Fabián García en la Biblioteca Nacional. |
La única muralla está del lado del autor que, con destreza, al escribir sus cuentos ensaya una estrategia, simultáneamente agresiva y defensiva, mientras circunda territorios tan extraños como verdaderos. Tal vez por ello produce trastornos nerviosos, o al menos sensaciones anormales, de hormigueo, en el lector desprevenido.
Desde la casa tomada por una organización de criaturas diminutas; pasando por el peligroso negocio con los corchos empeñados en modificar sus físicos en algún gimnasio, con ayuda de sustancias nocivas; siguiendo con la sorpresa que cambia la recta final en la vida de una mujer de avanzada edad que cuidaba su jardín en compañía de su gato.
En los cuentos “Comunión” y “El lápiz” cobra fuerza la idea de justicia por mano propia: ojo derecho, mano derecha.
Después, “Los ojos grises”: el guardián, el mar y las hijas queridas del dios de las aguas, las medusas.
“En el pliegue iterativo”, el eje está puesto en un agujero de gusano, en el espacio temporal, en “universos paralelos”, en un laboratorio secreto. Y en el riesgo de atraer monstruos del pasado agregándoles el conocimiento y la inteligencia alcanzada por la ciencia del siglo XXI.
El octavo pétalo es “Profundo”: lo otro, lo diferente. Un niño y su madre, ambos distintos al resto de la comunidad que exige adaptación. Una oscuridad que precede a la tormenta, a las tempestades. Una casa atípica también, una especie de contrafuerte que los ampara de la incapacidad de comprender y la obstinación de los otros.
El anteúltimo es “Luli”. Otra madre junto a su hija; el padre fuera de la casa, aparentemente protegida. Sin embargo, algo se filtró, algo entró con y en la niña. Los tentáculos de una realidad exterior.
Finalmente, “Un último abrazo”. Un mismo personaje que hace su entrada en el primer cuento, se despide para siempre, habiéndose reservado las últimas palabras: “Una conclusión lógica”.
—Me gustaría iniciar esta entrevista preguntándote acerca de la estructura de este libro de cuentos, de los vasos comunicantes, algo más obvio entre el primer cuento y el último. ¿Puede ser?
—Yo quise que los cuentos compartieran algunos climas y tópicos, que “hablaran” unos con otros sin que por eso se fueran a parecer mucho, o a resultar monótonos al estar juntos. Sabía de antemano que los personajes iban a ser solitarios y extravagantes, gente que no encaja, pero lo demás apareció después, sobre la marcha. Lo del vínculo entre el primer cuento y el último, de hecho, apareció al final: cuanto revisaba los cuentos se me ocurrió que Svensson, el coprotagonista del primero se merecía aparecer de nuevo. Me había caído bien. Entonces escribí “Un último abrazo”.
—Son varios los temas que subyacen; en la superficie lo fantástico, el pavor, el terror, pero también, aunque un tanto más abajo de esos pliegues, parecería esconderse la realidad que marca la interacción social. Por ejemplo, la casa tomada. Contanos ¿Cómo nace la idea?
—No escribo sobre la realidad social o política en forma directa, no es algo que me interese mucho. Pero es cierto que a través de rodeos o excusas que pueden ser más o menos obvias eso al final aparece. Igual mi intención no es la bajada de línea, yo muestro al personaje y a lo que le pasa, nada más. Lo de los geckos que ocupan la casa tiene más que ver con la soledad del personaje, que ya no puede sentir suya ni siquiera la casa de su infancia y está desvinculado del mundo. La curiosidad que la causan los bichos en las paredes le da motivos para no desconectarse del todo. Y al final terminan conectándolo con otro orden de cosas.
—La justicia por mano propia aparece con mayor o menor intensidad, pero de manera recurrente. ¿Qué podés decirnos al respecto? Ejemplos: “Lápiz”, “Comunión”, “Ojos grises”.
—Es cierto, pero esos cuentos no giran en torno a la justicia por mano propia. Creo que son más bien accidentes de la soledad de los personajes, de la rabia que esa soledad les puede causar. Aunque en el caso de “El lápiz” hay una emoción personal implicada, y puede ser que el cuento haya sido una forma de tramitarla. Hace muchos años, sentado en una plaza, vi a un grupo de nenas maltratar a otra, que era gorda como la del cuento y tenía una expresión de tristeza que me pareció rara para su edad. Recuerdo que me dio una bronca bárbara, y que con gusto hubiera intervenido. Pero si entraba al arenero a poner orden el que iba a terminar mal iba a ser yo, así que me abstuve e hice lo que hacen todos: mirar desde afuera.
