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10 años de Editorial Muerde Muertos | Literatura rockeada

Por Fernando Farías, Juan Manuel Rizzi y Sergio Massarotto | La Acacia | 20/08/2021
Pappo y Luis Alberto Spinetta en sus comienzos.
10 años de editorial Muerde Muertos: literatura rockeada desde el horror, el erotismo y la fantasía 

Uribelarrea —un pueblo turístico a 90 Km. de la Capital con entrada sobre la Ruta 205, los fines de semana una larga hilera hormiguitas viajeras—, además de la cerveza y la picada, el dulce de leche, el lugar de descanso de Ceferino Namuncurá, Macedonio Fernández y otras ficciones, es cuna del nacimiento de la Editorial Muerde Muertos, que cumple diez años de vida. Carlos Marcos (1972), el creador junto a su hermano José María Marcos (1974), en el prólogo a su libro No obstante lo cual, escribe: “De la misma manera en mi pueblo Uribelarrea —siempre hay que nombrar Uribelarrea en los prólogos, varias veces: Uribelarrea, para que sean tres y traiga suerte—, es conocida la anécdota de Valdés, que varios años antes de construir su casa ya había comprado todos los ventiladores de techo para el futuro hogar. No tenía ni los cimientos ni las paredes, pero ya tenía solucionado el tema de la ventilación de la nada misma”. De esta desproporción, característica de los pueblitos de provincia cuya condición es el aislamiento, nace su turismo y la literatura: “instantes de ensueño” cuando “nuestro rostro se asemeja tanto a un rostro tallado en buena madera…que espanta”, descripción que el autor-editor extiende a la propia editorial. “Con la intención de ponerle un poco de rock a la literatura” la editorial, en 2020, acometió la publicación de sus tres autores fundantes hace más de diez años: los mencionados José María y Carlos Marcos, y Fernando Figueras (1970), con títulos del rock nacional. Tres colaboradores de La Acacia suben el volumen.

Desatormentándonos de José María Marcos | por Fernando Farías



Sangre de pulpo, mate y un castillo en medio de la llanura

Terror en lo profundo

A comienzos de este siglo había un ciclo de cine los sábados a las 22 por Telefé. Se llamaba Terrormanía y lo presentaba Axel Kuschevatzky, reconocido periodista, productor y guionista. Yo iba a la escuela primaria y gracias a ese ciclo conocí joyas como El día de la bestia y En la boca del miedo, que me asustaron feo. Otra película que me pegó fuerte fue Aguaviva. Terror en lo profundo. Sus momentos ultrasangrientos me espantaron y fascinaron en el mismo acto. El lunes siguiente del estreno, con mis compañeros comentamos esa gema donde un pulpo gigante se morfa a la tripulación de un barco-casino. Me enganché tanto que, en una repetición, aproveché y la grabé en VHS. Ni bien apareció Axel Kuschevatzky en la pantalla, apreté rec. Pasó papá y me dijo: “¿Lo vas a grabar también a este?”. “Sí”, dije. Recién hoy entiendo por qué: si bien los chistes de Kuschevatzky no me hacían gracia, necesitaba tenerlo en la cinta. No era sólo grabar Aguaviva, era vivir Terrormanía, conservar ese ritual de los sábados a la noche para cualquier día de la semana.
Años después, navegando por internet, me reencontré con Aguaviva. Estaba en mala calidad y doblaje latino, igual que en mi VHS. La volví a mirar y corroboré que se trataba de una obra Made In Pantano, pero no me dio miedo. Todo lo contrario. Los años de la película y los míos me habían pasado factura. Ya no me aterrorizaban ni el pulpo ni los tentáculos con dientes. Pero qué importaba: ahora podía pasarla bomba con sangre falsa, insólitas actuaciones y anticuados efectos especiales dando vida a esa quimera fermentada.

