Insepultos, fantasmas, pactos, túneles y otros misterios de la Ciudad de México
Por José María Marcos | Especial para INSOMNIA | 1° de octubre de 2021
En la década del 60, en la Ciudad de México, cinco niños escuchan a su madre leerles las aventuras de Don Quijote de la Mancha. Si bien no entienden del todo lo que sucede, perciben entusiasmo en la lectura y deciden buscan historias en otros libros. Durante la pesquisa, en una casa con un padre librero, descubren entre los estantes de una enorme biblioteca la Colección Mi Libro Encantado, de la célebre editorial Cumbre, donde arriban a un universo multicolor de mitos y leyendas, cuentos y poemas, plagado de llamativas ilustraciones, con hadas, duendes, héroes, heroínas y un sinfín de seres sobrenaturales. Con el paso de los años, uno de esos pequeños se transformará en arqueólogo, historiador y escritor, y mantendrá su pasión por esos mundos oníricos cultivados durante la infancia. “Tuve la enorme fortuna de que mis padres, aun cuando no tuvieron estudios de enseñanza superior, fueron grandes lectores —contó Ricardo Rincón Huarota (1963), autor de Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana, publicado en Argentina por el sello Muerde Muertos, al hablar con INSOMNIA—. La casa familiar siempre estuvo llena de libros. Mi padre de muy joven tuvo su primer trabajo en una pequeña editorial que tenía su propia librería, ubicada en el centro de la Ciudad de México. Teníamos dos libreros cuyos estantes estaban repletos de joyas de la literatura universal y de colecciones canónicas tales como el infaltable México a través de los siglos, La Enciclopedia Británica (que mi padre sacó en abonos), distintas ediciones de la Biblia y otros libros que mi padre enviaba a reempastar con portentosos y bellos diseños en piel. Si nos remontamos a la primera infancia, recuerdo que mi madre nos reunía a los cinco hermanos para leernos Don Quijote de la Mancha. Como podrás imaginarte, todos acabábamos bostezando pues además de que era una historia que no alcanzábamos a entender del todo, ese español arcaico resultaba para nosotros muy confuso. Dejábamos al hombre de la Mancha y por cuenta propia nos refugiábamos en Mi Libro Encantado, que contenía cuentos clásicos propios para la edad infantil”. Teniendo presente su experiencia, Ricardo señaló: “Aprovecho este espacio que me brindas para sugerir a los padres de familia que no torturen a sus hijos pequeños con la lectura de libros como el Quijote, que, si bien son indispensables para toda persona, no son aptos para la comprensión de los niños. Sin embargo, agradezco que mi madre haya tenido esa intencionalidad de inculcarnos el hábito de la lectura desde épocas tempranas porque eso me llevaría a comprender más tarde, en combinación con el atesoramiento y trato respetuoso que daba mi padre a los libros, que esta actividad era de altísima relevancia aunque yo no pudiera reconocerlo conscientemente en ese momento. Mi vocación por el relato llegaría posteriormente, aunque desde la primaria siempre tuve predilección e interés por materias tales como Español, Ortografía y Literatura”. Ya en la adolescencia llegaron a las manos de Ricardo una serie de libros que dejaron nuevas huellas: “Leí Ana Karenina, La guerra y la paz, Madame Bovary, La isla del tesoro, Cumbres borrascosas, Miguel Strogoff y La Celestina, entre otros títulos. Uno de los libros de esa biblioteca familiar que más deslumbramiento me produjo fue El Padrino, de Mario Puzo, a mi juicio una novela de alta literatura finamente tejida que retrata fielmente el contexto social y político norteamericano del siglo XX. Los cuentos de Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges y Juan José Arreola, fueron forjando mi gusto por la literatura fantástica, que se consolidó con la lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Aura, de Carlos Fuentes, dos de los mejores libros sobre fantasmas escritos por autores mexicanos”. Sin renegar de sus lecturas fundantes, Ricardo se convirtió en escritor y arqueólogo especializado en religión prehispánica. Autor y coordinador de publicaciones especializadas en historia de México, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo sobre la Huaxteca (2016) con la obra Presencia de Tlazoltéotl-Ixcuina en la Huaxteca prehispánica. En 2012 su cuento “Calaveritas de azúcar” fue uno de los ganadores del Concurso Escribe un Cuento de Terror, convocado por la editorial Random House. En 2014, el relato “El campeón” fue seleccionado en el Concurso Cuentos de Fútbol (Verbum, España) y “Agua salada y tierra de panteón” fue publicado en la antología Necrópolia. Horror en Día de Muertos (México, 2014). En 2015 publicó en México y España Dieciséis fantasmas. Cuentos de terror de las 16 delegaciones del Distrito Federal (Rosa María Porrúa-Verbum). Actualmente es investigador independiente y colabora en el periódico virtual Globedia. La salida de Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana es la excusa para meternos en su mundo y conocer sus ideas.
