A 110 años de la muerte del escritor irlandés Bram Stoker, la novela de vampiros por antonomasia de la literatura universal cosecha admiradores y suscita nuevas lecturas. Opinan Ángel Faretta, Claudia Cortalezzi y Pablo Martínez Burkett.
Por Daniel Gigena | 20 de abril de 2022 | La Nación
Como James Joyce, William Butler Yeats y Samuel Beckett, el autor de Drácula también era irlandés. Bram Stoker nació en noviembre de 1847 en Clontarf, al norte de Dublín, y murió en Londres el 20 de abril de 1912, a los 64 años. En su infancia, la madre le narraba fábulas folklóricas pobladas de personajes fantásticos que, unidas a las enseñanzas recibidas en una escuela protestante (en un país predominantemente católico), habrán dejado su impronta en el autor de la novela de vampiros más célebre de la historia. Si bien Drácula se publicó en 1897, recién obtuvo fama internacional diez años después de la muerte de Stoker, cuando el director de cine alemán F. W. Murnau estrenó en 1922 la obra maestra del cine mudo Nosferatu. Luego, el actor húngaro Bela Lugosi popularizó al conde de Transilvania en diversas películas. Así fue como, gracias al séptimo arte, el personaje creado por Stoker se volvió un mito de la cultura occidental que dio paso a nuevos libros (Soy leyenda, de Richard Matheson, por nombrar uno entre cientos) y films como la romántica versión del director estadounidense Francis Ford Coppola, historietas, ensayos, series de televisión, obras de teatro (en la Argentina, el director Sergio Renán encarnó al conde sediento de sangre) y también musicales, entre los que se destaca el exitoso Drácula, el musical, creado por Pepe Cibrián y Ángel Mahler.
El escritor y semiólogo italiano Umberto Eco creía que Drácula es una de las diez mejores novelas de la literatura universal. “Es excepcional —declaró el autor de El nombre de la rosa—. Con Drácula ocurre un poco lo mismo que con el Quijote, que son novelas escritas en estado de gracia. Cervantes hubiera sido un estupendo escritor, pero sin el Quijote jamás habría sido el gigante que hoy es. Y a Stoker le pasa lo mismo: el resto de su obra no le llega ni al talón a Drácula. Es una portentosa novela, algo que está plenamente aceptado en las universidades británicas y estadounidenses”. El británico Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, consideró la novela una legítima representante de la sociedad victoriana (lo que debe interpretarse como una crítica).
Drácula compite con otros personajes de terror gótico surgidos en la “era victoriana” en el Reino Unido, como el Frankenstein de Mary Shelley y el dúplice doctor Jekyll y Mister Hyde, ideado por Robert Louis Stevenson. Stoker había publicado cuentos de terror en diarios y revistas, entre ellos, el Dublin Evening Mail, propiedad del escritor irlandés Sheridan Le Fanu, autor de Carmilla, novela precursora de Drácula.
Otro irlandés, Oscar Wilde, sostuvo que Drácula era la obra de terror mejor escrita de todos los tiempos; pese a los elogios, Stoker (que se había casado con Florence Balcombe, exnovia del autor de El retrato de Dorian Gray) no le pagó con la misma moneda a su colega y amigo, al alentar una campaña homofóbica en Gran Bretaña, que exigía cárcel para los autores homosexuales. Pero en una biografía escrita por Daniel Farson, sobrino nieto del autor, se afirma que Stoker había sido homosexual y que había mantenido un idilio epistolar nada menos que con el poeta estadounidense Walt Whitman. “Encontré en él todo lo que siempre soñé o deseé: de gran mente y visión amplia, tolerante hasta el último grado; simpatía encarnada; entendimiento con una intuición que parecía más que humana”, consignó Stoker luego de un encuentro con el autor de Hojas de hierba. Y al propio Whitman, por carta, le declaró: “Qué cosa tan dulce es para un hombre fuerte y saludable con ojos de mujer y deseos de niño sentir que puede hablar con un hombre que puede ser si desea padre, hermano y esposa para su alma; no creo que te rías, Walt Whitman, ni me desprecies, pero en todo caso te agradezco todo el amor y la simpatía que me has brindado en común con los de mi especie”. Una segunda biografía de Stoker, de Barbara Belford, descartó la hipótesis homoerótica y devolvió al autor al clóset.