Risas macabras

Creo que para disfrutar de una película o libro de terror no hace falta asustarse, asquearse o escandalizarse. En eso estoy de acuerdo con José María Marcos, autor de Desatormentándonos (uno de los recientes títulos publicados por la editorial Muerde Muertos), quien en más de un ocasión dijo que “lo central en el cuento de terror no es el efecto que provoca, sino el hecho de alumbrar nuestra parte oscura”.
Los escalofríos que laten en estos diez cuentos están impregnados de un sentido del humor macabro. Casi puede escucharse la risa de Marcos haciendo eco en un castillo abandonado azotado por vientos implacables, tecleando en una máquina de escribir oxidada y con un mate a su lado.
Lo atroz habita en personajes con una crueldad amarga y realista: científicos locos muy obstinados, señoras que llegan a la autodestrucción con tal de obtener un instante de amor y, cómo no, fantasmas soñadores, muertos no tan muertos, sirenas con apetitos carnales, caracoles de baba mortal y sociedades secretas amantes de la necrofagia. Hay animalitos bonsái, zombis borrachines, curas metálicos, tías que aman julepear a sus sobrinos y hombres que se alivian el hambre de la forma menos pensada. En pocas palabras, Desatormentándonos presenta un desfile de sobresaltos que estremecen a la vez que estimulan la sonrisa nerviosa y una extraña empatía. Como dice Mariano Buscaglia en la contratapa: “La narrativa de José María Marcos tiene el encanto de los buenos narradores de cuentos, ese no sé qué folklórico que anuda el terror con lo grotesco, sosegando los excesos con el sempiterno humor negro de los hombres de campo: la frase justa y de ingenio afilado”.
Marcos despliega sus figuras confiando en las palabras que podría emplear un abuelo para atemorizar a sus nietos, o un jefe a sus empleados. Así allana el camino para que las tramas se desarrollen a veces con conclusiones trágicas, aunque con relámpagos donde las ironías del destino acercan esa desventura a un sarcasmo que recuerda a los cuentos de Ambrose Bierce o al cine de Demián Rugna. Desatormentándonos —que toma el título de un disco de la banda Pescado Rabioso, liderada por Luis Alberto Spinetta— abreva en la tradición del cuento de terror desde una perspectiva criolla y atrapa con horrores que invitan a mirar el vecindario con otros ojos.

Una linda forma de desatormentarse

Leer es un laburo. La imaginación no se pone a trabajar sola, es el mismo lector quien debe meterle ganas. En cada lectura gravita el componente personal. Por eso, si bien a simple vista el libro Desatormentándonos y la peli Aguaviva no tienen mucho que ver entre sí, veo una conexión. En mi imaginación, la sangre que se escurre de las páginas es igual a la que el pulpo gigante deja tras su paso por el barco-casino y las expresiones de los protagonistas de papel se asemejan a las de los actores perseguidos por tentáculos, mientras que los zombis pueblerinos lucen piel de cinta VHS y brillan en tecnicolor. Cada uno elige cómo poner a trabajar su fantasía. Yo disfruté de este libro con un vasito de whisky y el primer disco de Güemes y Los Infernales de fondo. Casi como la ceremonia de mirar Terrormanía los sábados a las 22. ¡Esa sí qué es una linda forma de desatormentarse!