UNA CULTURA ATRAVESADA POR LO MACABRO
En la década del 60, en la Ciudad de México, cinco niños escuchan a su madre leerles las aventuras de Don Quijote de la Mancha. Si bien no entienden del todo lo que sucede, perciben entusiasmo en la lectura y deciden buscan historias en otros libros. Durante la pesquisa, en una casa con un padre librero, descubren entre los estantes de una enorme biblioteca la Colección Mi Libro Encantado, de la célebre editorial Cumbre, donde arriban a un universo multicolor de mitos y leyendas, cuentos y poemas, plagado de llamativas ilustraciones, con hadas, duendes, héroes, heroínas y un sinfín de seres sobrenaturales. Con el paso de los años, uno de esos pequeños se transformará en arqueólogo, historiador y escritor, y mantendrá su pasión por esos mundos oníricos cultivados durante la infancia. “Tuve la enorme fortuna de que mis padres, aun cuando no tuvieron estudios de enseñanza superior, fueron grandes lectores —contó Ricardo Rincón Huarota (1963), autor de Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana, publicado en Argentina por el sello Muerde Muertos, al hablar con INSOMNIA—. La casa familiar siempre estuvo llena de libros. Mi padre de muy joven tuvo su primer trabajo en una pequeña editorial que tenía su propia librería, ubicada en el centro de la Ciudad de México. Teníamos dos libreros cuyos estantes estaban repletos de joyas de la literatura universal y de colecciones canónicas tales como el infaltable México a través de los siglos, La Enciclopedia Británica (que mi padre sacó en abonos), distintas ediciones de la Biblia y otros libros que mi padre enviaba a reempastar con portentosos y bellos diseños en piel. Si nos remontamos a la primera infancia, recuerdo que mi madre nos reunía a los cinco hermanos para leernos Don Quijote de la Mancha. Como podrás imaginarte, todos acabábamos bostezando pues además de que era una historia que no alcanzábamos a entender del todo, ese español arcaico resultaba para nosotros muy confuso. Dejábamos al hombre de la Mancha y por cuenta propia nos refugiábamos en Mi Libro Encantado, que contenía cuentos clásicos propios para la edad infantil”. Teniendo presente su experiencia, Ricardo señaló: “Aprovecho este espacio que me brindas para sugerir a los padres de familia que no torturen a sus hijos pequeños con la lectura de libros como el Quijote, que, si bien son indispensables para toda persona, no son aptos para la comprensión de los niños. Sin embargo, agradezco que mi madre haya tenido esa intencionalidad de inculcarnos el hábito de la lectura desde épocas tempranas porque eso me llevaría a comprender más tarde, en combinación con el atesoramiento y trato respetuoso que daba mi padre a los libros, que esta actividad era de altísima relevancia aunque yo no pudiera reconocerlo conscientemente en ese momento. Mi vocación por el relato llegaría posteriormente, aunque desde la primaria siempre tuve predilección e interés por materias tales como Español, Ortografía y Literatura”. Ya en la adolescencia llegaron a las manos de Ricardo una serie de libros que dejaron nuevas huellas: “Leí Ana Karenina, La guerra y la paz, Madame Bovary, La isla del tesoro, Cumbres borrascosas, Miguel Strogoff y La Celestina, entre otros títulos. Uno de los libros de esa biblioteca familiar que más deslumbramiento me produjo fue El Padrino, de Mario Puzo, a mi juicio una novela de alta literatura finamente tejida que retrata fielmente el contexto social y político norteamericano del siglo XX. Los cuentos de Edgar Allan Poe, H.P. Lovecraft, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges y Juan José Arreola, fueron forjando mi gusto por la literatura fantástica, que se consolidó con la lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Aura, de