Por Fernando Farías | Para La Palabra de Ezeiza | Viernes 9 de agosto de 2019
Los cincuenta y dos cuentos de María Sola agrupados en Mujer deshabitada sorprenden por su variedad temática y por un lenguaje diáfano que retrata un universo donde lo posible y lo imposible parecen constituirse en sinónimos. Hechos que podrían catalogarse dentro del género realista se presentan, de pronto, atravesados por la presencia de una pareja que se empequeñece con el objetivo de mudarse a unos frascos, una mujer que se desteje igual que un vestido, una ciudad donde los visitantes llegan y empiezan a olvidar su pasado, una dama que pierde su piel en una plaza, manos atrevidas que cobran vida propia, un pueblo polvoriento donde los hombres han desaparecido y las mujeres reemplazan a sus hijos por muñecos, jóvenes vigorosos que brotan de un jardín como plantas, hombrecitos que viven en los bolsillos de un vagabundo, una enamorada que no puede dejar de alargar su vestido de novia, depravados que se delatan por el color azul, letras enamoradas que buscan resucitar viejas emociones, seres que levitan, una señora que saca literalmente sus demonios de paseo y hasta una estatua libertaria que se suma a una protesta social. Agrupados en seis sugestivas estaciones —“De la magia y el arte”, “De transformaciones y finales”, “Del pasado y los vínculos”, “De humanos y bestias”, “De relaciones y encuentros” y “De sueños y pesadillas”—, todos los cuentos (los breves y los más extensos) se revelan como estampas de un vasto universo onírico, que se va desplegando como si las páginas fueran parte de un gran lienzo. Su autora (quien, además, es pintora con más de treinta y siete premios) ha dicho que “escribir es como dibujar o pintar: sólo se trata de diferentes formas de lectura”, y sin duda, esta impronta está muy presente. La edición incluye nueve obras de María Sola (la portada y ocho imágenes del interior), donde se puede apreciar cómo las huellas surrealistas de los cuadros poseen un correlato con la prosa, y entonces, el libro se muestra como parte de una obra mayor vinculada al mundo de las artes plásticas, que encontró ahora su manifestación en la ficción literaria. En uno de los cuentos (“El taller”) —relacionado con su paso por el taller de Alberto Laiseca, a quien dedica este trabajo—, la autora da cuenta de sus desvelos por la escritura y, entre otras reflexiones, dice: “Intento escribir, pero ya se ha escrito todo. Libros maravillosos, algunos con textos malos, regulares. Ni siendo malísima resulto original. En realidad creo que es para disimular mi caducidad existencial”. Venciendo este primer escollo, y luego de largas jornadas presididas por el Maestro Lai, llega a una conclusión que da una de las claves de lectura: “Decidí que voy a ser una cuentera como las del campo. Eran analfabetas, pero nos contaban cuentos a la hora de dormir y punto”. Poniendo de manifiesto la importancia del impulso esencial previo a cualquier gesto artístico, el libro puede leerse también al modo de un diario íntimo donde la autora va desplegando intuiciones y aquello que conformaría una historia pulsional donde cada trazo se asemeja al latido de un corazón inquieto que da vida a los innumerables ropajes de esta encantadora Mujer deshabitada.
IMÁGENES Y PALABRAS | Compartimos aquí imágenes de María Sola incorporadas en el interior de Mujer deshabitada y dos relatos, uno breve (“El cuadro”, que da comienzo al libro) y otro más extenso: “El jardín”.
Encuentros en lo de Kita, de María Sola.
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El dibujo | por María Sola
A Raúl Ponce
En el campo el silencio tiene otro peso.Es de noche y estoy recostada en mi sillón. Sobre la chimenea descansa un dibujo de Raúl, lleno de líneas en sepia. Animales, personas, todos enroscados. Siempre que observo esa metamorfosis, me pregunto qué fue primero: ¿hombre o animal? Los párpados pesan cada vez más.
De lejos se escuchan perros. ¿Serán ladridos, aullidos o gemidos?
Avanzan, parecen muchos, van rodeando la casa. El ruido de un vidrio roto revela que han entrado.
De las sombras surge un animal con ojos de persona, cubierto de líneas negras y sepias. Una de ellas se desprende y me azota.
En el acto, todo se transforma.
Una maraña va enredándome en su propia trama. Entre personas y animales enlazados con trazos de absoluta precisión, no tengo escapatoria.
Con un enorme esfuerzo me siento de golpe.
Cubierta de transpiración, me levanto en busca de un vaso con agua. Mientras lo bebo voy acercándome a la ventana.
Silencio total, quietud absoluta.
Me derrumbo en el sillón y mi vista queda congelada en un punto.
Sobre la chimenea un marco sostiene una hoja, inmaculadamente blanca.
A Nada Lasic
Había puesto mucho esmero en unir el perímetro del colchón con las sábanas utilizando una abrochadora, dejando la parte de arriba abierta para poder entrar.