Olvidemos de todo un vez de Fernando Figueras | Por Sergio Massarotto


Mezclando terror, fantástico pero también grotesco, Fernando Figueras consiguió en Olvidemos todo de una vez un libro concreto que reúne siete cuentos cimentados en argumentos ingeniosos, que redondean y garantizan una lectura rápida y entretenida. Amores extremos, hechizos, transformismo, distopías siniestras y otras elaboraciones fantásticas tejen las historias que se dejan leer fácilmente, en una o dos sentadas de tren, subte o colectivo. Pero además hay preguntas humanas que recorren uno a uno los cuentos y que trascienden a la lectura inmediata y genérica. Así la cuestión del cuerpo propio y el género sexual en el primer cuento “El sabor del reencuentro”,  el cinismo escondido bajo el show de “Pileta rusa” o la curiosidad y el deseo del misterio, de que haya algo más que lo aparente, en “Río de Janeiro”. Pero quizás sea en el grotesco de su último cuento, “Taj Mahal”, donde la voz de Figueras encuentre su mejor lugar. Lejos del sexo explícito —que ya es una piedra demasiado gastada y por lo tanto difícil que produzca “fuego”— pero sí de la sugerencia, la ironía y la especulación, el autor logra tocar el nervio de dos o tres grandes problemas universales y también argentinos como la corrupción, el destino y las opciones de la pobreza y las consecuencias oscuras de, por un lado, los discursos políticos que se argamazan a lo largo décadas solucionando poco y nada, y por otro, el acostumbramiento, la aceptación y la resignación de la sociedad frente a los mismos que en lugar de rebeldía lleva a aceptar cansinamente un estado de cosas no ya injusto sino siniestro. Una realidad triste y descaradamente posible que bien puede dar a luz, otra vez, a fantasmas y zombies que concreticen las frustraciones más profundas del andar humano, para que no le estallen desde el inconsciente. “No puede ser que con agua se lave la sangre”, cantaba Color Humano en Hace casi dos mil años en una poética hermética pero que se abre lo justo para iluminar y conectar con “Taj Mahal”. Creo que es una buena canción para poner cuando se termina de leer el cuento y por lo tanto todo el libro. Editó Muerde Muertos, para la colección Ni Muerde Ni Muertos, 85 páginas.

No obstante lo cual de Carlos Marcos | Por Juan Manuel Rizzi

“La gente cree que todo se resume al aroma, colores, sabores, braguetas, escotes, tacos, miradas, pura puesta en escena cuando sólo se trata de palabras”. (Carlos Marcos, “Un ángel pasa...”)

