Reseña de La lengua de los geckos (Muerde Muertos, 2019), de Fabián García | Por Emanuel Rosso | Editor de la revista Gualicho
Hay un espacio que los hombres aún no hemos dominado, un espacio que todavía no ha sido invadido por el cemento, ni por nuestras costumbres y diplomacias; un lugar donde viven formas que nos son ajenas, que no comprendemos y que, por lo tanto, tememos. En ese espacio transcurren los cuentos que Fabián García presenta en La lengua de los geckos, obra que toma un poco de The Thing de John Carpenter, un poco de Alien de Ridley Scott y un poco de Lovecraft, por supuesto.
A lo largo de todo el libro se mantiene la sensación incómoda de que el mundo pertenece a estas formas de vida (algunas de ellas existen realmente, otras salen de la mente de García) y de que somos meros invitados a quienes se les permite quedarse, hasta que de alguna manera, quizás tan solo por ocupar este lugar, perturbamos esa comunión de la que no somos parte. García apela a las fobias, a la viscosidad, al instinto primitivo de mantenernos alertas. Lo suyo son las aberraciones biológicas, los experimentos fallidos, el acecho, el contacto, la inoculación. En esos ámbitos, consigue ponerse en la piel de una anciana solitaria, de un chico en edad escolar o de un inescrupuloso vendedor de sustancias prohibidas.
Si bien “Profundo” es mi relato favorito del libro (no porque se trate de un homenaje a Lovecraft, sino porque allí García utiliza una pluma calibre Neil Gaiman), el pasaje que me llevo como una gema robada pertenece al cuento que da título al libro: “Ella se apegó a algunos varones raros, pero no tuvo hijos. Una vez, hacía ya mucho, un embrión había vivido en su vientre unas cuantas semanas, acercándola a la felicidad como nunca en su vida. Pero se desprendió de ella una noche y se lo llevó el agua por las cañerías, causándole un dolor de puñalada en el vientre, y una opresión en el pecho igual de intensa. Años después, cuando ya había renunciado a los pocos hombres que podían desearla, los médicos tuvieron que extirparle los pechos. Para ella era claro: su cuerpo, resentido, había apartado de sí las partes sin usar”. Aplauso y ovación de pie.