Por Mariano Buscaglia | Suplemento Cultura de Perfil | Domingo 26 de abril de 2020
Foto: Pablo Temes | Diario Perfil. |
Atravesamos tiempos que se confunden y fusionan con narraciones que siempre ocuparon la dimensión de la ficción. ¿Quién hubiese apostado a que viviríamos encerrados en nuestros hogares, prisioneros de nuestros miedos, furias y paranoias? Nunca fue tan actual esa página de Alberto Breccia, adaptando El Eternauta de H.G. Oesterheld para la revista Gente, donde el vecino Polsky escapa al exterior y muere a los pocos pasos, víctima de la nevada fatal. Día a día, las noticias nos arrojan las cifras de los fallecidos del otro lado del charco, como para avivar los rescoldos de nuestros terrores, para dejarnos bien en claro que atravesamos el velo de ficción y que vamos camino hacia el gran final. Pero, según la literatura, hay una historia después de ese final. Una historia amarrada a un presente tullido, que no avanza en el tiempo. Los sembradores de títulos lo llamaron “posapocalíptico” y lo habitaremos, como dice ese otro título tan famoso, cuando el destino nos alcance. Para simplificar el listado que vamos a llevar adelante, nuestro fin del mundo argentino comenzó en mayo de 1910, cuando el cometa Halley amenazaba al planeta con envenenarlo todo con su cola gaseosa. Ese temor llevó a que 427 personas se quitaran la vida en menos de cuatro meses. Parte de ese terror, según Lidia Parise y Abel González, autores del ensayo La fin del mundo (CEAL, 1971), fue esparcido, a principios de 1910, por un tal Domingo Barisane que publicó un folletín titulado La fin del mundo, donde hablaba del paso del cometa y de sus consecuencias fatales. Cinco años después, el autor lunfardo Eduardo Montagne publicó el libro de cuentos El fin del mundo, que contiene el relato homónimo, con visos oníricos que, para decepción de muchos, posee poco de hecatombe.El genial Roberto Arlt aportó dos cuentos en la década del 30: el clásico antibelicista La luna roja (El Jorobadito, 1933) y La muerte del sol, publicado en el diario El Mundo en diciembre de 1934, donde un personaje se pregunta ante la inminencia del final: “¿No será mejor que me provea alimentos?”. Pánico que asalta actualmente a muchos de los hunos que saquean los mercaditos porteños.
En 1942, el ferviente católico y antisemita Gustavo Zuviría, de nom de plume Hugo Wast, publicó Juana Tabor y 666. Dos novelas que relataban los albores de la llegada del anticristo. Wast tomó como modelo para su obra la novela inglesa de Robert Hugh Benson El amo del mundo (1907), donde el anticristo se percibe como un salvador y no como un ser demoníaco. Similar en su intención es la novela del cura Leonardo Castellani, Los papeles de Benjamín Benavídez (1954), donde también se habla de la decadencia de la Iglesia Católica y de la llegada del anticristo (algo que pusieron a flor de piel las imágenes del discurso del papa Francisco rodeado por la desolación del Vaticano). Con erudición y su habitual profundidad filosófica, Castellani glosó la críptica escatología católica.