Carlos Fuentes, dos de los mejores libros sobre fantasmas escritos por autores mexicanos”. Sin renegar de sus lecturas fundantes, Ricardo se convirtió en escritor y arqueólogo especializado en religión prehispánica. Autor y coordinador de publicaciones especializadas en historia de México, obtuvo el Premio Nacional de Ensayo sobre la Huaxteca (2016) con la obra Presencia de Tlazoltéotl-Ixcuina en la Huaxteca prehispánica. En 2012 su cuento “Calaveritas de azúcar” fue uno de los ganadores del Concurso Escribe un Cuento de Terror, convocado por la editorial Random House. En 2014, el relato “El campeón” fue seleccionado en el Concurso Cuentos de Fútbol (Verbum, España) y “Agua salada y tierra de panteón” fue publicado en la antología Necrópolia. Horror en Día de Muertos (México, 2014). En 2015 publicó en México y España Dieciséis fantasmas. Cuentos de terror de las 16 delegaciones del Distrito Federal (Rosa María Porrúa-Verbum). Actualmente es investigador independiente y colabora en el periódico virtual Globedia. La salida de Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana es la excusa para meternos en su mundo y conocer sus ideas.
UNA CULTURA ATRAVESADA POR LO MACABRO
—México tiene una relación especial con lo macabro y con el cuento de terror. ¿Qué pensás sobre este tema?
—Los mexicanos sentimos un placer absolutamente morboso, que raya casi en lo enfermizo, por asustarnos con los cuentos y anécdotas de terror. Nos gusta experimentar espanto y asombro y buscamos afanosamente por cualquier medio tocar las teclas que disparan los resortes del miedo. Nos fascina que los abuelos nos cuenten historias tenebrosas en torno a la mesa o alrededor de una fogata. Nos apasiona escuchar anécdotas de espectros y aparecidos; de pactos con el diablo o con la muerte; de posesiones demoníacas; de túneles y pasadizos secretos; de enfermeras desconocidas que visitan a los internos de los hospitales a medianoche; de lamentos de monjas que fueron emparedadas vivas en antiguos conventos; de ricos personajes que fueron linchados y cuyas ánimas se niegan a abandonar el patrimonio del que fueron despojados; de niñas que juegan por las noches en la soledad de las oficinas burocráticas y un largo etcétera. Eso sí, cuando compramos el boleto de entrada a lo tétrico y desagradable, también nos aseguramos de tener la ruta de escape hacia la salida. Y esto nos viene dado desde la época virreinal en virtud de que tanto la Iglesia católica como la Inquisición, dos de las instituciones con mayor poder de la Corona, diseminaban crónicas e historias relacionadas con el mal y lo diabólico para generar miedo entre los creyentes; de esa forma ejercían control sobre la grey católica mediante el salvoconducto que a ésta le ofrecían su fe religiosa, el temor a Dios, la confesión y la expiación de los pecados. Por eso es muy común encontrar historias de miedo en las que estaban involucrados curas, frailes, monjas y otros miembros de la jerarquía religiosa. De igual manera, la propia sociedad intervenía en la confección de ese tipo de historias ya que éstas eran una proyección o un reflejo de los temores que se creaban desde la cúspide del poder. Ahora bien, el gusto en México por la literatura de terror propiamente dicha también nos viene de vieja data y no es casual que en el primer relato fantástico mexicano, “Lanchitas”, de José María Roa Bárcena, el personaje central sea un sacerdote. A raíz de este cuento escrito en 1878 las anécdotas sobrenaturales, cuyo desciframiento se daba través de una explicación religiosa, alcanzarían una dimensión auténticamente literaria en la que se superan los meros aspectos legendarios de las narraciones tradicionales.
—¿Cuánta de esta tradición está presente al momento de la creación?