“Quien creara la variante mítica más fascinante sobre el tema del doble fue alguien doble en varios sentidos —observa el escritor y crítico de cine Ángel Faretta—. Irlandés que pasó casi toda su vida en Inglaterra, el carácter doble de su vida se debió sobre todo a su condición de homosexual, y lo fue, además, como contemporáneo del martirio de su paisano Oscar Wilde”. Faretta agrega que Stoker fue humillado y sometido por su amante y “amo”, el por entonces divo del teatro Henry Irving, del que fue secretario personal por años. “De allí que diera a su Drácula muchas de las características físicas del propio Irving —señala el autor de El concepto del cine—. En especial, le transmitió ese aura de ambigüedad, esa oscilación entre fascinación y repulsa, mezcla de encanto y de horror que le dio a su personaje, alguien que seduce y posee y de quien es difícil escapar. Hasta que un día, en uno de sus escasos arranques de rebeldía, Stoker gritó lo que también sería un vaticinio: ‘Voy a escribir una obra que se recordará el día en que nadie se acuerde de vos’”. Gracias a sus experiencia como crítico de teatro, pudo dotar a su novela de una atmósfera siniestra y trascendente y que motivó lecturas sexuales, místicas, políticas, esotéricas y estéticas de Drácula.
El vampiro viaja de Rumania a la Argentina
Àngel Faretta, Claudia Cortalezzi y Pablo Martínez Burkett. |
Como James Joyce, William Butler Yeats y Samuel Beckett, el autor de Drácula también era irlandés. Bram Stoker nació en noviembre de 1847 en Clontarf, al norte de Dublín, y murió en Londres el 20 de abril de 1912, a los 64 años. En su infancia, la madre le narraba fábulas folklóricas pobladas de personajes fantásticos que, unidas a las enseñanzas recibidas en una escuela protestante (en un país predominantemente católico), habrán dejado su impronta en el autor de la novela de vampiros más célebre de la historia. Si bien Drácula se publicó en 1897, recién obtuvo fama internacional diez años después de la muerte de Stoker, cuando el director de cine alemán F. W. Murnau estrenó en 1922 la obra maestra del cine mudo Nosferatu. Luego, el actor húngaro Bela Lugosi popularizó al conde de Transilvania en diversas películas. Así fue como, gracias al séptimo arte, el personaje creado por Stoker se volvió un mito de la cultura occidental que dio paso a nuevos libros (Soy leyenda, de Richard Matheson, por nombrar uno entre cientos) y films como la romántica versión del director estadounidense Francis Ford Coppola, historietas, ensayos, series de televisión, obras de teatro (en la Argentina, el director Sergio Renán encarnó al conde sediento de sangre) y también musicales, entre los que se destaca el exitoso Drácula, el musical, creado por Pepe Cibrián y Ángel Mahler.
El escritor y semiólogo italiano Umberto Eco creía que Drácula es una de las diez mejores novelas de la literatura universal. “Es excepcional —declaró el autor de El nombre de la rosa—. Con Drácula ocurre un poco lo mismo que con el Quijote, que son novelas escritas en estado de gracia. Cervantes hubiera sido un estupendo escritor, pero sin el Quijote jamás habría sido el gigante que hoy es. Y a Stoker le pasa lo mismo: el resto de su obra no le llega ni al talón a Drácula. Es una portentosa novela, algo que está plenamente aceptado en las universidades británicas y estadounidenses”. El británico Arthur Conan Doyle, creador de Sherlock Holmes, consideró la novela una legítima representante de la sociedad victoriana (lo que debe interpretarse como una crítica).
Drácula compite con otros personajes de terror gótico surgidos en la “era victoriana” en el Reino Unido, como el Frankenstein de Mary Shelley y el dúplice doctor Jekyll y Mister Hyde, ideado por Robert Louis Stevenson. Stoker había publicado cuentos de terror en diarios y revistas, entre ellos, el Dublin Evening Mail, propiedad del escritor irlandés Sheridan Le Fanu, autor de Carmilla, novela precursora de Drácula.
Otro irlandés, Oscar Wilde, sostuvo que Drácula era la obra de terror mejor escrita de todos los tiempos; pese a los elogios, Stoker (que se había casado con Florence Balcombe, exnovia del autor de El retrato de Dorian Gray) no le pagó con la misma moneda a su colega y amigo, al alentar una campaña homofóbica en Gran Bretaña, que exigía cárcel para los autores homosexuales. Pero en una biografía escrita por Daniel Farson, sobrino nieto del autor, se afirma que Stoker había sido homosexual y que había mantenido un idilio epistolar nada menos que con el poeta estadounidense Walt Whitman. “Encontré en él todo lo que siempre soñé o deseé: de gran mente y visión amplia, tolerante hasta el último grado; simpatía encarnada; entendimiento con una intuición que parecía más que humana”, consignó Stoker luego de un encuentro con el autor de Hojas de hierba. Y al propio Whitman, por carta, le declaró: “Qué cosa tan dulce es para un hombre fuerte y saludable con ojos de mujer y deseos de niño sentir que puede hablar con un hombre que puede ser si desea padre, hermano y esposa para su alma; no creo que te rías, Walt Whitman, ni me desprecies, pero en todo caso te agradezco todo el amor y la simpatía que me has brindado en común con los de mi especie”. Una segunda biografía de Stoker, de Barbara Belford, descartó la hipótesis homoerótica y devolvió al autor al clóset.