Vanos fueron los esfuerzos de los parientes que se acercaron y pretendieron ayudarla convencidos de que se había vuelto loca. A los gritos fueron despachados por ella. Después se metió en el sobre, nunca más literal, con los brazos muy pegados al cuerpo. No más teléfono ni celular, y para rematarla, desconectó el timbre.
No quería salir de la cama, ni hablar ni ver a nadie.
Con cero energía se levantaba y preparaba un jarro de caldo en cubos, guardándolo en la heladera para que durase. Retenía sus necesidades biológicas para no ir al baño. Con el control remoto sobre la cama, sólo sacaba la mano para encender al idiota eléctrico. Miraba los novelones consiguiendo un estado alfa. Se sentía acompañada a punto tal que, cuando terminaba la última historia, sacaba su mano y saludaba.
—Hasta mañana.
Pasó algún tiempo y un día, muy temprano, se levantó un poco más animada. Con la sábana pegada sobre su espalda y la almohada en la nuca parecía una reina. Se deslizaba hacia la cocina descalza, arrastrando esa capa improvisada con un cuello enorme.
Abrió la heladera y se sirvió un vaso de agua. Desde allí miró con tristeza su jardín descuidado. A pesar de su desgano, ansiaba arreglarlo. La aparición de las flores siempre la emocionaba.
Como la almohada se caía, la sacó completamente. Con la sábana, en cambio, tenía la sensación de llevar la cama consigo. La ató fuerte a su cuello y se dirigió al jardín.
Algunas plantas se encontraban secas. Las fue sacando de a poco, a otras las levantó con unas cañas que tenía por ahí.
Pero el agua era lo más importante, estaban sedientas.
Abrió la canilla, con la tierra mojándose debajo de sus pies y el sol en plena cara, se sintió reconfortada.
Observó que en algunos rincones habían aparecido nuevas plantas y también unos bultitos blancos con apariencia de hongos de jardín. Entró a la casa y se puso a limpiar la cocina.
Decidió darse un baño y, luego, regresó al dormitorio. En el piso quedaron las sábanas sucias desgarradas por los ganchos.
Puso unas nuevas y se acostó pensando en que todo sería mejor.
Pasaron dos días de inmovilidad hasta que recordó el jardín y se levantó para ir a ver.
Lo notó mucho más verde y comprobó que los hongos habían crecido.
Regó en exceso para no tener que hacerlo al día siguiente.
A la semana la despiertan unos murmullos que provienen de afuera. Temerosa y extrañada, vuelve a tomar la sábana sujetándola, como la vez anterior, y sale.
Cae la tarde. Ha llovido y las plantas a esa hora se ven espléndidas. Algunas flores le dan la bienvenida, y observa embelesada las bondades de la naturaleza.
En ese momento de gran abstracción, escucha:
—Hola, señora. ¿Usted es la dueña?
Gira violentamente y, en el lugar de los hongos, ve dos cabezas enterradas hasta el cuello con gorras de baño blancas y antiparras. En un flash, recuerda su infancia cuando jugaba sepultándose en la arena. Con total naturalidad, les pregunta:
—¿Y ustedes qué hacen acá? ¿No saben que este lugar es privado?
—Pensamos que, como no se asomaba nadie, estaba abandonado.
—¡¿Así que si está desocupado se meten?!
—¡Discúlpenos, por favor! ¿Nos puede quitar estos gorros tan incómodos? No damos más.
Vacila, aunque enterrados como están parecen inofensivos. Se dirige al rincón, se agacha y descubre sus cabezas.
Los jóvenes son diferentes, uno moreno de cabellos negros ensortijados y unos ojos verdes que la electrizan. El otro, rubicundo, con pelo lacio y escaso, frente prominente y nariz respingada. Es el que habla.
—Gracias, señora. ¿Y el Don?
—¡Acá no hay ningún Don!
Por lo bajo le dice al otro:
—¡Te dije que tiene cara de amargada, ésta no tiene ni Don ni nada! Ahora hay que saber si nos quiere ayudar.
Ella haciendo que no escucha, pregunta:
—¿Quieren que los ayude a salir?
—Oiga, ¿cómo es su nombre?
—Felipa.
—Bueno, ¿cómo le explicamos? Nuestra situación no es sencilla, venimos buscando por debajo de los jardines vecinos la tierra adecuada y sólo la encontramos aquí.
—¿Adecuada para qué?
—¡Para brotar! Usted comenzó a regar y fue una bendición para nosotros, porque empezamos a salir. Antes nos fue ayudando la lluvia. Usted no puede hacer nada más que regarnos, porque hay que respetar el proceso.
—¿Qué proceso?
—Nosotros somos hombres de la tierra, le pertenecemos, nuestras raíces son muy profundas, sólo salimos cuando hay que brotar, tenemos conciencia de la levedad.
—¿Y entonces qué hago?
—Bueno, si quiere nos puede lavar las cabezas con la manguera y frotarnos un poco el pelo, por más gorra que nos pongamos la tierra entra igual.
