuos y hasta desistí de abrir los placares, porque la perversión de esta gente llega a límites insospechados. Y si no, que lo diga esa pobre señora que encontró tres docenas de lagartijas cuando abrió el botiquín de su baño para buscar una gasa. Opté por lo más seguro: acostarme temprano, sin encender el televisor y mucho menos lavarme los dientes. Me puse una vieja remera y dejé caer mi cuerpo sobre la cama.
Dios mío. No me pregunten cómo, porque no tuve tiempo siquiera de pensarlo, pero un segundo más tarde mi cuerpo estaba estrellándose contra el cielorraso. Como impulsado por una fuerza sobrehumana, salté a una velocidad sideral al punto de sentir que carecía de peso y que me había convertido en una pluma disparada por un potente cañón. El golpe contra el techo me dejó inconsciente. No sé cuánto tiempo estuve tirado. Sólo recuerdo que pasé un buen rato aturdido, intentando pararme y buscando sin suerte el carnet de mi obra social. Cuando tomé el teléfono, no recordaba tampoco el número de emergencias. ¿911? ¿505? ¿273? ¿Cuál era el número de las emergencias y cuáles líneas de colectivos? Pasé toda la noche en la guardia del hospital. Y cuando mi novia, mi madre y otros conocidos se acercaron a asistirme, no sabía si agradecerles o estrangularlos por considerarlos responsables de la broma.
Nunca pude averiguar qué pasó. Un amigo ingeniero sostiene que sólo un moderno sistema de resortes noruego disponible en pocos países es capaz de producir la fuerza que desde debajo del colchón me impulsó de esa manera. Tampoco he podido descubrir quién fue el gracioso. Todos mis conocidos me perjuran una y otra vez no haber tenido nada que ver. Con el tiempo, recordé a un compañero de la escuela al cual una vez le corrí la silla y terminó fracturado, pero pude averiguar después que falleció durante una maratón. No obstante, quien sea que haya contratado la sorpresa se excedió. Necesitaré al menos dos riesgosas intervenciones quirúrgicas para que mi tabique nasal vuelva a su sitio. Arruinaron mi cama, la única herencia de mi abuelo Aurelio, el carnicero. Sobresaltaron con el golpe a mi vecino del piso superior. Y tengo un buen presupuesto de arreglos por los trozos que se desprendieron del techo y la mesita de luz sobre la cual mi cuerpo se estrelló. No hablemos del velador, que acompañó mis sueños desde la niñez, protegiéndome de cucos y sombras, y que terminó convertido en poco más que polvo. Por eso, estallo de ira cada vez que pienso (y lo pienso todo el tiempo): “Lo lograron. Los muy malditos lo lograron”.