“Quien creara la variante mítica más fascinante sobre el tema del doble fue alguien doble en varios sentidos —observa el escritor y crítico de cine Ángel Faretta—. Irlandés que pasó casi toda su vida en Inglaterra, el carácter doble de su vida se debió sobre todo a su condición de homosexual, y lo fue, además, como contemporáneo del martirio de su paisano Oscar Wilde”. Faretta agrega que Stoker fue humillado y sometido por su amante y “amo”, el por entonces divo del teatro Henry Irving, del que fue secretario personal por años. “De allí que diera a su Drácula muchas de las características físicas del propio Irving —señala el autor de El concepto del cine—. En especial, le transmitió ese aura de ambigüedad, esa oscilación entre fascinación y repulsa, mezcla de encanto y de horror que le dio a su personaje, alguien que seduce y posee y de quien es difícil escapar. Hasta que un día, en uno de sus escasos arranques de rebeldía, Stoker gritó lo que también sería un vaticinio: ‘Voy a escribir una obra que se recordará el día en que nadie se acuerde de vos’”. Gracias a sus experiencia como crítico de teatro, pudo dotar a su novela de una atmósfera siniestra y trascendente y que motivó lecturas sexuales, místicas, políticas, esotéricas y estéticas de Drácula.
El vampiro viaja de Rumania a la Argentina
El vampiro rumano dejó huellas en la literatura argentina, y aún lo sigue haciendo. Uno de los últimos avatares es la primera obra ganadora de Premio Nacional de Novela Sara Gallardo, la historia de vampiras La sed, de Marina Yuszczuk. En 2011, Juan Terranova había publicado El vampiro argentino, una ucronía en la que Buenos Aires es una de las capitales del imperio nazi y donde ocurren crímenes misteriosos y aberrantes. Y en 2016, Gonzalo Demaría presentó El club de los vampiros: folletín gótico-argentino de los tiempos del terror y la Mazorca, ambientado en la época de Juan Manuel de Rosas.
“Si la salud no hubiese forzado a Bram Stoker a permanecer en casa durante sus primeros siete años, si en ese período su madre no le hubiese contado leyendas, cuentos del folklore irlandés y sucesos como la epidemia de cólera de la que ella fue testigo y que diezmó a la población del oeste de Irlanda, acaso no estaríamos hoy hablando de él —dice la escritora trenquelauquense Claudia Cortalezzi a LA NACIÓN—. No creo que exista escritor, se enfoque en el terror o no, que no se haya visto influenciado por Stoker; su Drácula, sus cuentos. Recuerdo ahora mi primera lectura del relato ‘La virgen de hierro’, publicado en Antes y después de Drácula por Rodolfo Alonso Editor, y me da un escalofrío. Evoco con una sonrisa el Conde Drácula de Woody Allen, de Cuentos sin plumas”.
Cortalezzi es autora del libro de cuentos Abrirse paso. “Tantos escritores argentinos actuales que se dedican al terror traen en sus venas algo de Stoker —agrega—. Los de las antologías Pelos de punta, la colección Muertos de la editorial Muerde Muertos, el círculo de escritores La Abadía de Carfax y tantos más, como Agustina Bazterrica, Luciano Lamberti, Mariana Enriquez”. La Abadía de Carfax, fundada por Cortalezzi, Marcelo Di Marco y otros escritores, es un evidente homenaje a la novela más famosa de Stoker.
“Clásico es lo bueno que perdura —señala el escritor Pablo Martínez Burkett, autor del flamante volumen de cuentos de terror El bbanquete de Tántalo—. Y no hay forma de aludir al terror clásico sin Drácula de Bram Stoker, ese irlandés que supo retratar como nadie la lucha entre el bien y el mal. La maldad sin nexo causal ni justificación alguna, la perversidad como imperativo vital. Una vocación dañosa que los objetos de piedad apenas pueden mantener a raya. En nuestro país la iconografía vampírica tiene una tradición bien arraigada. Solo por mencionar a unos pocos, desde Eduardo Holmberg, pasando por un sublime Horacio Quiroga o un Víctor Juan Guillot, para seguir con el disfraz de Julio Denis o un delirante Alberto Laiseca. Justamente Laiseca se preguntaba por qué seguimos leyendo historias de terror. Porque nos divierte, sí, pero el Viejo sabía la verdadera respuesta: ‘Hay una razón todavía más profunda: los monstruos existen en serio y todos lo sabemos’. Allí reside la vigencia de este clásico entre los clásicos: la leyenda del conde transilvano nos sigue interrogando, no solo porque nos exhibe el miedo que nos produce el otro, el distinto, el que viene de más allá y se mete con lo que no se tiene que meter, sino más bien porque nos interpela sobre todo lo que somos capaces de hacer por miedo. O por amor, esa otra emoción primaria con la que intentamos eludir el miedo a la soledad”.