—Una sociedad atravesada por la falta de escrúpulos, aparece con claridad en “El riesgo empresario”. Después vienen las consecuencias. ¿No es verdad?
—Con “El riesgo empresario” me pasó algo raro. Me parecía el más volado de los cuentos, demasiado satírico, y casi ni lo incluyo. Pero fue uno de los que más gustó. Me divertí mucho escribiéndolo, porque me acordaba de bichos raros que conocí en los gimnasios, es un poco autobiográfico en ese punto. El verdadero protagonista es el patovica y no el empresario, pero su drama no se cuenta en forma directa sino a través de lo que le pasa al otro... es tan pobre tipo que ni como protagonista se lo reconoce. Y sí, el empresario en cuestión es un miserable, y vive de la ingenuidad de los otros, como suele pasar. En este caso, las consecuencias de esa miseria moral se pagan caro, pero cualquiera sabe que eso no es lo habitual.
—La decadencia que acompaña el proceso de modernización genera malestar en Clara, por ejemplo Ella desea una pandemia, asteroides o, en su defecto, una mutación brusca. En la ficción, en tus cuentos, algo de eso pasa, pero no la pandemia que, sí, en la dimensión real nos tiene acorralados. ¿Cómo estás pasando esta trágica experiencia?
—Clara vuelve al hogar de su infancia en su vejez, cuando está más sola que nunca, y casi no reconoce el barrio, porque está cambiado, más ruidoso y más feo. Fantasea con una pandemia de pura bronca. Igual no creo que una pandemia real o un asteroide fueran a afectarla mucho, porque los melancólicos son los que menos se alteran por cosas como esa. No tienen mucho que perder, o eso les parece a ellos. A mí la pandemia me causa emociones diversas. Me dan pena los que enferman y bronca los imbéciles que niegan el problema y no se cuidan, me angustia pensar en el mañana, en lo que va a venir cuando las consecuencias económicas se noten con más fuerza y a la vez, si me pongo un poco en extraterrestre, me interesa el proceso, los cambios sociales que va a generar. Pero no me hago ilusiones con la humanidad: me causan risa los que creen que después de esto vamos a ser más buenos.
—Llama la atención, a mí por lo menos, dos nombres, teniendo en cuenta a quienes se los asignaste. ¿Por qué María? ¡Justo María! Y, ¿por qué en el último cuento, María Eugenia. ¿Este es más fácil, o al menos, nada polémico, desde mi punto de vista? ¿Vos qué decís?
—Lo de María Eugenia no fue a propósito. Es cierto que hay alguna María Eugenia poco simpática, pero no fue por eso que le puse ese nombre a la serpiente. Busqué un nombre que por la sonoridad me pareciera inadecuado, ridículo, aplicado un animal de esa clase, y se me ocurrió ese. Trato de que los nombres le agreguen color a los personajes. A veces pude ser por la discordante, con en el caso de la serpiente, o a veces al revés. Para la nena que maltrata a la gordita en la plaza, una chetita consentida, el nombre “Martina” me pareció genial. “Martina” me suena a nariz fruncida y a ojos fríos.
—Una figura que gira con insistencia haciendo pie en varios de estos cuentos es, sin dudas la figura materna. Son madres todas distintas, pero madres, unas y otras, haciendo lo suyo y a su manera. Sin embargo, en uno de los cuentos comparten, con alguna excepción, la característica que las ubica a todas como cortadas con la misma tijera; me refiero a las madres de la plaza ( que no es la de Mayo) en Lápiz. ¿Qué podes decirnos de ello?
—Lo que quise que apareciera en ese cuento fue el desinterés por el dolor ajeno, pero en un tono desesperanzado. El mundo es el que es, brutal, injusto, y puede ser que para personas como la nena maltratada no haya otra opción que la de reaccionar como lo hace. No creo que sea una acción “correcta” pero se la puede entender. Las que la rodean son madres porque el escenario convencional es ese, y también el del recuerdo que originó el cuento.
—“Las mujeres son problemáticas...”, decía el padre Bartley Claymore, ordenado en Dublín. El fenómeno de los curas pedófilos. ¿A qué responde, según vos, esa tendencia?
