Reseña de Osario común. Summa de fantasía y horror (Muerde Muertos, 2013). Por Miguel Vilche,
para Solo Tempestad
Miguel Vilche, tras la lectura de Osario común. Summa de fantasía y horror. |
Todo el mosaico de texturas terroríficas está cubierto en Osario común. Summa de fantasía y horror,
que Editorial Muerde Muertos nos acerca con una edición cuidada, bien
administrada con pequeños prólogos y detalladas presentaciones de cada cuento.
La propuesta es inspirar un diálogo entre lectores y autores, un estambre de
estilos que descubre el vasto mundo de la imaginación y los miedos de la
infancia o la deformación de la realidad a través de mundos oníricos. El
curador (Patricio Chaija) hizo su trabajo y se nota; con una selección elegante de prosas
refinadas y artesanales, algo caseras, reparando en detalles vernáculos,
fileteados a mano por porteñismos del arrabal urbano, y acentos de pueblos del
interior; preocupándose por barajar todos los lugares comunes que el terror
debe revisitar, esos que los fans festejan por anticipado. Quizás por pura moda
o gusto personal, elijo empezar a descularlo con el que cierra el libro,
“Afuera sigue cayendo ceniza” de Emiliano Vuela, donde una lluvia de cenizas
sirve de telón de fondo para un historia de amor entre un director y una
alumna, encerrados en un colegio de Bahía Blanca rodeados de muertos vivos,
claustrofóbico y lúgubre. El gore filtra las páginas en “Abrirse paso” de
Claudia Cortalezzi, con un fotógrafo serial
killer, visceral y transparente, perverso y desangelado; algo a lo que
también recurre Jorge Barandit en “Enterrado” con notable prosa, poniéndonos en
la piel podrida de alguien muerto, bajo tierra, sintiendo cada gusano en su
cuerpo. La oscuridad cubre el libro entero, pero tanto “Ojos verdes” de José
María Marcos, como “Gringos de tierra y río” de Sebastián Chilano, enceguecen
los escenarios en la penumbra total, uno trayendo a un viejo celador solitario
y pajero que cae en el embrujo de un par de incubos; el otro, con criaturas
suburbanas, contado en primera persona, jugando con los mitos del campo y el
río. El espiritismo no podía faltar, y se reparte en dosis desiguales en “Fin
de curso” de Mariana Enriquez, donde aparecen esas nenas freaks de colegio, tan
inocentes como terroríficas, autoflagelándose por obra y gracia de un alma en
pena. También, “La habitación de mamá” de Pablo Schuff recurre a los viejos
fantasmas, esta vez en la casa de la infancia, con mamá asesinada. Incestuoso y
trágico, narrado con un pulso envidiable. “El centinela” de Alejandra Zina nos
recuerda a la colimba, gracias al muerto que vuelve como fantasma, de la mano
de una precisa y poética descripción de escenarios. Los homicidas en serie, tan
cinematográficos, no pueden faltar en un texto de género, y con “Solución de
continuidad”, César Cruz Ortega los inserta con sumo barroquismo, pintando un
personaje como Aída, otro incubo, manipulador y letal, que juega con los
temores triviales, como la obsesión, el desamor y la soledad. Agua, tierra,
fuego; espacio y tiempo, los elementos funcionales a los relatos. La distopía no
es tan recurrente en el género, pero “Metano” de Walter Iannelli es un buen
ejemplo de cómo puede acomodarse con otros tópicos, en una sociedad que
naturaliza la combustión espontánea, contado con la frialdad necesaria. Se suma
Gerardo Quiroga con “El comienzo”, metaforizando el círculo vicioso, la cinta
de moebius en el espiral de la ruta solitaria, salpicando el relato con el
rural horror, algo de lo que no pretende escaparse Gustavo Nielsen con su
inquietante historia de paradores ruteros malditos y personajes enajenados (“En
la ruta”) descubriendo de a poco el rostro de la bestia a medida que el relato
se desarrolla. La antología se las arregla para no dejar afuera a la fantasía o
la ciencia ficción, siempre tan emparentadas, ambas, con el terror, con criaturas
y poderes mentales; “Quemar a madre” de Ricardo Giorno describe a un pulpo ET,
dueño de una inteligencia superior que coopta humanos, mientras Pablo Tolosa
rinde tributo a Nahuelito con un micro relato patagónico, “El que habita en las
arenas”, directo y pragmático.
Las descripciones siempre son necesarias en este género,
sobre todo por la necesidad de poner al lector en contexto, de fotografiar el
escenario con el lente de la pluma, darle de beber la sangre que emana color
tinta; esto muchas veces atenta contra el ritmo narrativo, algo que la pericia
del autor debe sortear, sobre todo por otra necesidad vital: la de adjetivar
mucho. Es un trabajo arduo para conseguir la empatía comunitaria que desata el
género, explicada con detalle en el epílogo donde el viejo vocablo “summa”
interpreta este razonamiento. “En el patio, con Mortimer, conmigo” de Fabio
Ferreras planea ser fiel a estas premisas, detallando la casa de la infancia
hasta el rincón más oculto y rebosante de telas de araña, jugando con los miedos
de esa etapa de la vida, reviviendo en la nostalgia de todo hombre maduro.
Una de las cuestiones que un escritor de terror debe zanjar
en la Argentina
es la supuesta falta de valor comercial del género, debido los prejuicios que
soporta, a pesar de tener una larga tradición literaria en la materia. Y el Osario parece estar al tanto de ello.
Pasar por su compilado de cuentos es casi un acto revulsivo, de resistencia; un
grito de rebeldía, quizás inconsciente, que busca el reconocimiento merecido en
el mundo de los géneros literarios clásicos. Con una portada que no le escapa a
los convencionalismos del horror más clásico, el género pronto se diluye en el
prólogo, subrayando la validez literaria que no por ello socava sus otros
valores. Cada cuento ensaya esta resistencia, homenajeando a King, a Lovecraft,
a Dick, hasta a Kafka, entre otros.
“El que busca al demonio lo conoce”, cita de Todos Tus
Muertos (banda que acunó esa frase con un sentido más lisérgico, claro) que
Ignacio Román González, autor del cuento más extenso y onírico del libro, usa
para tamizar ciencia ficción con terror en “La mecánica del infierno”, plantea
una reflexión lucida, y vaya si tiene razón. El Diablo clonado, el infierno en
la tierra, de eso se trata este género, de dejar en claro que el horror convive
con nosotros en la cotidianeidad, los miedos reales se mezclan con los
fantásticos, como siempre, para maximizarlos ¿Quién no le teme a la vejez? La
historia fetichista de Alberto Ramponelli, “La estatuilla y la muerte”, sirve de
respuesta, con una mujer que llega al paroxismo por razones superficiales,
llevada de a poco por una vida rutinaria.
Esta antología es una buena puerta a las profundidades del
averno. Para pasar y sufrir con ganas. Un homenaje, combativo, al género.
Osario común. Summa de
fantasía y horror (2013)
Autor: varios
Editorial: Muerde Muertos
Género: cuento