Escribe Dolores Reyes, autora de Cometierra (Sigilo, 2019) | Sección Cultura de Clarín | Viernes 14 de febrero de 2020
Santa Teresita, el lugar de las vacaciones familiares. La autora evoca un libro de Alberto Laiseca que se volvió fundacional.
Nacemos. Aprendemos... a sonreír, a sentarnos, a caminar, a hablar, a leer.
Pero un día nacemos como lectores. Y para nacer lectores no hay como el tiempo del verano.
Disponemos de nuestras horas. Ya no se las tenemos que robar al trabajo, a la escuela, a las pantallas; y estamos en un tiempo muy particular, mucho más pegado al tiempo literario, un ritmo más lento, propio. Hace unos seis años que paso enero en Santa Teresita, una playa de trabajadores en donde todos se comportan como si estuvieran en una plaza del conurbano, pero con agua. Acá me siento cómoda. A nadie le parecen raros nuestros desplazamientos cargados de sombrillas, reposeras, jugos, churros, toallones y libros.
Hay libros que quedan en Santa, los compro ahí, los leo y nunca caigo en la tentación de llevármelos a Buenos Aires.
A los libros, como a los seres queridos, es hermoso extrañarlos.
A veces llueve o está nublado y todo cambia.
Tengo un libro que es para mí como un tesoro. Me lo regaló Selva Almada para un cumpleaños. Ella venía de su presentación y me dijo: “No te lo pude hacer firmar porque Lai estaba muy cansado”.
Alberto Laiseca murió poco tiempo después. Siempre pienso en lo que él fue para muchos escritores que conozco cada vez que miro ese libro.
Cuando Benjamín tenía 6 años era todavía más incansable que ahora. Una noche en que no se dormía más, me pedía un libro para leer atrás del otro. En esa época le encantaban los de ejércitos tipo El ejército alemán, El ejército ruso. Pero ya los había leído todos y afuera diluviaba. Como última opción, le pasé La madre y la muerte de Lai pensando que solo iba a ver los dibujos. Benjamín desapareció.
Media hora más tarde le escuché: ¡Ay, pobre la madre! Con un sentimiento tan profundo que la impresión me dura hasta hoy. Presenciar el descubrimiento de la lectura como fuente de disfrute en un hijo es algo muy hermoso. Lo sentimos como nuestro legado fundamental.
Cuando llegamos, cada verano él y mi hija Ariadna salen corriendo a disputarse La madre y la muerte. Este año ganó Ari, todos los días se hace la cama y lo acomoda en el medio, abrazado por una rana enorme de peluche. Ese libro les fue abriendo el gusto hacia la lectura de otros textos que no son ni los escolares ni el omnipresente animé.
La madre y la muerte de Alberto Laiseca es un libro precioso y es el libro de todos los veranos de mis hijos menores, lo releen y después los veo en las librerías de la peatonal buscando en otros libros ese fuego que les reveló Laiseca. No es ni correcto, ni piadoso, es un cuento triste y cruel que relata todas las peripecias que atraviesa una madre para recuperar a su hijo arrebatado por la muerte. Sin sensibilidades impuestas, despliega todos los costos que esa búsqueda imprime en el cuerpo de la mujer. Porque la literatura es el espacio de contarlo todo, de poner hasta el último huesito al asador en el juego mágico de ganar lectores apasionados.
La lectura se amolda al tiempo laxo de las chancletas como el cuerpo de los hijos pequeños a las manos que los acarician esparciéndoles el protector solar.