El excelente volumen de cuentos del olvidado Bonifacio Lastra titulado El prestidigitador (1956) contiene La revuelta de los números, en el que la civilización atlante desaparece tras una guerra atómica. Temática que recabó el exótico Ovidio Pracilio en su serie de novelas sobre el Profesor X, autopublicadas a fines de los 50, y cuya temática, para ser justos, pertenece más a la ciencia ficción que al fin de los tiempos. Como curiosidad, y sin poder adherirlas al género, vale la pena señalar dos novelas de Bull Rockett escritas por el autor de Mort Cinder, H. G. Oesterheld: Fuego blanco y Buenos Aires no contesta (1956). En esta última novela, Rockett y sus amigos trabajan contrarreloj, en una Buenos Aires sitiada, para encontrar y desbaratar una bomba atómica a punto de explotar. En la década del 60, en plena paranoia nuclear, vale destacar el libro de cuentos de Alberto Pineta, El quinto día, narraciones mágicas e historia crueles, que contiene un cuento homónimo sobre el fin atómico de la humanidad y un relato más posapocalíptico titulado Barbas el barbas. En 1967, Alfredo Grassi, auténtico pulp writer criollo e infatigable guionista de historietas, publicó el volumen de ciencia ficción Y las estrellas caerán que contiene tres cuentos que se suman con carne y uña al género: El sueño, La última batalla y Las trompetas del Juicio. Un año después, participó en la antología de cuentos de ciencia ficción convocada por la editorial Calatayud con otro relato apocalíptico: Los herederos. De ese mismo año es el cuento Post bombum de Alberto Vanasco, compilado en Memorias del futuro. La década del 60 finalizó con un aporte esencial, el del olvidado Antonio F. M. Tarnassi, autor de memorables cuentos policiales y fantásticos, que escribió una novela apocalíptica, rarísima, y muy difícil de hallar, titulada El arcón de ébano.
Durante la década del 70, Cielo Sur Editora, bajo la égida de Fabio Zerpa, comenzó a publicar revistas como Cuarta Dimensión o Umbral Tiempo Futuro, donde participaron narradores como Juan-Jacobo Bajarlía, autor que fue muy aficionado a la temática del fin de los tiempos. Algunos de sus cuentos más representativos pueden encontrarse en los libros Fórmula al antimundo (1970), El día cero (1972) o en la antología grupal Cuentos extraños (1976). Nahuel Villegas aportó su grano de arena con el cuento El pavo real que tocó las nubes (Cuarta Dimensión, 1977), en el que un piloto de una aerolínea queda a la deriva mientras la muerte arrasa a la humanidad en la superficie. De Nahuel Villegas también es el cuento El último muro sobre la Tierra. Otro autor de este conciliábulo fue Juan Norberto Comte, del que vale la pena señalar el relato El gran genocidio (Cuarta Dimensión, 1975). En 1974, un joven Juan José Delaney publicó el volumen de cuentos La carcajada; entre otros relatos figura El fin del mundo, en el que el final no es más que un nuevo comienzo. Un año después, Jorge Luis Borges aportó al género su cuento Utopía de un hombre cansado (El libro de arena, 1975), en el que un hombre viaja a un futuro remoto donde la humanidad se ha despojado de casi todo lo que la hace reconocible. Las ruinas son el objeto principal del libro póstumo de Borges, titulado El libro de las ruinas, publicado en 1997 en una edición para bibliófilos por el sibarita de las letras Franco María Ricci, en su colección Los Signos del Hombre.
El genio Eduardo Goligorsky reunió en 1977, en un único volumen, sus aportes a la ciencia ficción. El libro se tituló A la sombra de los bárbaros y contiene dos cuentos esenciales: Cuando los pájaros mueran y Olaf y las explosiones. Américo Barrios, bajo su reconocido seudónimo de Luis María Albamonte, publicó el libro El último hombre sobre la Tierra (1979), que incluye el cuento homónimo y El cuchillo de los semidioses.
Los 80 comenzaron, en realidad, en 1982, por un lado con el volumen de cuentos de Elvio Gandolfo La reina de las nieves y su cuento Sobre las rocas y, por el otro, con la novela de Adolfo Pérez Zelaschi Ciudad. Zelaschi tiene muchos aportes cuentísticos al género que es imposible señalar aquí. Ciudad es un auténtico mamotreto barroco que habla de una urbe amurallada, con visos orientales, donde el esclavismo reina. Esta ciudad se encuentra rodeada por un paisaje desolado, de tierras baldías, donde viven seres degradados, mutantes, que amenazan el statu quo de la sociedad sitiada. Por aquellos años, comienzan a dar que hablar autores como Carlos Gardini, Ana María Shua, Angélica Gorodischer o Rogelio Ramos Signes. Vale la pena recordar los dos primeros libros de relatos de Gardini: Primera línea y Mi cerebro animal, ambos de 1983. En ellos se pueden encontrar varios cuentos que se incorporan a la temática. Lo mismo puede decirse del pequeño volumen de Signes Las escamas del señor Crisolaras y la pequeña novelita titulada El dueño del desierto. En esa década también haría su debut Marcelo Cohen con su saga de novelas y cuentos acerca del llamado “Delta Panorámico” y su futuro instalado, donde lo peor ya quedó atrás.