—Esta tradición invade por completo mi visión acerca de lo que entiendo por literatura de terror. Debo reconocer, sin embargo, que tal conceptualización es bastante limitada ya que existe una gran variedad de temas de la actualidad mexicana que, lamentablemente, es proclive a la generación del miedo a través de la literatura como pueden ser la presencia del crimen organizado en la sociedad, la inseguridad, el narcotráfico y otros flagelos que hoy nos azotan. Tengo la intención de incursionar en estos campos por lo que recurro frecuentemente a escritores de otros países, como Argentina, donde desde hace varias décadas la literatura fantástica ha abierto un amplio abanico de temas que abarca desde lo urbano, la vida cotidiana, el entorno político actual, entre otros aspectos. De botepronto me viene a la memoria el cuento “Grafiti” de Cortázar, en el que de manera literaria prácticamente denuncia el terror que ejercía la dictadura militar sobre la población en los años setenta del siglo pasado. En este tenor, hace poco leí una magnífica investigación de la antropóloga argentina Mariana Tello Weiss sobre cómo se han ido fraguando cientos de historias de fantasmas en torno a la problemática de los desaparecidos durante el régimen represor. Me llama la atención que en tu país, muchas de las historias de miedo que teje la sociedad son las que tienen que ver con los centros de detención, con la desaparición de personas, con la tortura y otra serie de violaciones a los derechos humanos. Hay ahí una rica veta de temas que los escritores argentinos han sabido retomar y que al parecer es una fuente inagotable.
LOS CADÁVERES INSEPULTOS
—Los mexicanos sentimos un placer absolutamente morboso, que raya casi en lo enfermizo, por asustarnos con los cuentos y anécdotas de terror. Nos gusta experimentar espanto y asombro y buscamos afanosamente por cualquier medio tocar las teclas que disparan los resortes del miedo. Nos fascina que los abuelos nos cuenten historias tenebrosas en torno a la mesa o alrededor de una fogata. Nos apasiona escuchar anécdotas de espectros y aparecidos; de pactos con el diablo o con la muerte; de posesiones demoníacas; de túneles y pasadizos secretos; de enfermeras desconocidas que visitan a los internos de los hospitales a medianoche; de lamentos de monjas que fueron emparedadas vivas en antiguos conventos; de ricos personajes que fueron linchados y cuyas ánimas se niegan a abandonar el patrimonio del que fueron despojados; de niñas que juegan por las noches en la soledad de las oficinas burocráticas y un largo etcétera. Eso sí, cuando compramos el boleto de entrada a lo tétrico y desagradable, también nos aseguramos de tener la ruta de escape hacia la salida. Y esto nos viene dado desde la época virreinal en virtud de que tanto la Iglesia católica como la Inquisición, dos de las instituciones con mayor poder de la Corona, diseminaban crónicas e historias relacionadas con el mal y lo diabólico para generar miedo entre los creyentes; de esa forma ejercían control sobre la grey católica mediante el salvoconducto que a ésta le ofrecían su fe religiosa, el temor a Dios, la confesión y la expiación de los pecados. Por eso es muy común encontrar historias de miedo en las que estaban involucrados curas, frailes, monjas y otros miembros de la jerarquía religiosa. De igual manera, la propia sociedad intervenía en la confección de ese tipo de historias ya que éstas eran una proyección o un reflejo de los temores que se creaban desde la cúspide del poder. Ahora bien, el gusto en México por la literatura de terror propiamente dicha también nos viene de vieja data y no es casual que en el primer relato fantástico mexicano, “Lanchitas”, de José María Roa Bárcena, el personaje central sea un sacerdote. A raíz de este cuento escrito en 1878 las anécdotas sobrenaturales, cuyo desciframiento se daba través de una explicación religiosa, alcanzarían una dimensión auténticamente literaria en la que se superan los meros aspectos legendarios de las narraciones tradicionales.
—¿Cuánta de esta tradición está presente al momento de la creación?
