Compartimos el cuento “La forma de un corazón afilado”, de Pablo Tolosa —autor de Malditos animales y Hay que mataros a todos—, que integra la antología Pueblos rotos, publicada por Editora Cultural Tierra del Fuego y el Fondo Editorial Rionegrino(*).
El mar erosionó un médano de casi diez metros de altura y la pedrera quedó al descubierto. Fue en invierno en una playa cercana a Bahía Creek. Si no fuera por la afición a la pesca de Diego, Marina jamás hubiera estado caminando por estas arenas en pleno Agosto. A él le habían pasado un dato y hoy comprobó que efectivamente, encarnando con salmón blanco, las corvinas que pican son del doble del tamaño habitual. A esta altura del día lleva siete ejemplares capturados. Para ella, la pesca es una actividad de gente solitaria y rara, aunque no pudo negarse cuando él le propuso un fin de semana especial. Deben quedar cuarenta minutos de luz: casi van a ser la cinco de la tarde; hace una última caminata bordeando las olitas transparentes que lamen la playa y cada vez dibujan una frontera nueva entre lo seco y lo húmedo. De a poco, entre los demás, ve el médano cortado. Antinatural forma para un montón de arena – piensa - y apura el paso. Mira hacia atrás y lo ve a Diego luchando entusiasmado. Alcanza a distinguir la caña que hace una tensa reverencia ante el pez que lucha por su vida. Sabe la corvina que el hierro que atraviesa su cara no es nada bueno. No llega a imaginarse que el objetivo es arrastrarla a una muerte fuera de su elemento para después freírla, hornearla o asarla y finalmente, comerla. Marina distingue pequeñas formas al pie del médano, lo que le despierta una gran intriga. En el lugar ve los pedazos de piedra y sabe que se trata de un lugar donde se hacían herramientas y armas. Hay algunas con forma de mortero, muchas se conservan en muy buena condición. Son piedras, piensa ella: cuando empezaron a trabajarlas ya tenían millones de años. Se arrodilla emocionada entre los tesoros. La alta pared de arena le hace sentir que está en un lugar sagrado. Encuentra una flecha perfecta, hecha de piedra blanca y violeta. Tiene la forma de un corazón afilado. Levanta después un aro de piedra. Parece que fue un mortero y el paso de los años hizo que el agua del mar formara con eso un círculo perfecto. Le limpia un poco la arena y descubre que tiene atada una soga de entraña de ñandú disecada. Un nudo de forma forma compleja sostiene al aro pétreo y Marina tira para ver qué hay en la otra punta. Es un tramo largo pues el cordón se hunde en la arena y no aparece el final. Ella lo sigue hasta que encuentra un bastón de piedra en el otro lado del cordón. Quiere sacarlo pero no puede: está muy enterrado. Cava un poco y sus dedos chocan contra algo duro. Descubre el lugar con cuidado y encuentra que el objeto está insertado en otra piedra, como la palanca de cambios en un auto. Claramente se distinguen dos posiciones en el sorprendente mecanismo. Ella hace fuerza pero no puede moverla. Mira a Diego y lo ve con el agua a la cintura y la caña doblada en un ángulo mucho menor a sesenta grados. Por más raro que sea ésto, tendrá que esperar para decirle. Toma dos o tres puntas de flecha y se apoya en el bastón para pararse. El artefacto se hunde un poco y dispara un chasquido seco bajo la roca. Se queda quieta y a pesar del ruido del mar escucha con claridad que bajo sus pies un mecanismo se pone en marcha: una cuerda se desenrosca. La máquina de piedra comienza a andar. Sin siquiera saber cómo, Marina es lanzada contra la pared de arena mediante una trampa activada por ella misma. Tal es la fuerza del impacto que su cuerpo penetra en la arena y desaparece en el interior del médano. El propio golpe hace que la arena se desmorone y que el montículo vuelva a su forma habitual, derivada del cono. Ahora la duna es una más de su especie. Imposible distinguirla entre sus pares, es una bestia invisible que acecha sin nombre. Bajo la arena, la máquina vuelve al estado de espera. Mientras, la corvina se asfixia dando saltos en la orilla. Diego le abre la carne para recuperar el anzuelo y en dos o tres idas y venidas del lado serrado del cuchillo, le corta la cabeza. Separa el cuerpo, unido aún por algunas arterias y órganos del pez, y tira la cabeza unos metros hacia lo seco. La corvina no entiende lo que sucede. Cree que es la noche cuando sus ojos dejan de ver. Muere y el pequeño cerebro deja de cumplir sus funciones, los músculos se relajan y la boca se abre. Por un buen rato, pudiera ser por días enteros, sus ojos parecerán estar vivos. Las ocho cabezas de pescado tienen esa mirada. Una pequeña ola las inunda y las atraviesa. Dos o tres giran por la fuerza del agua. Diego descama el resto de la última presa, lo eviscera y lo guarda en una caja de telgopor con hielo. Decide ir a buscar a Marina, así que sigue las huellas a lo largo de la orilla, hasta que se borran. Camina un rato más buscando si reaparecen las pisadas. Primero camina rápido y después corre buscando huellas. En un momento levanta la cabeza y ve que ahí empiezan los acantilados. Ve el mar calmo y el sol que desaparece sobre las altísimas piedras. Adelante, la playa vacía le cuenta sin palabras una historia de horror.
(*) La antología Pueblos rotos está integrada por 43 artistas: Juan Terranova, Félix Bruzzone, Claudia Piñeiro, Nacho Larrañaga, Vivian Dragna, Selva Almada, Pablo Di Marco, Ariel Ídez, Leonardo Sabatella, Salvador Biedma, Damián Huego, Daniel Guebel, Cecilia Romana, Ramón Tarruella, Luciano Lamberti, Pablo Procopio, César Sodero, Gastón Marioni, Jorge Castañeda, Noemí Frenkel, Lola Berthet, Pablo Tolosa, Enrique Nanti, Diego Frenkel, Tito Bonano, Kurt Lutman, Carolina Fernández, Ana Pitergarg, Fernando Spiner, Zuleika Esnal, Cufa Roll, Francisco Bochatón, Antonio Birabent, Estela Cerati, Lisando Aristimuño, Paula Kleiman, María Eva Albistur, Maxi Bort, Chino Moro, Nicolás Pousthomis, Irina Werning, Urko Suaya y Andrea Cherniasvsky.