Los 90 anuncian el final que se perfila en la próxima década, con el libro antologado por Juan-Jacobo Bajarlía titulado El fin de los tiempos. En 1992, Sergio Chejfec publicó la novela El aire, en la que la civilización parece descomponerse a medida que se avanza en el relato. El personaje de la novela, un tal Barroso, se hace una pregunta esencial para el género: “¿Cuánto dura el presente?”. Algo sobre lo que muchas personas, en esta larga cuarentena, no han dejado de interrogarse. Un año después se publicó el clásico indiscutido del género: Anatomía humana, de Carlos Chernov, novela merecedora del Premio Planeta, recientemente reeditada por Interzona. Chernov volvió a la carga con su reciente libro El sistema de las estrellas (2017), en que la humanidad, tras un apocalipsis climático, traza una línea definitiva entre la riqueza y el proletariado.
En 1997 coinciden otros dos clásicos del género, la novela de Eduardo Blaustein Cruz diablo que, desde el futuro, interpela el pasado salvaje de la Argentina y Plop! de Rafael Pinedo. Novela sin concesiones, brutal, absolutamente eximia en su brevedad y contundencia. Pinedo pone en boca de un personaje la frase lapidaria: “Comer no es divertirse, es sobrevivir”.
Luego de ese ensayo del apocalipsis que fue para la Argentina el año 2001, Sergio Gaut Vel Hartman seleccionó y publicó en 2005 la antología de cuentos distópicos Mañanas en sombras, en el que podemos destacar el cuento de Alejandro Alonso Disneylandia y el de Eduardo J. Carletti, Sin nombre. Ese mismo año también se publicó otro clásico, El año del desierto, de Pedro Mairal. Novela que resume, como ninguna, las crisis cíclicas que asolan a nuestro país.
Al final de la década se destacan los aportes de Distancia de rescate (2014) de Samanta Schweblin, la premiada ópera prima de Ariada Castellarnau, Quema (la autora, en rigor, es española, pero vivió muchos años en el país y lo siente como su segunda patria), Un futuro radiante (2016) de Pablo Plotkin, Mondo Cane (2016) de Pablo Martínez Burkett, Los perros de la Nación (2018) de Christian Boyanovsky Bazán y El chévere venturante Mr. Quetzolt de Arisona (2018) de Juan Simeran. Por su estilo, ambientaciones podridas y mutantes, también hay que señalar la obra de autores como Matías Bragagnolo, Ricardo Romero, Leonor Nañez, Martín Durand, Mariana Enríquez, Esteban Dilo, Diego Arandojo, Gonzalo Santos o Javier Ragau, que coquetean con paisajes derruidos, intrínsecos o no a los personajes que frecuentan sus narrativas. Porque el fin del mundo, muchas veces, es también un modo de percibir. Si algo nos enseña este breve pero completo repaso es que la literatura apocalíptica argentina está lejos de agotarse. Más bien parece muy cerca de explotar en una nueva narrativa, sembrada de pústulas creativas.
Tres opiniones cenicientas
Luis Pestarini, legendario editor de la revista de ciencia ficción Cuasar y erudito del género, consultado por Perfil, sostiene: “La literatura argentina tiene varios ejemplos destacados de escenarios posapocalípticos. Uno de los más notables es El año del desierto (2005), de Pedro Mairal, donde la civilización va retrocediendo hasta volver al imperio del desierto tras una serie de sucesos descontrolados. Pero no quiero pasar por alto el nombre de Carlos Chernov, que tiene dos excelentes novelas sobre la caída del mundo tal como lo conocemos: Anatomía humana (1993), sobre las consecuencias de una peste que elimina a casi todos los varones, y El sistema de las estrellas (2017)”.