—Esta tradición invade por completo mi visión acerca de lo que entiendo por literatura de terror. Debo reconocer, sin embargo, que tal conceptualización es bastante limitada ya que existe una gran variedad de temas de la actualidad mexicana que, lamentablemente, es proclive a la generación del miedo a través de la literatura como pueden ser la presencia del crimen organizado en la sociedad, la inseguridad, el narcotráfico y otros flagelos que hoy nos azotan. Tengo la intención de incursionar en estos campos por lo que recurro frecuentemente a escritores de otros países, como Argentina, donde desde hace varias décadas la literatura fantástica ha abierto un amplio abanico de temas que abarca desde lo urbano, la vida cotidiana, el entorno político actual, entre otros aspectos. De botepronto me viene a la memoria el cuento “Grafiti” de Cortázar, en el que de manera literaria prácticamente denuncia el terror que ejercía la dictadura militar sobre la población en los años setenta del siglo pasado. En este tenor, hace poco leí una magnífica investigación de la antropóloga argentina Mariana Tello Weiss sobre cómo se han ido fraguando cientos de historias de fantasmas en torno a la problemática de los desaparecidos durante el régimen represor. Me llama la atención que en tu país, muchas de las historias de miedo que teje la sociedad son las que tienen que ver con los centros de detención, con la desaparición de personas, con la tortura y otra serie de violaciones a los derechos humanos. Hay ahí una rica veta de temas que los escritores argentinos han sabido retomar y que al parecer es una fuente inagotable.
LOS CADÁVERES INSEPULTOS
—Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana está compuesto por relatos ambientados en las dieciséis delegaciones de la Ciudad de México. ¿Qué germen lo puso en marcha?
—Durante más de una década trabajé en el sector turístico de la Ciudad de México, antiguo Distrito Federal, en la divulgación del patrimonio histórico-cultural de la urbe. Tuve la oportunidad de recorrer la totalidad de las dieciséis delegaciones (hoy alcaldías) en las que mostraba a los visitantes y habitantes de la propia ciudad, la riqueza con que cuenta. Siempre veía en los rostros de los turistas la admiración por la historia y belleza de las construcciones prehispánicas y virreinales presentes en casi toda la geografía citadina. Generalmente en las visitas a los sitios se cuentan anécdotas que enaltecen a tal o cual personaje, se describen los bellos paisajes y se rememoran gestas que provocan orgullo y respeto entre los asistentes. Sin embargo, un día me pregunté si detrás de ese velo luminoso podría también existir algo oscuro o siniestro y se me ocurrió la idea de escribir una serie de relatos por delegación que versara exactamente sobre lo opuesto a lo que representa una visita turística, siempre teniendo como marco referencial la historia, los mitos, y las leyendas urbanas de la propia metrópoli. Cuando me di a la tarea de escribir Insepulto, me fijé el propósito de crear una colección de narraciones que se identificara con el inconsciente colectivo de los mexicanos, pero también para escribir los cuentos que yo habría querido leer para pasarla muy mal por un buen rato.
—Los fantasmas tienen centralidad en tus relatos. No hay sitio que se salve de ellos, desde un túnel y un cementerio hasta un tren y un museo, entre otros espacios. ¿Qué es un fantasma desde tu mirada?
—Desde que el ser humano tomó conciencia de lo efímero de la vida y del comienzo de los ritos asociados con la muerte, hemos “convivido” con los fantasmas. A mi forma de ver, el fantasma es un constructo a través del cual el hombre intenta explicarse una serie de interrogantes tales como si existe el más allá o si hay vida después de la muerte. En lo particular, soy partidario de la corriente de pensamiento que agrupa en una sola categoría los conceptos de “fantasma” y “aparecido” y los define como el muerto que reaparece en el mundo de los vivos en forma humana para saldar las deudas que dejó pendientes en vida; para vengar viejas ofensas; para dar protección a los suyos; para reclamar que no fueron llorados lo suficiente o sepultados sin las honras obligadas. Dentro de esta amplia definición, también caben los fantasmas bondadosos que cumplen con alguna misión no necesariamente nefasta, los que están condenados a repetir eternamente un ciclo de actos y los “mal muertos”: los insepultos. En Insepulto tomé en cuenta una buena parte de este catálogo de fantasmas y les di vida a través de personajes comunes y corrientes de una gran urbe como la Ciudad de México, tratando así de desvincular mis relatos de estereotipos de terror que han poblado la mente del mexicano, a través del cine o la literatura, tales como Frankenstein, la Llorona, hombres lobo, vampiros.
—“Águila de sangre” es uno de los relatos más oscuros. No hay estrictamente fantasmas, pero sí sombras del pasado que condicionan el presente. ¿Por qué lo elegiste para cerrar el volumen?