Confundida, corre y abre la canilla. Comienza a refrescar a sus nuevos amigos. Le moja el pelo a Parlante, que muestra alivio. Después se dirige a Ojos Verdes, que mudo persiste en una actitud provocadora. Incrusta sus dedos en esa mata de rulos, se detiene algo inhibida porque éste no baja la mirada y, por primera vez, escucha su voz pastosa.
—¡Qué lindas piernas tiene!
Sin querer, al agacharse arremangó su camisón. Avergonzada, se levanta y les pregunta si es suficiente riego. Parlante sugiere:
—Ya que está, ¿por qué no termina? Mire cómo se están abriendo las flores.
Con una ansiedad opuesta a la apatía de los últimos tiempos, termina el trabajo. Se siente observada por la espalda, se despide y entra. Va derecho al cuarto. Aún tiene la sábana colgando, se envuelve en ella y se acuesta, pero tarda en dormirse.
Piensa.
Piensa que todo es una alucinación de tanto estar en la cama. Pero Ojos Verdes y su mirada la perturbaron. Una oleada de dolor invade su mente recordando los momentos de pasión vividos en otro tiempo.
Se despierta temprano. Ambigua, quiere ir, pero se detiene. Espía. Con desconcierto, ve que emergieron hasta el torso, y con sus manos libres van retirando afanosamente la tierra de alrededor de sus cuerpos, para liberarse.
Se paraliza. Son jóvenes, hermosos, y cuando salgan se irán.
Cierra la puerta con llave, sin hacer ruido. Va a su dormitorio angustiada, se acuesta sobre el colchón, toma el control y enciende el televisor.
Casi a la tardecita escucha a Parlante:
—¡Felipa, venga, lo logramos, vamos a festejar!
Ella salta de la cama de inmediato, pero, antes de salir del cuarto, se mira en el espejo y se asusta.
Se peina, se pone el vestido corto con rayas azules y se dirige al encuentro. Anonadada, los contempla sentados en el borde de ambos pozos, desnudos y sonrientes. Parecen dos esculturas.
Parlante dice:
—¡Ahora sí! ¿Nos puede alcanzar la manguera para limpiarnos?
Ella, tartamudeando, contesta:
—Sí... sí, claro, si quieren tengo algo de ropa, que era de mi papá.
—No se moleste, siempre andamos así. ¿Nunca vio un hombre desnudo? No pasa nada, venga, acerque una silla y nos cuenta por qué está sola.
Toma impulso, acerca un banquito y se sienta evitando mirar sus genitales.
Al descender la vista, ve que los pies permanecen enterrados.
Comenta con pudor:
—¿Por qué no salieron totalmente?
—Porque no queremos asustarla, tenemos raíces.
Parlante saca uno y ella ve, con estupor, que de cada dedo se extienden raíces que se introducen en la negrura más profunda de la tierra. Al notar que no hay reacción saca el otro, dejando los dos expuestos.
Felipa era una experta en simular emociones. En su mundo cabía eso y mucho más. Se hace un silencio sepulcral. Retoma el diálogo, con aparente naturalidad:
—No es para tanto, ya les voy a encontrar una solución.
Se levanta presurosa y entra a la casa. Se apoya contra la pared para sostenerse, le tiemblan las piernas. Al rato regresa con tres vasos y una botella de whisky sin abrir.
—Vamos a celebrar este encuentro, me hacen sentir elegida.
Sirve y charlan hasta vaciar la botella. Sus amigos están felices.
Ojos Verdes dice:
—Con ese vestido está resplandeciente.
Los sentidos de Felipa comienzan a nublarse y percibe que en breve explotará su universo en llamas.
En alguna película, había visto que en las cirugías sin anestesia siempre se ofrece una petaca de aguardiente.
Ya están dormidos. Se acerca a Parlante que ronca y tiene sus raíces a la vista. Toma tres y las corta. Él parece no darse cuenta, así que continúa con el resto.
Ojos Verdes dormita, sus pies siguen enterrados, se ve tan hermoso, que no se anima a despertarlo.
Está ansiosa por mostrarle cómo solucionó el problema de su hermano, pero decide esperar.
Aprovecha las últimas horas del día para alistar todo y abre dos cuartos que permanecían cerrados. Uno para cada uno.
Esa noche no duerme.
Cuando asoma la luz por las ventanas, se levanta y enciende la cafetera.
Mientras se hace el café, va al jardín. Ojos Verdes está solo, y su mirada oscura la congela.
En el lugar de Parlante, hay un agujero lleno de agua quieta como un estanque. En un gesto instintivo se agacha y mete la mano.
—¡¿Sangre?!
Él la mira profundamente.
Ella siente que su rostro se va bañando en lágrimas y, presintiendo lo peor, pregunta:
—¿No estás triste?
—No.
Se quiere acercar, pero no puede. Mira hacia abajo y ve que el pozo de Ojos Verdes también se está llenando.
Su corazón late acelerado, y desesperada, le grita:
—¡¿Qué está pasando?!
—Éramos hermanos, nos unía la misma raíz.
PARA SABER MÁS
Memoria tramposa, de María Sola.
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