Un libro de relatos “para ser dichos, para ser narrados, para ser contados” que comienza hablando pestes de los encuentros literarios. ¿Qué es un libro? La publicación de un libro está cada vez más ligada a situaciones particulares de la vida de su autor —no sólo ni principalmente literarias sino sobre todo económicas y relacionales—, y este no es la excepción. Rara vez el libro es un hecho artístico. Muerde Muertos y Carlos Marcos en particular quieren nadar contra la corriente. Carlos inventando géneros y géneros: la mixtorieta Inmaculadas (Muerde Muertos, 2010), donde escribe y dibuja a la vez; escribiendo una novela junto a su hermano José María Muerde muertos (Muerde Muertos, 2012); consintiendo ilustrar Los sorias de Alberto Laiseca por muchas manos con sólo los títulos de los capítulos: iluSORIAS (Muerde Muertos, 2013); y ahora al reunir relatos para ser dichos, dijimos, un anacronismo, un desfase que hacen al libro otra cosa que sí mismo; un acto de rebeldía, una zona intermedia entre lo posible e imposible desde donde todavía hay para decir. “¡Odio los ciclos de lectura y la vanidad de los escritores en los encuentros literarios!”, la afirmación inicial en forma de paradoja (el libro no es otra cosa que leídos en encuentros), quiere decirnos que los encuentros humanos son demasiados importantes para diluirlos en literarios, porque ellos son, desde antaño, la literatura.
No obstante lo cual consta de seis relatos que muy genéricamente entran dentro de la literatura erótica, pero en Marcos se condimentan con el porno, el humor, la crítica, la bibliomanía y lo confesional. No es necesario leer a Georges Bataille para conocer las posibilidades del género: Carlos Marcos nos las sirve casi todas. “¡Pensar que durante toda su existencia, la mayoría de los hombres no han sido ni siquiera mujer!”, escribía Oliverio Girondo. El relato “Un ángel pasa…” es la exploración pormenorizada de esa posibilidad que entra por el sopor del sueño, un recurso que en Marcos se repite e identifica con el éxtasis, la erección y el ser vencido por el lenguaje procaz. El sueño de la razón produce monstruos, el sueño o la realidad de nuestra finitud también.
El relato “Castración” sigue en la vena del transformismo de un modo particular. El psicoanálisis asignará algún nombre al hecho de ponerle nombre al miembro, pero el que se llame Borges abre un sinfín lecturas que merecerían unas tetas llamadas Sarlo y Piglia. Esto que tienen los relatos de Marcos nunca lo podrá entregar el mero porno visual. Sabemos que la historia, la política, el procerazgo, la poética en definitiva, muchas veces se trata de resucitar muertos; la literatura puede denunciarlo o decirlo de otro modo. El pene —castrado— Borges es una página que merece un lugar junto a la Evita de Perlongher, el Sarmiento zombie de Michel Nieva, el velorio apócrifo de Roberto Arlt escrito por el mismo Piglia. Borges es miembro de un cuerpo, lo cual nos lleva, inevitablemente, a pensar en su lugar dentro de la literatura argentina: menester es castrarlo por su caprichoso e infinito deseo.
Mediante la anécdota de un supuesto inhibidor sexual que se recibía antes de la colimba (el autor recuerda que fue uno de los últimos en hacerla obligatoriamente), el relato “Aquel rayo de sol” finaliza en una serie de recomendaciones donde siempre, la procacidad, es una sugerencia a otro nivel, que dialoga con el gran estilo de la aforística, por ejemplo:
“#Ensaye besarle el culo a las promesas de integridad. Que son las hijas insumisas de la honestidad y la honradez. No pasará mucho tiempo hasta que pretendan besárselo a Ud”.
“#Juegue todas las veces que sea necesario a enseñame-tus-miedos que yo te enseño-mi-amistad. Luego podrán mostrarse la pija y las tetas con resultados mucho menos placenteros”.
“#Disfrutemos el momento, este momento y no cualquier otro. El que nos toca. El mundo no se extingue si nos perdemos un orgasmo. El infierno erótico implora silencio. Silencio y una infinita perspicacia”.
¿A quién le importa la vida de Carlos Marcos? El problema es que el relato confesional “Triángulo de Pascal” es uno de los más interesantes del conjunto. Erotismo clásico en medio de jornadas de psicoanálisis (Marcos es bibliotecario de la Escuela Freudiana de Buenos Aires hace más de veinte años) y la preparación —¿el erotismo no lo es?— de un escrito para un encuentro literario que una vez más, le aburren: “si no me excito con una idea soy un analfabeto”, “la ficción debería ir siempre por delante, altanera, galopando al infinito y no triste a la zaga de la realidad”, “pienso que es una idea maravillosa que los tomará de improviso llevándolos desde una trivialidad absoluta hacia algo bello”, algunas de las fórmulas, después de todo, que parecen funcionar. Hay que convivir con los libros para aprender a despreciarlos. Uno de los relatos del relato total finaliza con el lugar de las bibliotecas, sus pequeñas fundaciones o refundaciones, que describe dignas frente a todo esto. Son encuentros literarios sin vanidad, quizá sin escritores pero con lectores. Un proyecto lanzando a los años, de permanencia —¿la literatura no lo es?—: “Se preguntarán Uds. ¿por qué sonríe dios cuando el hombre funda una biblioteca, entonces? Dios sonríe porque sabe que los hombres harán de la biblioteca una selva primero, en crecimiento constante, en una progresión desmedida, y luego tendrán que enfrentarse a esa misma selva que abraza, que asfixia, que lo cubre todo, y más luego, si es que pueden, tendrán que construir (a veces a machetazos), tendrán que inventar (a veces a golpes de ingenio), tendrán que encontrar (a veces a ciegas o por azar) caminos que comuniquen la biblioteca con sus lectores. Y ahí sí, construyendo, inventando, encontrando esos caminos, el hombre sonreirá al fin por el simple hecho de encontrarse con otros hombres y no le importará que dios se ría de él y sus esfuerzos”.