—Me llevé una grata sorpresa cuando vi que la imagen de portada de Insepulto, diseñada por el talentoso artista bahiense Franco Sacomani, había sido inspirada en “Águila de sangre” y no en otro de los cuentos en el que sí están presentes los “fantasmas verdaderos”. De hecho, este cuento que mencionas es el único de la colección donde aparecen otros espectros, estos sí con un auténtico poder destructivo, que están alojados en nuestras mentes y que nos pueden llegar a atemorizar y atormentar incluso hasta de por vida. Los malos tratos familiares, la violencia de género, los rencores no resueltos, la sed de venganza, el bullying escolar y otras miserias humanas pueden ser también los detonantes que convierten a un individuo en un ser completamente desalmado y cruel. La intención de posicionar este cuento al final de la colección fue precisamente para marcar una diferencia con respecto a los otros quince relatos y refrendar así la idea de que la naturaleza del mal no sólo es inherente a nuestras supersticiones, creencias y miedos psicológicos, sino también a los factores que forjaron la historia de vida de alguien y que lo marcaron, para mal, de manera permanente.
—La lectura de Insepulto (con una notable presencia de monumentos, reliquias y ruinas) me trajo a la memoria el libro Viajes imaginarios y reales, de Álvaro Cunqueiro, quien expresa allí: “Quizá sea verdad que el fin último de toda cultura es la invención y la melancolía”. ¿Qué pensás de idea?
—Me parece absolutamente acertada la visión de Cunqueiro, ya que quienes escribimos ficción muchas veces tenemos en la mente ideas alternativas del mundo que habitamos. Como lo señalé en una respuesta anterior, cuando emprendí la escritura de Insepulto quise inventar una ciudad imaginaria poblada de monstruos, espectros y seres malignos que se contrapusiera a una urbe que quiere mostrarse como perfecta ante los ojos no sólo de quienes la visitan sino también de los que la habitamos. Pero había también una suerte de añoranza y melancolía por tratar de reconstruir una ciudad en la que habitaron mis abuelos y mis padres. En el cuento “El hotel”, correspondiente a la delegación Iztapalapa, se hace patente esta mirada de Cunqueiro ya que plasmo allí una historia verdadera acaecida a mi abuelo paterno allá por los años cincuenta del siglo pasado, cuyos acontecimientos sucedieron en una ciudad que si bien aún sigue existiendo, al mismo tiempo se ha ido para siempre.
—La publicación de Insepulto en el sello Muerde Muertos de Argentina se dio a partir de un encuentro con el escritor Patricio Chaija. ¿Cómo surgió esta amistad?
—Entré en contacto con Patricio en 2014 a través de las redes sociales. Soy un admirador de la literatura fantástica generada al sur del continente, específicamente la del área cultural del Río de la Plata, por lo que tenía el interés y la curiosidad de entablar comunicación con escritores de Argentina para el intercambio de ideas y materiales de lectura. Me sorprendía el hecho de que Patricio, emulando a Cortázar que patentó la tradición de escribir cuentos sobre el México antiguo, también hubiera creado ficciones en torno a la civilización mesoamericana. Comencé entonces a seguir a Patricio en Facebook, conversamos sobre el tema que nos hermana y cuando él viajó a México en un par de ocasiones tuve la fortuna de que me obsequiara casi la totalidad de sus libros impresos, cuya lectura me ratificó su calidad y oficio literarios. De manera muy particular me deslumbró su obra Siniestro, una colección de narraciones de terror contextualizada en Bahía Blanca, lugar de residencia del autor. Fue a través de Patricio que tuve conocimiento de Muerde Muertos, la prestigiada editorial que diriges, y de la cual me siento muy agradecido de que, generosamente, haya abierto sus puertas a Insepulto.
ARQUELOGÍA, HISTORIA, LITERATURA
—Sos arqueólogo, autor y coordinador de publicaciones especializadas en arqueología e historia de México. ¿Qué hay de estas disciplina en tu escritura literaria? ¿Y qué hay de la literatura en tu actividad como arqueólogo e historiador?