—A “Comunión”, me parece, se lo leyó como un cuento anticlerical. Los poco amigos del clero lo celebraron por eso, y hubo algún creyente que, después de decirme que le había gustado, se apuró a aclararme que no todos los curas son así, como si yo expresara esa idea en algún momento. No es un cuento anticlerical: yo estudié con los curas, y aunque me considero agnóstico hace rato tengo respeto por la fe. No por los dogmas y toda la hipocresía que los rodea, por la fe. Sí tengo claro que el celibato obligatorio es absurdo y hasta peligroso. Negar los impulsos naturales no hace a nadie más santo, al contrario. La pedofilia es repugnante, abusar de un chico es horrendo, imperdonable, pero ojo, que lo malo de los curas pedófilos es que sean pedófilos, no que sean curas. Me parece que hay gente que no tiene eso muy claro.
—El aborto espontáneo de Clara... ¿Tenés postura tomada sobre el aborto?
—Tengo una postura, pero no la encuentro representada en los bandos en conflicto. El tema, me parece, está planteado en forma superficial y violenta. Creo que la mujer tiene derecho al aborto, no puedo aceptar que los dichos de un libro que algunos consideran sagrado la convierta en una fábrica de humanos. Pero no me siento cómodo, tampoco, con los que se comportan como si extraer un feto (que es un humano en ciernes, una vida posible) y tirarlo a un tacho fuera algo parecido a reventar un grano o arreglar una caries.
—Recién te pregunté por las madres poniendo el foco en las de la plaza; ahora quisiera detenerme en la madre de Svensson y preguntarte si el hecho de hacer él lo que hace al final de la historia. ¿Tiene algo que ver con la idea de terminar regresando a un vientre (materno)? O es simplemente como él se dijo en estado consciente o inconsciente.
—Puede haber algo de eso. Los infelices quisieran no haber nacido, y no haber nacido no es no existir para nada, sino no salir nunca de la panza de mamá. Pero Svensson quiere fusionarse con aquello a lo que dedicó su vida, lo único que le salió bien. Me parece que va más por ahí.
—Hay un par de relaciones de amistad, pocas y débiles, ¿por qué?
—Son todos solitarios, gente con la que los demás no están a gusto. No tienen muchos amigos, ni muchas razones para estar orgullosos de sí mismos o seguir vivos tampoco. Mi idea era que todos los personajes se parecieran en eso.
—Es casi nulo el sentimiento de culpa de personajes entre los cuentos. ¿Qué lugar ocupa la culpa en la actualidad? Te pido una reflexión, ¿puede ser?
—No la tienen, no al momento de hacer lo que hacen por lo menos. La culpa, que tema... es jugosa la culpa, porque siempre aparece disfrazada o proyectada sobre otros. Y aunque siempre tiene alguna razón de ser, en general lleva a confundir las cosas, debilita. A nadie lo mejora que los demás sientan culpa por él, y sentir culpa impide pensar bien. Por eso el trabajo sobre las culpas ajenas, sean reales o inventadas, es algo común y muy redituable. Los que viven de esparcir dogmas lo tienen muy claro.
—Abrió la Biblia... leyó un pasaje de Mateo... “Ojo derecho”... “mano derecha”. El ojo de Martina, la niña rubia, y la mano derecha de la “gorda”, en “Lápiz”. El miembro es otra historia, ¿no es verdad?
—Hay una concordancia con el pasaje bíblico, es cierto, pero ni me di cuenta en su momento. El texto de Mateo, que le gusta a los personajes del cuento, está ahí porque siempre me fascinó a mí, me parece tan hermoso como violento. Es uno de esos pasajes donde Jesús recuerda más a los profetas fanáticos del Antiguo Testamento que al mensajero del amor y el perdón que decía ser. Cuando lo escuchaba en misa, de chico, siempre me parecía que estaba incompleto, porque hay una parte que peca seguido y no es el ojo ni la mano... bueno, en el cuento alguien se encarga de la parte faltante.
—Los monstruos del pasado... ¿qué hacemos si regresan? ¿Los están llamando? ¡Dios no lo permita!
—Yo no creo que se hayan ido, creo que siguen por ahí y que son casi los mismo que los del presente. Cambian de apariencia, se disfrazan y se mezclan, pero están. Además, donde algunos ven monstruos otros ven ángeles. Ese es el problema, si todos viéramos los mismos monstruos sería fácil derrotarlos. No creo que seamos una humanidad muy distinta a la del pasado, creo que mejoramos pero que vamos de a poco, de a pasos cortos, y a veces hasta damos algún paso atrás diciendo que es para adelante. Bueno, a veces no, lo hacemos bastante seguido.