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Del miedo a lo desconocido al miedo a lo real

Por Javier Chiabrando para el Suplemento Literario de TELAM, jueves 16 de junio de 2016

Qué asustará al lector, podría preguntarse cada escritor de literatura de terror cuando se sienta a escribir. O por ahí deja que sus propios miedos le guíen la mano. Monstruos más, pesadillas menos, todos les tenemos miedo más o menos a las mismas cosas. ¿O no? De poco vale saber que lo que desata el miedo se encuentra en el cerebro reptiliano y en el sistema límbico. Ni que Freud lo haya llamado, además de miedo, ansiedad de realidad. Porque el miedo es el miedo, una reacción natural a algo que se aparece sin avisar, difícil de definir, que atenta contra nuestra lógica o cordura. El miedo. El terror. El susto. Y por muchos nombres que asuma el terror en la literatura, cuando se habla de literatura argentina, los análisis terminan siempre en que el terror político también debe ser considerado terror, tanto como cuando se habla de hombres lobos y fantasmas. El desafío de hablar de literatura argentina y terror se podría resumir así: miedo a lo desconocido por un lado, miedo a lo más o menos conocido por el otro.
Elvio Gandolfo y Eduardo Hojman dicen en el prólogo de la antología El terror argentino: “La literatura argentina escasea en monstruos, personajes fantásticos, representantes de lo imposible, de lo sobrenatural”. Las brujas no existen pero que las hay, las hay, y José María Marcos, creador junto a su hermano Carlos de la editorial Muerde Muertos, le da una vuelta de tuerca a esto: “Hay una gran cantidad de autores hoy poco conocidos que trabajaron desde temprano en una literatura vinculada a lo monstruoso con raigambre gauchesca. A fines del siglo XIX, Rafael Obligado dedicó versos a la salamanca, la mula ánima y la luz mala en Leyendas argentinas. Está el libro Cuentos de hadas argentinos, de Alberto Gómez; Rancho bravo de León Mirlás; cuentos folklóricos fantásticos de Ada María Elflein, publicados en La Prensa, que nunca fueron reeditados; o parte de la obra de Juana Manuela Gorriti. El escritor Mariano Buscaglia, a través de su sello Ediciones Ignotas, está dedicándose a ese rescate. En 2015 publicó Tres nouvelles fantásticas argentinas 1880-1920, con las obras El doctor Whünz, fantasía (1880) de Raúl Waleis, Mandinga (1895) de Enrique Rivarola y El homunculus (1918) de Pedro Angelici. Ahora trabaja en una antología de cuentos de Víctor Juan Guillot (1886-1940), que ha escrito sobre vampiros, casas embrujadas, terrores urbanos y camperos”.
Mientras estos escritores experimentaban con una larga lista de creencias populares, otros escritores fundacionales exploraban otro miedo: el miedo a lo real, al poder, al dolor, a la muerte. No es casual que la antología de Gandolfo y Hojman comience con “El matadero” de Echeverría. Por muchos nombres que se le adjudiquen a las sensaciones vividas por el joven unitario que va a ser empalado, la palabra terror le cae a la perfección. Diego Muzzio va más atrás, y en Terror argentino: la puerta sombría del desierto cita Viaje al Río de la Plata de Ulrico Schmidl (mercenario y cronista que llegó a estas tierras con Pedro de Mendoza), donde soldados españoles se comen a otros soldados colgados por robarse y comerse un caballo: “Esa misma noche otros españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron los muslos y otros pedazos de carne y cargaron con ellos a sus casas para satisfacer el hambre”.
Ubicado en el rincón de los géneros menores, junto a la historieta o la novela negra, conceptos que son revisados permanentemente, en el siglo XX la literatura de terror convocó a los grandes escritores argentinos, desde Horacio Quiroga con Cuentos de amor, de locura y de muerte hasta Leopoldo Lugones (Las fuerzas extrañas), Jorge Luis Borges (There are more things, dedicado a Lovecraft) o Ernesto Sabato (“Informe sobre ciegos”), pasando por José Bianco (Sombras suele vestir), Adolfo Bioy Casares (Diario de la guerra del cerdo), Alberto Laiseca (“Perdón por ser médico”) y Julio Cortázar (“La puerta condenada”). Así como también a los grandes de la literatura infantil, donde se destaca ¡Socorro! de Elsa Borneman.
Por muchos títulos que se puedan acumular, la impresión es que durante el siglo XX el género se vio devaluado, tal vez por falta de grandes textos, porque los escritores mencionados lo practicaban ocasionalmente o porque la realidad misma ya era demasiado terrorífica, incluida dictaduras y genocidios. Es El mal menor, de Carlos Feiling la que hace el aporte más importante para su reinstalación, impulso que dura hasta hoy donde el género goza de un gran presente. La novela de Feiling se edita en 1996, cuando el terror a la patada en la puerta había desaparecido y se podía escribir sobre ella o sobre el viejo y querido terror a lo fantástico. Como el corpus que narraba el terror a lo real, a lo político, se engrosaba día a día, autores actuales, en casos muy jóvenes, retoman la escritura del terror fantástico. Así volvemos a tener vampiros con Los anticuarios de Pablo De Santis y El último fuego de Alberto Ramponelli; hombres lobo en El endemoniado señor Rosetti de Juan-Jacobo Bajarlía, Prisionero de la luna de Marisa Potes o Pampa perra de Mariano Buscaglia; monstruos del sur en Malditos animales de Pablo Tolosa o Phármakon de Gerardo Quiroga; terrores bonaerenses en La oscuridad que cayó sobre Tornquist de Patricio Chaija, Los peligros de fumar en la cama de Mariana Enriquez, Los fantasmas siempre tienen hambre de José María Marcos o El rostro de los monos de Ricardo Curci; y terrores urbanos en Una felicidad repulsiva de Guillermo Martínez o Los sueños del hombre elefante de Juan José Burzi. Muchos de estos tópicos reaparecen en una decena de antologías del flamante sello Pelos de Punta.
Idas y vueltas de un género que de tan rico y a la vez olvidado obliga a demasiados peros, el terror en la literatura argentina parece estar más vigente que nunca, y sus autores haber detectado qué asusta a los lectores y a la vez qué tienta a los editores. Más allá de las definiciones de la ciencia, de la lógica, de la crítica, incluso de la superstición, queda una gran franja indefinible, una gran y deseable cuota de misterio, que bien podría ilustrar Bestiario de Cortázar, donde se habla de un tigre que no se ve, no se sabe de dónde vino, ni qué hace ahí. Pero está. Es miedo a lo conocido porque sabemos que es un tigre, a lo desconocido porque de él ignoramos el resto. Mejor correr. O tomar el té como si nada sucediera. Quién puede saber qué es mejor.