La última novela de Stoker fue La guarida del gusano blanco, de 1911, y que fue llevada al cine por Ken Russell en 1988. En ella repite la fórmula de Drácula pero, en vez de un vampiro, presenta a una gigantesca entidad con forma de serpiente que vive en un profundo pozo en los umbrales de un templo en ruinas. Con paciencia, la criatura espera llevar a cabo su misión destructiva y, para lograrlo, adopta la forma de una bella mujer, Lady Arabella March, capaz de devorar hombres y fortunas con la misma fruición. Stoker falleció el 20 de abril de 1912, tras contraer sífilis, una peste que viaja en la sangre. Como su muerte ocurrió días antes del hundimiento del Titanic, apenas mereció breves recordatorios en los diarios de la época.
“Si la salud no hubiese forzado a Bram Stoker a permanecer en casa durante sus primeros siete años, si en ese período su madre no le hubiese contado leyendas, cuentos del folklore irlandés y sucesos como la epidemia de cólera de la que ella fue testigo y que diezmó a la población del oeste de Irlanda, acaso no estaríamos hoy hablando de él —dice la escritora trenquelauquense Claudia Cortalezzi a LA NACIÓN—. No creo que exista escritor, se enfoque en el terror o no, que no se haya visto influenciado por Stoker; su Drácula, sus cuentos. Recuerdo ahora mi primera lectura del relato ‘La virgen de hierro’, publicado en Antes y después de Drácula por Rodolfo Alonso Editor, y me da un escalofrío. Evoco con una sonrisa el Conde Drácula de Woody Allen, de Cuentos sin plumas”.
Cortalezzi es autora del libro de cuentos Abrirse paso. “Tantos escritores argentinos actuales que se dedican al terror traen en sus venas algo de Stoker —agrega—. Los de las antologías Pelos de punta, la colección Muertos de la editorial Muerde Muertos, el círculo de escritores La Abadía de Carfax y tantos más, como Agustina Bazterrica, Luciano Lamberti, Mariana Enriquez”. La Abadía de Carfax, fundada por Cortalezzi, Marcelo Di Marco y otros escritores, es un evidente homenaje a la novela más famosa de Stoker.
“Clásico es lo bueno que perdura —señala el escritor Pablo Martínez Burkett, autor del flamante volumen de cuentos de terror El bbanquete de Tántalo—. Y no hay forma de aludir al terror clásico sin Drácula de Bram Stoker, ese irlandés que supo retratar como nadie la lucha entre el bien y el mal. La maldad sin nexo causal ni justificación alguna, la perversidad como imperativo vital. Una vocación dañosa que los objetos de piedad apenas pueden mantener a raya. En nuestro país la iconografía vampírica tiene una tradición bien arraigada. Solo por mencionar a unos pocos, desde Eduardo Holmberg, pasando por un sublime Horacio Quiroga o un Víctor Juan Guillot, para seguir con el disfraz de Julio Denis o un delirante Alberto Laiseca. Justamente Laiseca se preguntaba por qué seguimos leyendo historias de terror. Porque nos divierte, sí, pero el Viejo sabía la verdadera respuesta: ‘Hay una razón todavía más profunda: los monstruos existen en serio y todos lo sabemos’. Allí reside la vigencia de este clásico entre los clásicos: la leyenda del conde transilvano nos sigue interrogando, no solo porque nos exhibe el miedo que nos produce el otro, el distinto, el que viene de más allá y se mete con lo que no se tiene que meter, sino más bien porque nos interpela sobre todo lo que somos capaces de hacer por miedo. O por amor, esa otra emoción primaria con la que intentamos eludir el miedo a la soledad”.
La última novela de Stoker fue La guarida del gusano blanco, de 1911, y que fue llevada al cine por Ken Russell en 1988. En ella repite la fórmula de Drácula pero, en vez de un vampiro, presenta a una gigantesca entidad con forma de serpiente que vive en un profundo pozo en los umbrales de un templo en ruinas. Con paciencia, la criatura espera llevar a cabo su misión destructiva y, para lograrlo, adopta la forma de una bella mujer, Lady Arabella March, capaz de devorar hombres y fortunas con la misma fruición. Stoker falleció el 20 de abril de 1912, tras contraer sífilis, una peste que viaja en la sangre. Como su muerte ocurrió días antes del hundimiento del Titanic, apenas mereció breves recordatorios en los diarios de la época.