—En mi caso, la literatura de terror y las diversas ramas de las ciencias sociales, como la historia y la arqueología, están íntimamente vinculadas. En Insepulto traté de que los cuentos, si bien son abordados desde la perspectiva de la imaginación literaria, estuvieran sólidamente anclados en datos históricos verificables. No sé si sea una ventaja o un defecto que mi formación académica me lleve a ser muy meticuloso con la evidencia histórica a la hora de escribir ficción, pues de pronto comienzo inconscientemente a verme dominado por la sistematización de los datos que es propia de una investigación histórica. Sólo hasta percatarme de tal desvarío me detengo y recalculo mis ideas. Pero por otro lado, hay ciertas ventajas ya que la información que extraigo del hecho histórico o arqueológico me va marcando las pautas para estructurar el relato fantástico que intento contar. En lo que concierne al aporte de la literatura al ejercicio de mi disciplina, te comento que uno de los géneros literarios que más me gusta es el ensayo, el cual me proporciona las herramientas necesarias para tratar de transmitir de manera clara y concisa las ideas que quiero expresar. De esa forma, si bien éstas van dirigidas a un círculo especializado, al mismo tiempo tienen el propósito de que un mayor número de personas tenga acceso a las mismas.
—En 2016 ganaste el Premio Nacional de Ensayo sobre la Huasteca, con Presencia de Tlazoltéotl-Ixcuina en la Huaxteca prehispánica. ¿Qué nos podés contar de esta obra?
—Cuando se piensa en las deidades del amplio panteón mesoamericano siempre nos vienen a la mente los nombres de los dioses estelares como Quetzalcóatl, Huitzilopochtli y Tláloc, entre otros. Para titularme en arqueología en 1997 decidí hacer una investigación sobre una diosa que no se contaba entre esa pléyade y me di a la tarea de reconstruir la historia cultural de Tlazoltéotl-Ixcuina, la diosa de la sexualidad, en Mesoamérica. El ensayo con el que obtuve el premio que mencionas es un derivado de esa tesis. El concurso lo convocó el Instituto de Cultura del Estado de Tamaulipas, lugar enclavado en la Huaxteca, al nororiente del país. En este trabajo retomé las ideas centrales de mi tesis que contrasté con los estudios en la materia que posteriormente fueron surgiendo, lo cual me llevó a actualizar la información, a ratificar varias de mis premisas de 1997 y a desechar o replantear algunas de mis hipótesis anteriores. Como sabrás, en el campo de la arqueología nunca está dicha la última palabra y, en consecuencia, lo que deseé en este trabajo fue que mis conclusiones llegaran a convertirse en lo único a lo que podemos aspirar los arqueólogos: en conjeturas bien fundamentadas.
—En 2012 “Calaveritas de azúcar” fue uno de los ganadores del Concurso Escribe un Cuento de Terror, convocado por la editorial Random House. ¿Qué significó este reconocimiento?
—Escribí este relato en noviembre de 2010 para la revista gastronómica Elgourmet.com, en el contexto de las celebraciones por el Día de Muertos. De acuerdo con los editores de la revista, había tenido una muy buena recepción entre el público lector por lo que me atreví a presentarlo en el concurso que refieres, toda vez que no era requisito indispensable que fuera inédito. Cuando fui notificado por los organizadores a través de Facebook que mi relato había resultado uno de los ganadores me convencí de que crear historias de terror podía ser una veta muy rica a explotar, porque en primer lugar yo sentía la pasión por escribir ese tipo de historias, además de que el terror siempre está dentro del interés del público.
—¿En qué estás trabajando en la actualidad?
—En este momento estoy dando los últimos toques a un libro de historia de México desde la época mesoamericana hasta el fin de la Revolución Mexicana. Una vez terminado este proyecto, continuaré con una novela que he ido difiriendo por varios años y que espero terminar lo más pronto posible. No puedo contarte a detalle sobre lo que versa, dadas las supersticiones propias de los mexicanos quienes solemos decir que cuando anunciamos de manera prematura en lo que estamos trabajando se nos ceba. Sólo te puedo adelantar que es sobre la figura de un intelectual de la primera mitad del siglo XX.