La especialista e investigadora argentina Angélica Barrón opina que “La guerra del cerdo de Bioy Casares, donde se plantea una conjura en la que los jóvenes se proponen acabar con los mayores, puede compararse a las versiones conspiranoicas que aseguran que la epidemia de ahora está planificada para acabar con la población mayor”. Y destaca, entre otros, el cuento de Gorodischer Caviar negro, donde “los personajes de este cuento plantean el fin del universo entero por el triunfo de la entropía”.
Alejandro Alonso, reconocido escritor de ciencia ficción, autor del libro de cuentos Rutas de trascendencia y ganador del premio UPC, nos dice: “Lo posapocalíptico es un tópico bastante común en la literatura fantástica (sobre todo de ciencia ficción) en la Argentina, acaso por el hecho de haber sido esta una literatura más sociológica, concebida al margen de la tecnología pura y dura. O tal vez porque es una forma de abordar el género más sencilla que otras (ideal para escritores que no estaban familiarizados con el género), al no requerir necesariamente el desarrollo razonado de un nuevo orden para plasmar las encrucijadas a que se ven sometidos los personajes. Caprichosamente voy a rescatar tres novelas contemporáneas. El año del desierto, de Pedro Mairal (porque plantea un retroceso a la barbarie, destejiendo la historia en lugar de barrer con ella). El sistema de las estrellas, de Carlos Chernov (porque bebe de la mejor ciencia ficción, proponiendo nuevos órdenes sociales, tecnológicos y culturales). Y Los que duermen en el polvo, de Horacio Convertini (por esa capacidad que tiene el autor de tejer las angustias sociales y las personales, y porque no reniega del género)”.
Zombi, resurrección y plaga de un género | Por Mariano Buscaglia
Los zombis, ubicuos protagonistas del fin de los tiempos y perfectas metáforas de la enajenación contemporánea, merecen destacarse en un nicho aparte (tómese esta acepción en sus muchas vertientes). La literatura sobre revenants o muertos vivos es de factoría reciente en nuestras plumas, a pesar de que pueden rastrearse algunos pocos precursores. Es factible considerar el alucinante cuento El hambre de Manuel Mujica Lainez, antologado en el clásico Misteriosa Buenos Aires (1950), como el primer cuento zombi argentino. Los elementos están ahí, canibalismo, hambruna y una ciudad en ruinas. En la década del 60, el estrafalario Alejandro Von Der Heyde se abocó a la narración de muchos cuentos sobre muertos que regresan a la vida en su enorme saga de cinco volúmenes de Cuentos fantásticos. En 1967, Ernesto Bayma, compañero de armas de Alfredo Grassi, publicó la extravagante novela fanta-bélica titulada Metralla para los monstruos (reeditada recientemente por Ediciones Ignotas). En los 90, Alberto Laiseca mechó zombis en ese extraño experimento narrativo titulado ¡Por favor, plágienme! La cena (2006) de César Aira narró una perfecta escaramuza zombi en las entrañas del pueblo natal del autor. A esta novela le siguió Letra muerta de Cezary Novek y Guillermo Bawden (que tuvo una secuela en manos de Bawden); el ya clásico Berazachussetts de Leandro Ávalos Blacha; la antología de relatos de muertos vivos Vienen bajando; Argentina zombi, historia oculta de la patria de Luciano Saracino o Crónicas zombis de Juan José Burzi. Y nuestra década se diluyó con los aportes de Joe Rough y su novelita Las ciénagas del diablo; de Gabriel Juárez con su nouvelle La última varieté, a las que le siguieron títulos como Hay que matarlos a todos de Pablo Tolosa, Los fantasmas siempre tienen hambre de José María Marcos, Palermo Zombi de Miguel Ortemberg, La piel intrusa de Yanina Rosenberg, La felicidad es un lugar común de Mariana Skiadaressis o Los muertos del Riachuelo de Hernán D. Nimo. Este año, si la vida continúa, verá la luz la esperadísima novela de Leo Oyola titulada Ultratumba, que promete gore del bueno y del bruto. (Fuente www.perfil.com).