Qué asustará al lector, podría preguntarse cada escritor de
literatura de terror cuando se sienta a escribir. O por ahí deja que sus
propios miedos le guíen la mano. Monstruos más, pesadillas menos, todos les
tenemos miedo más o menos a las mismas cosas. ¿O no? De poco vale saber que lo
que desata el miedo se encuentra en el cerebro reptiliano y en el sistema
límbico. Ni que Freud lo haya llamado, además de miedo, ansiedad de realidad. Porque
el miedo es el miedo, una reacción natural a algo que se aparece sin avisar,
difícil de definir, que atenta contra nuestra lógica o cordura. El miedo. El
terror. El susto. Y por muchos nombres que asuma el terror en la literatura, cuando
se habla de literatura argentina, los análisis terminan siempre en que el
terror político también debe ser considerado terror, tanto como cuando se habla
de hombres lobos y fantasmas. El desafío de hablar de literatura argentina y
terror se podría resumir así: miedo a lo desconocido por un lado, miedo a lo
más o menos conocido por el otro.
Elvio Gandolfo y Eduardo Hojman dicen en el prólogo de la antología
El terror argentino: “La literatura
argentina escasea en monstruos, personajes fantásticos, representantes de lo
imposible, de lo sobrenatural”. Las brujas no existen pero que las hay, las hay,
y José María Marcos, creador junto a su hermano Carlos de la editorial Muerde
Muertos, le da una vuelta de tuerca a esto: “Hay una gran cantidad de autores
hoy poco conocidos que trabajaron desde temprano en una literatura vinculada a
lo monstruoso con raigambre gauchesca. A fines del siglo XIX, Rafael Obligado
dedicó versos a la salamanca, la mula ánima y la luz mala en Leyendas argentinas. Está el libro Cuentos de hadas argentinos, de Alberto Gómez; Rancho bravo de León Mirlás; cuentos folklóricos fantásticos de Ada
María Elflein, publicados en La Prensa , que nunca
fueron reeditados; o parte de la obra de Juana Manuela Gorriti. El escritor
Mariano Buscaglia, a través de su sello Ediciones Ignotas, está dedicándose a
ese rescate. En 2015 publicó Tres nouvelles
fantásticas argentinas 1880-1920, con las obras El doctor Whünz, fantasía (1880) de Raúl Waleis, Mandinga (1895) de Enrique Rivarola y El homunculus (1918) de Pedro Angelici.
Ahora trabaja en una antología de cuentos de Víctor Juan Guillot (1886-1940),
que ha escrito sobre vampiros, casas embrujadas, terrores urbanos y camperos”.
Mientras estos escritores experimentaban con una larga lista
de creencias populares, otros escritores fundacionales exploraban otro miedo:
el miedo a lo real, al poder, al dolor, a la muerte. No es casual que la
antología de Gandolfo y Hojman comience con “El matadero” de Echeverría. Por muchos
nombres que se le adjudiquen a las sensaciones vividas por el joven unitario
que va a ser empalado, la palabra terror le cae a la perfección. Diego Muzzio
va más atrás, y en Terror argentino: la
puerta sombría del desierto cita Viaje
al Río de la Plata
de Ulrico Schmidl (mercenario y cronista que llegó a estas tierras con Pedro de
Mendoza), donde soldados españoles se comen a otros soldados colgados por
robarse y comerse un caballo: “Esa misma noche otros españoles se arrimaron a
los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de
carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre”.
Ubicado en el rincón de los géneros menores, junto a la
historieta o la novela negra, conceptos que son revisados permanentemente, en
el siglo XX la literatura de terror convocó a los grandes escritores argentinos,
desde Horacio Quiroga con Cuentos de amor, de locura y de muerte hasta Leopoldo
Lugones (Las fuerzas extrañas), Jorge Luis Borges (There are more things,
dedicado a Lovecraft) o Ernesto Sabato (“Informe sobre ciegos”), pasando por
José Bianco (Sombras suele vestir), Adolfo Bioy Casares (Diario de la guerra
del cerdo), Alberto Laiseca (“Perdón por ser médico”) y Julio Cortázar (“La puerta
condenada”). Así como también a los grandes de la literatura infantil, donde se
destaca ¡Socorro! de Elsa Borneman.
Por muchos títulos que se puedan acumular, la impresión es que
durante el siglo XX el género se vio devaluado, tal vez por falta de grandes
textos, porque los escritores mencionados lo practicaban ocasionalmente o
porque la realidad misma ya era demasiado terrorífica, incluida dictaduras y
genocidios. Es El mal menor, de
Carlos Feiling la que hace el aporte más importante para su reinstalación, impulso
que dura hasta hoy donde el género goza de un gran presente. La novela de Feiling se edita en 1996,
cuando el terror a la patada en la puerta había desaparecido y se podía
escribir sobre ella o sobre el viejo y querido terror a lo fantástico. Como el corpus
que narraba el terror a lo real, a lo político, se engrosaba día a día, autores
actuales, en casos muy jóvenes, retoman la escritura del terror fantástico. Así
volvemos a tener vampiros con Los
anticuarios de Pablo De Santis y El último
fuego de Alberto Ramponelli; hombres lobo en El endemoniado señor Rosetti de Juan-Jacobo Bajarlía, Prisionero de la luna de Marisa Potes o Pampa perra de Mariano Buscaglia;
monstruos del sur en Malditos animales
de Pablo Tolosa o Phármakon de
Gerardo Quiroga; terrores bonaerenses en La
oscuridad que cayó sobre Tornquist de Patricio Chaija, Los peligros de fumar en la cama de Mariana Enriquez, Los fantasmas siempre tienen hambre de
José María Marcos o El rostro de los
monos de Ricardo Curci; y terrores urbanos en Una felicidad repulsiva de Guillermo Martínez o Los sueños del hombre elefante de Juan
José Burzi. Muchos de estos tópicos reaparecen en una decena de antologías del flamante
sello Pelos de Punta.
Idas y vueltas de un género que de tan rico y a la vez
olvidado obliga a demasiados peros, el terror en la literatura argentina parece
estar más vigente que nunca, y sus autores haber detectado qué asusta a los
lectores y a la vez qué tienta a los editores. Más allá de las definiciones de
la ciencia, de la lógica, de la crítica, incluso de la superstición, queda una
gran franja indefinible, una gran y deseable cuota de misterio, que bien podría
ilustrar Bestiario de Cortázar, donde
se habla de un tigre que no se ve, no se sabe de dónde vino, ni qué hace ahí.
Pero está. Es miedo a lo conocido porque sabemos que es un tigre, a lo
desconocido porque de él ignoramos el resto. Mejor correr. O tomar el té como si
nada sucediera. Quién puede saber qué es mejor.