MONUMENTOS, RELIQUIAS, RUINAS . “Desde Muerde Muertos nos enorgullece presentar en Argentina la obra Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana, de Ricardo Rincón Huarota, con episodios ambientados en las dieciséis demarcaciones territoriales de la Ciudad de México —antiguo Distrito Federal—, capital de la República y el núcleo urbano más grande del país. En dicho espacio confluyen las huellas de la época precolombina, la Conquista, el Virreinato, la Independencia y sus siglos posteriores, desde donde el escritor y arqueólogo especializado en religión prehispánica ha sabido convocar a los escurridizos espectros que circulan por sus calles, de boca en boca, para hablarnos de los mitos y las leyendas aún presentes en el siglo veintiuno. Monumentos, reliquias y ruinas están íntimamente ligados a los acontecimientos de la vida humana. Estas ficciones tienen en cuenta este concepto, y tanto en las construcciones como en las piezas podemos oír la voz profunda de la región. Símbolos y rituales revelan una identidad colectiva nacida a partir de un montaje conformado por sedimentos de diversos ciclos, una taciturna filosofía inscripta en las penumbras que laten al compás de lo cotidiano. Sabiendo que la biografía de una comarca puede contarse a través de sus fantasmas, los invitamos a ser guiados por un autor de oído atento y palabra justa, quien ha captado en estas páginas aquellos rumores que portan consigo los centelleos de los sortilegios insepultos de la Ciudad de México”. Extracto del prólogo a Insepulto. Cuentos de terror a la mexicana (Muerde Muertos, 2021), a cargo de Patricio Chaija y José María Marcos.
ASÍ ESCRIBE. Fragmento del cuento “El túnel del diablo”, de Ricardo Rincón Huarota, ambientado en la demarcación territorial Tlalpan de Ciudad de México.
Indalecio se despertó esa madrugada con un amargo sabor de boca. “Deben haber sido los pulques que me eché ayer con mi compadre”, pensó.
Qué lástima no poder quedarse en la cama, pero era lunes y había que levantarse para ir a trabajar; ponerse el gastado overol, desayunar sólo un bolillo remojado en café frío, porque su mujer no estaba, y luego habría que caminar un kilómetro hasta llegar a la fábrica de papel.
Se hizo el remolón otro rato en la cama y, sin darse cuenta, se quedó dormido. Cuando se despertó, el silbato de la fábrica le zarandeaba la conciencia. Asustado se vistió como pudo, no se desayunó y echó a correr por entre las calles sin asfaltar. El polvo se levantaba a su paso.
Seguro que ahora sí lo corrían del trabajo. El Miguel, el cabrón supervisor, sólo estaba esperando el menor pretexto para chingárselo. Todavía no tragaba la ofensa de que Indalecio le hubiera bajado a la Cuca. Qué culpa tenía él de que los domingos, cuando se bañaba y se vestía con sus pantalones buenos, su camisa a cuadros, bien peinado y restregado con jabón, se mirara rete padrote. Y qué culpa tenía él de que la Cuquita se le resbalara hasta que lo hizo resbalar a él también.
Indalecio camina aprisa, casi corre. Vuelve a oír el silbato. El corazón le golpea en el pecho, la respiración se le corta por el esfuerzo; el aire helado de la madrugada le quema el rostro.
La única forma de cortar camino es llegar por un costado de la fábrica, por el astillero, pero eso significa atravesar el Túnel del Diablo. Antes de construirlo, para que pasaran los camiones con la madera, ahí encontraron el cementerio prehispánico de Cuicuilco.
Había oído decir que las almas de los muertos se les aparecen a todos los que se atreven a pasar caminando por allí.
Antes de entrar al túnel, Indalecio se santigua y reza un padrenuestro. Echa a correr y, cuando sus ojos aún no se acostumbran a la oscuridad, detrás de él oye pasos. Siente que el corazón se le desboca. Se ahoga.
Se detiene a tomar aire y entonces escucha que lo llaman:
—¡Indalecio!
Un escalofrío le recorre la espina dorsal. Despavorido, echa a correr de nuevo pero oye la voz más cerca:
—¡Indaaleecio!
Entre penumbras y de reojo ve que un cuerpo se le empareja. Contiene un grito, un sudor frío le moja la espalda. A su compadre Felipe también se le hizo tarde y, sin dejar de correr, como saludo le dice:
—Córrale compadrito, si no, el ojete del Miguel nos va a hacer una chingadera.
Indalecio se detiene a mitad del túnel y jadeante le suelta a Felipe:
—¡Qué susto me dio, compadre!
—Susto el que nos van a dar si no llegamos a tiempo.
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